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ESCENA DE UNA TARDE CUALQUIERA
Sus compañeras buscaron los jacarandás de la otra plaza, a pocas cuadras de aquí. Ella no puede seguirlas, ha citado a su amado en el viejo quillay de la esquina. Le urge verlo esta tarde. Decirle lo que no puede callar. Por eso, lo espera impaciente en el lugar donde se han citado otras veces.
Desde mi posición, intuyo que es importante. Lo noto en la tensión de sus movimientos, el modo de erguir la cabeza y atisbar con evidente nerviosismo en todas direcciones. Pero él, especialmente hoy, tarda. Quién sabe qué lo distrajo, tal vez alguna coqueta casquivana, suelen asomarse en los jardines y buscar un despistado. O, quizás… ¡Dios no lo quiera!... una bala loca quebró la quietud de la tarde.
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Ayer, cerca del mediodía, una lluvia inesperada se dejó caer sobre la ciudad a pesar del sol que se mantuvo testarudo en lo alto. El gentío corría y reía sin ir a ninguna parte, como si estuviesen de fiesta y el hecho de estar allí, todos juntos bajo el agua y la tibieza del astro, los hiciera excepcionalmente felices, en especial cuando dos arco iris se cruzaron en el cielo. Me dio gusto verlos. Hasta los pájaros aumentaron su zalagarda habitual, si parecía que el mundo iba a enloquecer de felicidad. Y, a pesar de estar condicionado de por vida, fui por un instante parte de esa alegría.
Hoy es distinto, algo cambió en el transcurso de las horas, lo percibo en la dureza de mi cuerpo. Los mismos que ayer se abrazaban contentos cruzan su camino sin mirarse. Quisiera ir hacia ellos, hacerlos volver a sentir el gozo de ayer, pero estoy inmovilizado.
Vuelvo a preocuparme de la enamorada que espera en el ramaje verdoso del quillay. Ansiosa demuestra preocupación en cada movimiento, se desplaza a trotecitos cortos. Va y viene, gira. Hace intentos de marcharse, ir donde están sus compañeras en los jacarandás de la otra plaza; pero no puede. No se irá sin verlo. Deben encontrarse, conversar sobre lo acontecido.
La brisa que anticipa la noche agita ramas y hojas, a mis pies caen algunas sin fuerzas para aferrarse a la vida. Una polvareda arrastrando papeles pasa frente a mí. Ella se acurruca para no sentir frío.
¡Llega él!
Agitado balbucea mil excusas. Ahora es ella la que adrede demora el encuentro. Cabeza gacha finge indiferencia, como si no le importaran las disculpas ni el nerviosismo de hace un rato, sus ansias de verlo, de contarle la novedad que la mantiene inquieta desde hace un día.
Crece el gris de la tarde. Vecinos apresuran el regreso a casa, niños de colegio se hacen bromas al despedirse, sin tiempo, antes de que oscurezca, para balancearse en alguna rama ni chutear la pelota que uno de ellos revota una y otra vez sobre el pavimento. Preocupado de los amantes agito el ramaje. Temo que la lluvia que se aproxima desde la cordillera los pille malhumorados, sin el abrazo que borre el malentendido.
Es ella quien cambia de postura, gira, se arrima mimosa al amado. Le confiesa que espera retoños, que sí, está segura. Dice: debes preocuparte de construir el nido, uno espacioso, quién sabe si son dos.
Alegres, contentos, emprenden vuelo. El palomo delante, ella le sigue.
Yo espero por el aguacero.