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COSECHANDO OLVIDO

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BOSQUE SUREÑO

BOSQUE SUREÑO

Permanezco quieta, suspendida en un ayer engañador. Las palabras de mi marido y el golpe de la puerta al cerrarse aún rebotan en las paredes… Para olvidarme de ti, voy a cultivar la tierra, en ella espero encontrar remedio para mi pena. El dibujo caprichoso que hace el sol en el parquet me distrae, voy hacia él, arrastro el pie sobre la madera en un intento de hacerlo desaparecer, con el vano deseo de borrar también lo acontecido hacía unos minutos… Allí plantaré el rosal, de las espinas más gruesas, tendré lista la corona, para cuando en mí te mueras. Las pisadas de José, en ese modo suyo de pisar con fuerza el pavimento, dicen adiós. Imagino el cuerpo alto y flaco inclinado hacia el lado que carga la maleta, una valija donde hizo que cupiera la mitad del closet, la suya… Para mi tristeza violeta azul, clavelina roja pa’ mi pasión, y para saber si me corresponde, deshojo un blanco manzanillón. Si me quiere mucho, poquito o nada, tranquilo queda mi corazón. Como volcán en erupción surge dentro de mí la mujer guerrera que todas llevamos dentro, salgo y con la pala, el rastrillo y un chuzo arranco de raíz rosas, fucsias, crisantemos y petunias, incluso el Ave del Paraíso que me regaló un año atrás como símbolo de reconciliación, todo el jardín es obra suya, lo cultivó con esmero durante los quince años de matrimonio. Creciendo irán poco a poco los alegres pensamientos, cuando ya estén florecidos irán lejos tus recuerdos. Decidida, con coraje, organizo mi propio jardín: buganvilias, hibiscos, atrapa colibríes, gladiolos y jazmines de España. En jardineras, a la salida de la cocina, matico, toronjil, menta, manzanilla y perejil para las ensaladas. No olvido el cilantro, los cebollines y una mata cacho e’ cabra. De la flor de la amapola seré su mejor amiga, la pondré bajo mi almohada para dormirme tranquila. Había sellado mi suerte, imposible volver atrás.

En las tardes, cuando riego, canto la canción de Violeta Parra y alejo de un manotazo la sombra del hombre con quien me casé envuelta en un halo de azahares y rosas… Para olvidarme de ti voy a cultivar la tierra…

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Cuando Se Muri El Mar

No acostumbro ir más allá de las callejuelas del puerto de Coronel. No desde que mi hermano desapareciera sin dejar rastro; sin embargo, el grito enloquecido de una bandurria con sus alas abiertas posada en lo alto del espino, me urge partir de inmediato hacia el lugar en que se le viera por última vez. “Se murió el mar anoche. De una orilla a la otra” creí entender que decía y algo parecido a un sollozo le escuché al final. Perpleja, aún medio dormida, me asomo a la calle. Ni un alma en los alrededores. El silencio me sobrecoge y la brisa, que acostumbra venir del océano cuando algo maligno se avecina al poblado, se incrusta como aguja en mi piel. No es la primera vez que ocurre, pájaros de mal agüero que vienen del bosque anunciando lo imposible.

¿Morirse el mar? ¡Muerto! Y este pensamiento insólito me despabila.

Cuando llego a Playa Blanca, los lugareños, incapaces de entender lo sucedido, observan incrédulos lo que tienen enfrente, el temor en sus ojos. Por un segundo, ese miedo lo hago mío y permanezco de pie junto a ellos, sin atinar a nada. Es cierto, el mar ha muerto. La ausencia del canto monótono de las olas, la quietud inesperada de sus aguas, el estancamiento de la espuma blanca en la cual gusto de bañar mis pies, lo confirma. Siento deseos de gritar y llorar, patear y revolcarme en la arena en una de esas pataletas que sufría de niña, pero mi deber de adulta lo impide. Un ruido sordo nos envuelve, como el arrastrar de hojas secas aquí en la arena donde no hay árboles, tardo en comprender que son nuestras respiraciones, el jadeo del miedo que creímos haber dejado atrás.

Algo se mantiene sobre la superficie inerte. Figuras oscuras yacen inmóviles…

“¡Son nuestros muertos, los que el océano se negó devolvernos!”, exclamo, en el silencio de las primeras horas, las sombras comienzan a esfumarse y una claridad incipiente ilumina la caleta.

Es la señal. Cientos de personas que durante meses venían en la esperanza de recuperarlos corrieron en busca del ser amado. También yo entro al mar por mi hermano mayor, desaparecido hace algún tiempo en la borrasca de una tormenta. En vano nuestras voces imploraron al Dios del océano. No hubo piedad.

“Vámonos a casa” digo, alzándolo entre mis brazos. Cuántas historias tenemos para contarnos”. “Toda una vida, hermanita”, responde y me sigue, aunque sea para compartir una última taza de café antes de su partida definitiva, solo que esta vez sabría donde hallar su cuerpo.

Cuando íbamos en dirección al caserío, escuchamos al mar. Había vuelto a la normalidad. Las bandurrias, desveladas, enloquecidas ante lo increíble, dejaban oír su grito metálico transmitiéndole la noticia al dios Ibis.

Muchos, de quienes recuperamos a nuestros muertos esa madrugada, le hicieron unas exequias que el pueblo no olvidará en años, con grandes discursos y cánticos, porque ya no nos quedaban lágrimas. Luego, fueron enterrados, como se acostumbra en mi país: con flores, fotografías y objetos que el difunto amó en vida.

Yo no participé, no pude. Me negué rotundamente entregar al mío ¿volver a perderlo cuando lo había recuperado? ¿Dejarlo encerrado en un cajón bajo tierra, sin la menor opción de distraerse? Por lo menos en el mar, con tantos peces, pulpos y cangrejos debió pasarlo bien. Si hasta con una sirena flirteó durante los primeros meses, según contó después en casa. Y pensé en las niñas lindas de las que estuvo enamorado y solía traer a casa los días domingos, a la hora de almuerzo.

Sé que los vecinos murmuran a mis espaldas, espían mis movimientos y se asoman por la pandereta a fin de descubrir algo anómalo. Heriberto sabe mantenerse en su sitio. Cuando vino la policía y registró la casa no halló indicio que lo tuviese escondido. Pero yo sabía que estaba allí, en algún rincón,

Marcela Royo Lira

riéndose de los hombres con la picardía del niño que fue. Y quise reír también, volver a la infancia y perseguir, tomados de la mano, a las gallinas que cacareaban excitadas mientras mamá decía que por nuestra culpa no pondrían huevos durante semanas. Reí después, cuando se retiraban y uno de ellos, con manifiesta contrariedad, limpió en el pasto la suela de sus bototos, solo que esta vez no fueron las aves las culpables sino la docena de gatos que me dio por recoger de la calle.

“Se murió el mar una noche/ de una orilla a la otra orilla”

“Muchos fueron por sus muertos/ hoy duermen bajo tierra”

“Solo uno no volvió/ oculto en la casa de su infancia”.

Acusa a medianoche la bandurria desde el espino. No es primera vez que se asoma, enredando su grito al ramaje oscuro del bosque. Le oigo, pero no la veo, como si también quisiera no ser descubierta.

Y temerosa del grito convulso de sus compañeras, en el que advierten que los militares amenazan con volver quebrando de golpe la noche, pisarán las calas y gardenias en la entrada, abrirán puertas a culetazos, enardecidos ante la sospecha que el mar vuelva a morir y otros imiten a mi hermano, corro a la buhardilla y ruego a Heriberto vuelva a internarse en el océano. Quién sabe si la sirena aún espera por ti, insinúo para convencerlo. Sabré hallarte en el oleaje de Playa Blanca cada vez que quiera verte, susurro en mitad del abrazo.

Mientras vamos camino hacia Playa Blanca, las bandurrias vuelan por sobre nuestras cabezas sin emitir sonido alguno, sombras que se deslizan en mitad de la noche. Presintiendo quizás que a veces es mejor callar.

Cuesti N De Fe

Lo último que recuerdo es que dormía y estaba solo. María Elena, en una actitud caprichosa, había decidido pasar la noche en casa de sus padres. Por eso, antes de dormirme, ojeé la tesis sobre mitología egipcia en la que estuve trabajando durante meses y corregí algunos capítulos. En especial el que se refiere a un joven escriba. Hubo noches en que me soñé él y adquiría conocimientos secretos.

Sentí los párpados pesados, el manuscrito se soltó de mis manos. Me acuerdo que, antes de dormir, desee a María Elena conmigo, comentar con ella algunos párrafos, comunicarle mi entusiasmo por la existencia del joven egipcio.

Preparan mi momificación. Los sacerdotes se mueven en rededor. Fui mordido por una víbora cornuda escondida en la arena caliente. Mi grito alertó a los demás que acudieron en mi ayuda, pero era tarde. Hacen un corte en el abdomen, la sangre fría se desliza por un costado, no tocan mi corazón, es nuestro centro de inteligencia. Me lavan por dentro y por fuera con vino de palma, extraen pulmones, el hígado, intestinos y estómago para, de acuerdo a las enseñanzas, momificarlos aparte. Huelo el mal olor de lo que comí en las últimas horas. Sacan el cerebro por los orificios de la nariz, luego sumergen mi cuerpo en “natrón”. De esa forma se deshidratará y no habrá descomposición ni bacterias. Después, me envolverán en tiras de lino pegadas al cuerpo con brea o resina. Conozco la ceremonia, ocupé un cargo importante en el templo, debía dejar escrito en papiro las revelaciones de los dioses.

Quisiera moverme, pero no puedo. Recuerdo el fuerte sismo y que dije: menos mal que María Elena no está, les tiene pánico y su descontrol termina por contagiarme. Vivimos en el decimonoveno piso. Demoré en dejar la cama, cuando lo hice no podía mantenerme en pie. Oí gente en los pasillos que gritaba, niños llorando. Comenzaron a caer cosas: cuadros, adornos, botellas, el televisor… quebrazón de vidrios. Sentí que íbamos cayendo y me dio miedo. Minutos antes, tuve un sueño. Me

Marcela Royo Lira

acuerdo del gozo indescriptible a pesar que sabía que estaba muerto. Quienes se movían en rededor eran sacerdotes de un templo egipcio. Había sido escriba y era mi oportunidad de postrarme ante los dioses que adoré por años. El terremoto me despertó. Todo era un caos dentro del departamento. Me dio rabia verme arrancado del sueño, esfumarse la dicha que había experimentado minutos antes. Trato de ubicarme, saber qué sucede. Huelo a gas. Partículas de tierra, polvo y maicillo se incrustan en mi piel, me atraganto, toso. El silencio es aterrador. La oscuridad también. Grito con todas las fuerzas. Nadie responde. Intento moverme, quiero ir en busca de María Elena. Abrazarla, decirle que la amo, un peso me inmoviliza.

Me siento inmensamente solo.

No puedes flaquear, mascullo, no en este momento. Decido insistir en gritos por ayuda, estar atento a lo que pueda ocurrir. Siento que desmayo… trato de no…

El sacerdote comienza el ritual de la “Apertura de la boca”. Lo hacen para que pueda hablar con los antepasados. Enseguida, da lectura al “Libro de los Muertos”: para que navegue en paz en la otra vida. La familia procura la barca funeraria, mi madre y hermanas se preocupan del ajuar, tazas, peines, joyas y comida. Voy entrando a la tierra sagrada. Me arrodillo ante “Anubis”, a quien veneré desde mi primer día al servicio del templo… ¡Oh, mi Dios! exclamo lleno de gozo.

¡Dios! –grito, sobresaltándome.

Curioso, yo, un agnóstico, clamo al Ser Supremo del que siempre renegué. Por un instante, quisiera hacer mío el júbilo que experimenté durante el sueño en que me sentía un joven escriba en su muerte. Experimentar su fe. Cómo desearía que un dios me estuviese esperando, ser parte de un Todo. En cambio, ni siquiera estoy seguro encuentren mi cuerpo y lancen las cenizas al mar de Algarrobo, como se lo pedí a María Elena en las ocasiones en que hablábamos del tema.

Cenizas, el recuerdo en quienes me conocieron, siempre creí que eso era todo. Quizás, pienso con un dejo de esperanza a otros sirvan mis escritos. Dejé todo registrado en el pendrive.

Alguien, algún día, lo encontrará y abrirá.

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