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BOSQUE SUREÑO
Inesperadamente el libro cae y se abre a mis pies. Por un segundo lo relaciono con algún ratón y sus intenciones de asustarme, pero no, me mantengo en calma. Al parecer cayó desde la estantería en forma casual, aunque mi bisabuela insistía en que no existen las casualidades. Por la calle pasa el camión de la basura, unos niños corren, gritan, el perro vecino ladra y alguien lo calla. Después un silencio perdido en las sombras que comienzan a teñir de gris la tarde.
Estoy sola en casa, la caída del volumen es para mí sinónimo de curiosidad. Cómo no si se abrió en la última página del cuento “Soledad de la Sangre” de Marta Brunet. Lo he leído varias veces, la primera lectura obligatoria en el liceo. En cada oportunidad un nuevo detalle me hace querer saber más sobre la escritora, en especial cómo a través de su escritura puso en relieve los conflictos de la mujer en una sociedad marcada por el patriarcado.
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Es el final de la historia lo que tengo ante mis ojos: la protagonista, herida, destrozado su espíritu, huye al bosque. Yace sobre la tierra en total desconsuelo… Este hecho siempre me produjo resquemor, sentía intenciones de ayudarla, ganas de ordenarle: “Levántate mujer y vete. Abandona todo. Abraza la libertad que mereces”. Pero es un imposible ¿o no? ¿Es posible intervenir en el cuento? ¿Entrar en él? Por ahí dicen que tengo algo de bruja, la bisabuela fue criada por una mujer de la etnia kawéskar, ambas me transmitieron secretos.
Cierro los ojos, respiro profundo. Me relajo. Entro en lo oscuro del bosque. El viento helado de la noche se me ha incrustado en la piel y despeinó mis cabellos. Una ráfaga levanta el ruedo de la falda, pero no me detiene. En lo alto un búho ulula. Escucho el crujir de hojas como si un cuerpo pesado se moviera en rededor, aún así avanzo decidida. Debo hallar a la mujer. Es un deber que arrastro desde hace mucho, cuando
Marcela Royo Lira
arrimada a la chimenea en la casona de mis padres leía el cuento una y otra vez, identificándome con la protagonista. Hacía poco me había separado de mi marido.
El perro, que acompañó a la protagonista en su huida, se levanta y gruñe al verme, no le hago caso. Me acerco a ella.
En cuclillas le hablo, trato de identificarme con su impotencia, hacer mía la rabia de la destrucción del fonógrafo, único objeto que le proporcionaba unos minutos de libertad, de gozo en la vana existencia dedicada al servicio de otro, la privacidad de su mundo interior profanado. “También a mí, digo acariciando sus cabellos, pretendieron despojarme de lo mío. Tuve que ser fuerte, hacerme de un cuarto propio y encerrarme a escribir mientras los otros dormían”. “Pierdes el tiempo, refunfuñaba mi marido despreciativo, ¿crees que alguien leerá eso que escribes?”
“La mañana en que finalmente se fue, recogí los pedazos de mi autoestima y aunando fuerzas comencé a crecer”.
Pero la mujer no reacciona, continúa cabeza gacha hipando. Intenta retener la sangre que le corre por el cuello y empapa su blusa. “Vamos, insisto. Independízate. No lo necesitas ¡Déjalo! Vive de tus tejidos, haz tu vida sin él”.
El perro me olfatea, lengüetea mis manos. Lo siento, murmura ella mirándome por primera vez. Me despreciarían todos, incluso mis padres, si abandono el hogar. Además, quién le plancharía las camisas, no tendría un plato de comida caliente al volver del campo. Es un trabajo muy agotador el suyo ¿sabe? A su modo, me quiere.
Se levanta. Sacude la falda y con su blusa hecha jirones cubre parte de su pecho. Luego, coge del collar al animal y juntos emprenden el regreso a casa. No gira a mirarme.
Oscurece, permanezco en la pequeña biblioteca familiar por largo rato. La protagonista del cuento está para siempre plasmada en su papel de mujer sumisa, como en los tiempos de nuestras bisabuelas. Hoy es distinto. La fuerza y un coraje del que ellas carecían nos hacen valorarnos en nuestra integridad.
Canasto De Mimbre
Los golpes en la puerta me sobresaltan, permanezco quieta, el diario que leía sobre la falda, atenta a lo que sigue. Afuera el viento sopla fuerte y una rama raspa la ventana en la cocina. El llamado cobra fuerza. Desaparece la timidez de hace unos segundos. Trato de continuar leyendo, en la pieza del fondo algo cae, como un resbalar de papeles. Vivo sola hace años, no se me ocurre quién puede necesitarme al otro lado de la puerta, sin embargo, debería ir a ver quién llama. Hojeo el periódico y el sutil sonido de las hojas me reconforta. Vuelven a llamar. Esta vez los puños sobre la madera golpean fuerte. Imagino las manos crispadas, furiosas. Quién está afuera sabe que estoy aquí.
Gritan: “señora, señora…” me parece escuchar en el último llamado un sollozo. Me levanto. Abro.
Una mujer joven pregunta por doña Eloísa.
─No vive en esta casa ─digo.
Nos miramos a la sombra del día que se apaga. Huelo perfume a rosas y tierra húmeda, lejos una bocina. Reparo en la expresión tímida de la muchacha, viste ropa de tela delgada a pesar de la lluvia de anoche. Baja la vista. Sin despedirse, los hombros caídos, cabeza gacha, se aleja arrastrando un bolso pesado. En la otra mano sostiene un canasto de mimbre. Antes de entrar miro la calle desierta. Es un fin de semana largo, la mayoría de los vecinos viajó fuera de Santiago. Vuelvo a la sala, demoro en concentrarme en la lectura, por alguna razón no olvido a la chica.
Hora después, vuelven a llamar.
La misma jovencita insiste en preguntar por la señora Eloísa
Le repito que está equivocada, que quizás viva en alguna casa de la otra cuadra, en esta villa las construcciones son iguales. Es una mal educada, se marcha sin decir adiós, tampoco pide disculpas. Ni siquiera me dio tiempo para ofrecerle una taza de
Marcela Royo Lira
manzanilla y galletas de jengibre (las hice esta mañana, el aroma impregna la casa). La noté cansada, con expresión de enferma. Su modo de inclinar la cabeza al mirarme y morder la punta de un mechón de su cabello me recuerda a alguien. No sé a quién. Espero que el agua hierva para llevarme un tazón de té caliente a la cama cuando vuelven a golpear. Abro la puerta de un tirón. Grito: ¡Aquí no vive ninguna Eloísa! Quiero patear lejos el canasto de mimbre, en uno similar dormía la Pecosa, mi perrita poodle, murió atropellada, hace unos meses. ¡Traes allí un doloroso recuerdo! vocifero, señalándoselo a la luz del farol de la calle.
Abre muy grandes los ojos, pestañea rápido. Una expresión compungida se le dibuja en el rostro, temo se ponga a llorar. Al cabo de medio segundo, musita:
─¿Eloísa? Busco a doña Luisa. Mamá dijo que cuando niñas en la escuela fueron amigas, incluso compartieron el banco durante dos años, a los dieciséis fue novia de su hermano. “De seguro te dará alojamiento mientras buscas trabajo en la capital”, había dicho mientras envolvía un queso de cabra y dos tortillas al rescoldo, como regalo─. Me contó que dejaron de verse cuando yo tenía tres años. Ella se fue a vivir a Río Bueno ─explica, atropelladamente.
─Mi nombre… es… soy Luisa ─reconozco, en torpe balbuceo sin dejar de mirarla.
─Ay, Dios ─exclamo en seguida─. Olvidé sin abrir… encima del mueble de las copas… la carta, la carta que recibí dos semanas atrás. Me pareció que venía del sur.