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Marcela Royo Lira

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Marcela Royo Lira

Marcela Royo Lira

Años después supe por una cartonera que el hombre siempre quiso cumplir la promesa a la Santa, pero algún imprevisto se lo impedía. Sentí vergüenza, debí acompañarlo a la parroquia y dejar la ofrenda prometida. Me pareció que la pecadora había sido yo.

Esa madrugada el aullido lastimero de los perros comenzó a las cuatro de la mañana, en el preciso instante en que una ventolera barrió hojas y papeles en nuestra calle. Un infarto dijeron en el hospital Luis Tisné, donde le llevaron de urgencia. Al día siguiente, la camioneta de la Sociedad Protectora de Animales recogió los animalitos. Nosotros nos quedamos con el pequeño Walt, el último quiltro que había recogido. A veces, cuando me mira con sus ojos oscuros siento la necesidad de recitarle con voz fuerte y clara un poema de Walt Whitman. Mi marido dice que estoy loca.

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El Mar

El hombre me tiende la mano y lo sigo. Sé que no debería, que un lío de los mil demonios desataré en casa cuando se den cuenta de mi ausencia. Es un día soleado y el desconocido prometió llevarme a conocer el mar. Si hasta escuché las olas en la concha gigante que acercó a mi oído, con el otro brazo la sostengo firme contra mi pecho, temerosa que caiga y quiebre. Todo se me cae de las manos. Soy tonta, dicen. Ni siquiera sé escribir mi nombre a pesar de mis doce años, retengo pocas cosas en la memoria. Quizás sea mejor, la ausencia de recuerdos no impide que viva contenta, a pesar de todo.

No sé por qué dije que el hombre es un desconocido, sé su nombre y hace días comenzó a estarse conmigo durante horas en la vereda donde vendo mis artesanías. A él le llamaron la atención, dice que son pequeñas obras de arte y que debería estudiar y aprender a tallar la piedra, quizás hasta podrías ser una escultora famosa. Me dio risa oírlo ¿yo? En el fondo me gustó, sentí que puedo ser alguien después de todo.

El hombre me aprieta la mano pero no me daña. Siento el calor de su piel, el sudor que a esta hora de la tarde nos invade a todos. Hemos caminado varias cuadras, doblado en algunas esquinas, vamos por calles que desconozco, no sabría volver sola al lugar donde mi padre irá a buscarme dentro de un rato. Enfurecido, secará su frente y cuello con el pañuelo, gritará mi nombre. No estaré entre el gentío para que tire de mis trenzas y lleve a casa a empujones. No es su culpa no quererme, quería un hijo varón y nací yo. Dice que apenas me vio en la Maternidad no le gustaron mis ojos achinados. Nunca te querré, es la frase con que crecí pese a mis intentos por hacerlo cambiar de opinión. Mamá se lamenta y maldice: ¿por qué a mí? ¿qué mal hice yo? Por alguna causa desconocida soy un castigo.

Nos subimos a un bus. El hombre compra bebidas, me pasa una, está helada, sorbo de la botella con ansias, dice que no la beba toda, que guarde para un rato más cuando vuelva a sentir sed, la tapa y deja junto a la suya entre los dos asientos. Sube un vendedor de helados, no lo llama, me hubiese gustado tomarme uno de piña. Partimos.

Arriba, en la rejilla sobre mi cabeza, va el bolso de las artesanías y el maletín del hombre. Ignoro qué lleva adentro. Cuando se lo pregunto no responde, cierra los ojos dispuesto a dormir durante el trayecto, dice que son dos horas de viaje. Yo prefiero mirar hacia afuera por la ventanilla. Todo es nuevo para mí, quisiera comentarlo con él, pero se durmió. Dibujo en el cuaderno lo que veo, más tarde cuando esté con mamá le diré todo lo que vi y sonreirá triste, como hace cuando estamos solas. El día que yo no esté, qué será de ti, dice quejumbrosa. Ya no tendrá que preocuparse, le diré, Carlos está conmigo. Bajamos del bus. Nos dirigimos a la playa. Hay viento y está helado. El hombre dice que me saque los zapatos, el vestido y me meta al mar, sólo sintiéndolo en la piel sabré cómo es. Azul, azul, azul repito palmoteando contenta. Desabrocha mis botones

Marcela Royo Lira

y sin calzones me empuja al agua. Río, chapoteo, salpico, trago, escupo el líquido salado y frío. Quiero salir, envolverme en su chaqueta y entrar en calor pero Carlos insiste en que continúe en la orilla, pide me ponga en diferentes poses mientras saca fotos, abre las piernas, dice chúpate un dedo, imagina que es un helado de piña y lo saboreas, así, así. Perfecto, lo haces muy bien, eres adorable.

Estamos en un hotel escondido en unos pasajes del cerro. Carlos no quiso entrar en los que están a orillas de la playa a pesar que no es temporada y no había nadie en los alrededores. Es una pieza con sólo una cama. Estoy cansada y tengo sueño, dice que repose un rato, luego iremos a comer. Me desnudo y meto bajo las frazadas, él hace lo mismo, su respiración es diferente, huelo su aliento, sus manos se mueven, buscan mis pezones, besa mi cuello, la boca, sé que debo detenerlo, me lo advirtió mamá muchas veces, no me atrevo, esta sensación nueva me gusta, le dejo continuar, con sus piernas abre las mías.

Cuando le cuente a mamá sobre el mar no le hablaré de esto, del dolor que siguió cuando puso sus piernas entre las mías, debo desterrarlo de la memoria. Carlos dice que hará más fotos mías. Tengo rostro de niña-mujer inocente y eso vende. ¿Seré famosa? pregunto. Él ríe, besa mi frente, acaricia la cabeza. Papá nunca me hizo cariño.

Ella

Está aquí, lo sé. Curioso, trajo consigo un aroma a azahares y rosas, como el que olíamos en la habitación de la abuela durante los tres días en que demoró en irse. Noches atrás en la oscuridad del cuarto le oí decir mi nombre, asustada encendí la luz del velador y a pesar que registré los rincones no había nadie. Dos veces el mismo juego: un susurro sutil llamándome, no obstante, fue inútil la búsqueda. Molesta, pese al frío de la madrugada, protegidos mis hombros con un chal, fui a la cocina por una taza de café. Terminaría de leer la novela de Vargas Llosa “Cinco Esquinas” iniciada hace unos días. Pero sus jugarretas de niña malcriada me mantuvieron tensa, incapaz de concentrarme en la lectura. Había puesto las manos sobre mis hombros y su aliento gélido y húmedo rozaba mi nuca. De un manotazo le rechacé, entonces rió y su risa ronca recorrió la casa.

Decidí salir al patio, dejar que el rocío humedeciera mi piel, oler las gazanias somnolientas, al naranjo y el limonero, la buganvilia y los jazmines de España. Malhumorada se quedó dentro, con los nudillos golpeaba el vidrio de la ventana, llamándome. Tardé en entrar, cuando lo hice estaba furiosa. Entrometida hizo una pregunta tras otra, de vez en cuando anotaba la respuesta en una libreta pequeña, me invitó a seguirla le dije que no, quedaba aún muchas cosas por hacer, que quizás lo mejor sería que yo le avisara cuando podría reunirme con ella. Pero no se fue.

Incluso en la calle me acompaña, no importa que esté rodeada de gente, de alguna forma hace saber que está cerca. Rato atrás, en la plaza, una gitana me dijo que viviría muchos años, oí su risa escéptica detrás de mí.

Una visita inesperada, inoportuna, no hay nada que hacer, sólo esperar el momento adecuado, como lo hizo la abuela durante esos tres días en que estuve a su lado y olía a azahares y rosas.

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