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FRÁGILES Y HERMOSAS
Gilberto escucha la voz de su madre, nota apremio en el tono. La oyó venir desde el primer piso enredado al bullicioso despertar de las casas vecinas. Es el tercer llamado, el anterior se perdió junto al bocinazo de un bus. Ahora viene acompañado de cierto molestar, insinuando enojo, sin embargo, el niño continúa sentado a los pies del lecho, sin moverse. ¿Cuál sería la reacción de ella, si lo viese en este momento? Imagina la expresión de incredulidad en sus ojos azules, la boca abierta y el grito subiendo por la garganta. Su miedo. Con ganas de retroceder y huir de allí, pero no lo hará, es su hijo y se quedará a su lado.
Fue una pesadilla. Esta mañana, en el brusco despertar ante el grito de su madre desde el pasillo, antes de bajar a preparar el desayuno, no alcanzó a desprenderse del disfraz. Ahora es tarde para abandonarlo y que se lo lleve la noche.
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Gilberto está preocupado por ella. Estos últimos meses, a raíz de la separación de sus padres, la atormentó con su mal comportamiento, la hizo ir varias veces al colegio a conversar con el Inspector General y la profesora jefa, la última vez fue atendida por la psicóloga. No quiso contarle qué fue lo que dijo de él.
Y, ahora esto… “No se merece algo así”, susurra compungido. Se levanta. Extiende las alas, maravillosas, de lindos colores. Podría estar orgulloso de ellas si no fuese una locura lo ocurrido. “Déjalas en paz, hijo. Son inofensivas y tan hermosas” lo había reprendido la madre en numerosas ocasiones, pero él gustaba de cazar mariposas, tiene una colección clavadas con alfileres en el cuadro sobre la pared. Es de una de ellas, que arrancó las alas en el sueño.
Escucha a su madre subir, sus pasos arrastrando las pantuflas, el picaporte cede. Abre la puerta y se acerca al lecho.
─Hijo, es tarde. El furgón llegará en minutos ─dice, endulzando esta vez la voz.
─¿Escuela? Mírame, mamá ¡Soy una mariposa!
─Que esta mariposilla vuele a la escuela, hijito ─responde querendona.
Abajo, en la calle, el furgón escolar toca la bocina. Se escuchan voces, algunos niños lo apuran gritando su nombre. La mujer alcanza el bolsón, cariñosamente lo hace bajar la escala y abre la puerta.
─Ay, mi madre ─refunfuña el niño─. Nada la altera desde que toma esas pastillas que le recetó el médico.
Encoge los hombros, repliega las alas y las esconde bajo el chaquetón. Luego, da un beso a la mujer, coge la mochila y corre a subirse al vehículo.
Cuando llega a la escuela y ve a sus compañeros riendo y conversando animadamente, comprende que no puede quedarse, no tendrá excusa para explicar lo que lleva pegado a su espalda. Es un día de sol, en unas horas hará calor, es el único con chaqueta, los demás visten camisas de manga corta. Se refugia en el baño.
El timbre avisa el inicio de clases. Tras unos minutos el silencio es dueño del patio. Divisa una mariposa revoloteando en la ventana, es hermosa, de colores distintos a las habituales, quiere cazarla y unirla a su colección. Ahora son cinco, vuelan enredándose en una danza que inexplicablemente le parece macabra. Algo anda mal… Y tiene miedo. En segundos son centenares, ocultan el sol todas amontonadas en la única ventana, intenta correr a la puerta, huir hacia la sala de clases, pero un grupo más numeroso de ellas se lo impide.
La madre hace aseo en el dormitorio del niño. Le causa escozor ver a las mariposas muertas, clavadas en el cuadro de la pared, por eso nunca mira en esa dirección.
Hoy se exhibe solamente una. Inmensa, ocupa casi todo el cuadro con sus alas extendidas de hermosos colores. Nunca antes vista en estos lugares.