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DESPUÉS DE LA LLUVIA

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COSECHANDO OLVIDO

COSECHANDO OLVIDO

Salgo. Mis pies pisotean con fuerza el pavimento y como si jugara al luche esquivo charcos, barro, papeles y hojas que arrastra el viento. No quiero ir, sin embargo, estas piernas, las mías, me llevan hacia la plaza. La que nunca me gustó, la de los aromos sin soles, de bancos rotos y rayados. Donde encontraron a una niña muerta y el lugar se llenó de hombres de la PDI, con sus trajes azules y letras amarillas en la espalda. Hasta los loros se fueron cuando bajaron de la camioneta con expresión grave. No había nadie que pudiera soplarles información. A pesar de eso, se quedaron horas conversando, atentos a los transeúntes y a cualquier movimiento extraño en las cercanías.

Al llegar a la esquina, cruzo la calle.

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La escena me sorprende, pequeños soles en las ramas de los árboles alegran la tarde. Niños corren, saltan y juegan en los armados de fierro pintados de azul, naranja y verde. En un escaño un hombre lee el diario, en otro tres mujeres tejen y vigilan a los pequeños. Un estudiante abre el estuche, arranca sonidos de las cuerdas de su violín, lo acompaña una muchacha en violonchelo. El hombre levanta la vista. Los palillos se detienen, la lana no corre. Los chicos rodean a los músicos. En la avenida Macul buses y automóviles continúan su afán, como si el bullicio que emiten los mantuviese lejos, muy lejos y no fuese posible que interrumpan este instante especial.

Sé que es la plaza que me disgusta. Que en ella por alguna razón los aromos no florecen, que manos con cortaplumas rayaron los bancos. Que hubo una muerte.

Desde la panadería llega aroma a empanadas, pasado mañana es 18 de septiembre. Cinco escolares vestidos de huasos bajan del microbús, campesinos pobres, no el traje del dueño del fundo, caminan por la orilla de la calle. Les hago señas para que se acerquen a escuchar la música, pero se alejan cantando una cueca. Dos de ellos zapatean el pavimento húmedo, otro agita el pañuelo con la mano en alto. Un tercero ríe.

Marcela Royo Lira

En la vereda de enfrente una niña… sí, una niña me observa. Algo en ella me inquieta, sobrecoge. La reconozco, su fotografía estuvo en todos los diarios. Un grito ronco sube por mi garganta y escapa por la boca. El violín se detiene, calla el violonchelo. Los estudiantes, el hombre que leía el diario, las tejedoras y los niños giran a mirarme. Algunos severos, otros con pesar. La pequeña ya no está. Sobre mi cabeza el gorjeo sediento de los queltehues quiebra la magia. Nubarrones negros oscurecen la tarde. Mis dedos recorren las rayas en la madera, como si las figuras que dibujó el filo asesino pudiesen hablarme de la doncella muerta, de la ausencia de flores en los aromos y por qué los loros no volvieron. Un grupo de drogadictos fuma y bebe cerveza bajo el esqueleto de un árbol. No me miran, sí lo hace el vagabundo que come, a grandes mascadas, la empanada que alguien le regaló. Cuando termina se limpia los labios con el dorso de la mano, se aprieta la nariz y con una expresión pícara señala a los muchachos. Luego, ríe. Me doy cuenta que mi boca dibuja una sonrisa.

Decido irme a casa. Dejar atrás los aromos entumecidos y los bancos rotos. Seguir dando la vuelta a la manzana cada vez que voy a la panadería para no cruzar la plaza de mi disgusto. Volver a saltar los charcos en la vereda y recoger los papeles que arrastra la ventolera.

A mi espalda, en la cordillera, un trueno anuncia que volverá la lluvia. Cenizas, el recuerdo en quienes me conocieron, siempre creí que eso era todo. Quizás, pienso con un dejo de esperanza a otros sirvan mis escritos. Dejé todo registrado en el pendrive.

Alguien, algún día, lo encontrará y abrirá.

Drag N Chino

Clara no recuerda en qué momento fue real la historia que hilvanó a medida que crecía. Inapropiado para sus planes habría sido reconocer que fue criada en un hogar de niños huérfanos, que la monja-portera escuchó su llanto una mañana y la encontró en el umbral, envuelta en un chaleco viejo. Sin embargo, su imaginación desbordante que tanto preocupó a la Madre Superiora mientras estuvo interna, le ayudó a urdir un buen plan. Desde hoy contaré que por mandato del abuelo materno manos negras me sacaron de la clínica a las pocas horas de nacer, mi madre, hija de un magnate del petróleo, tuvo relaciones amorosas con el jardinero de la mansión donde vivían, este, había desertado de un barco noruego y era de ojos verdes y colorín. De ese modo, Clara justificó durante años el tono verdoso de su mirada y los ensortijados cabellos rojizos. Recuperaré mis raíces, decía, casi convencida que su historia era cierta. Esta piel blanca, mis manos delgadas y dedos largos me vienen de familia distinguida, porfiaba. Algún día, viviré en una mansión en el barrio exclusivo de esta ciudad, soy fruto de la pasión desenfrenada que he imaginado desde siempre. Sin darse cuenta, entre fantasías y mil historias inventadas en que ya no sabía qué era cierto y cuál una mentira, se encontró a los veintidós años trabajando como secretaria para una empresa extranjera, liada al petróleo venezolano.

Hoy es viernes, piensa entre el tecleo de cartas y el teléfono que no cesa de llamar. José Ignacio vendrá en busca de su padre. Están preocupados. La noticia salió en la prensa y hasta anoche todavía hablaban del tema en la televisión. Puedo acercarme a él, decirle cuánto lo siento, que si necesita hablar con alguien que no sea un familiar…

¡Maldición! viene con ella. Sus padres son socios, es natural que sean novios. Una muchacha desabrida, casi albina, muy tímida; pero él la adora. Ya quisiera que me mirara por un segundo como la mira a ella. Los he visto en numerosas ocasiones. Por eso, hace unos meses, fui donde la bruja Rosalinda (famosa

Marcela Royo Lira

en el barrio por sus conjuros con un buen desenlace) y le pedí que la hiciera desaparecer. A los pocos días, supe por mi jefe que la joven se había perdido a la salida de su casa y que la policía estaba buscándola. Sin embargo, hela aquí frente a mí sonriéndome con su pose de niña buena, se acerca, me abraza.

José Ignacio toma mi mano conmovido, dice que su padre le dijo de mi preocupación por Valentina (¡Por supuesto! si todas las mañanas le preguntaba si había novedades a fin de determinar mi próxima acción).

─Cuánto me alegro de verla, señorita ─miento─ ¿Está usted bien? ¿No le hicieron daño, por Dios?

─¡Escapó! Mi chica es una mujer astuta, burló la vigilancia de los secuestradores ─dice él con orgullo (no es tonta como creí, entonces).

La toma de la mano y entra a la oficina de su padre.

Escucho la exclamación de júbilo, imagino el abrazo, la emoción. Los últimos días mi jefe lloró por la que cree será su nuera, preocupado de reunir el dinero del rescate. Sentada frente a él le consolaba y hablábamos, a veces hasta reíamos, él tomaba mi mano entre las suyas y me agradecía. Preparo café y pongo tacitas en una bandeja. Debo entrar, interrumpir el lazo que los une. Esta historia la escribo hace años, es hora del punto final, mascullo taconeando firme.

Días después, don Nicolás, mi jefe, me invita a cenar. Hay un asunto muy importante para celebrar, dice nervioso, viste elegante, se ve bien, el tono azul de la corbata hace juego con sus ojos, huelo su perfume, no sé por qué me contagia el nerviosismo. Voy al baño y bebo agua, me cercioro de lucir bien, reviso el rímel de mis ojos y los cabellos intencionalmente despeinados. Desabrocho la blusa y, una vez más, observo el raro lunar en mi hombro izquierdo, asemeja la figura de un dragón chino. En el orfanato había llamado la atención de las monjas.

Esta noche descubro que la vida tiene inexplicables vueltas de tuerca, que tal como decía el personaje-protagonista Forrest Gump, en la película del mismo nombre, es como un bombón, nunca sabes qué relleno te va a tocar.

Los últimos meses disfrutamos el estar juntos, Nicolás es un hombre culto, entretenido, hemos ido a la ópera y al ballet en el teatro municipal. También me recomienda autores clásicos para leer. Me gusta oír sus comentarios y análisis de las obras, nunca tuve oportunidad de conocer este otro mundo, de cultura y arte. Y me agrada. También me contó de su mujer, del accidente y cómo crio solo a José Ignacio. Me emocioné imaginándolo de la mano del niño esa vez en que habló de los veraneos en Zapallar.

Estoy sorprendida, halagada, aunque en honor a la verdad lo intuía. Su forma de mirarme a los ojos, de cogerme del brazo mientras caminábamos por la vereda hacia el lugar donde había estacionado el automóvil, cuando me atrajo hacia él mientras le confesaba entre lágrimas mi verdadera historia. Retrocedió unos pasos y se quedó mirándome muy serio, bajo la luz del farol de la calle, creí que se iba a enfadar, dijo nadie trabaja bajo sus órdenes sin ser investigado. Hubo un silencio en que no supe qué hacer. Luego, con su pañuelo secó mis lágrimas.

─Clara, es curioso ─advirtió observándome serio─ ¿Me creerías si te contara que un día trabajé de jardinero? No siempre fui el que soy, créeme. Nací en Pozo Almonte, éramos muy pobres, a los quince años me vine a Santiago, trabajé de mozo en un restauran cerca de la Estación Central, hice de suplementero y lustra botas, también fui peoneta de un camión que traía fruta del Puerto. Un día un vecino-jardinero que trabajaba en las casas del barrio alto me pidió que lo ayudara.

Guarda silencio, como si los recuerdos al traerlos a la luz le pesaran. No me atrevo a interrumpirlo. Es su historia.

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