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Marcela Royo Lira

─En una de esas casas vivía una muchacha ─continúa─. El padre era dueño de una compañía de petróleo en Punta Arenas. Ella bailarina del Ballet de Santiago y poeta. Me prestaba libros y cassettes de música clásica, íbamos a los museos y galerías de pinturas, también contribuyó a que terminara mis estudios en la escuela nocturna. Fue la primera mujer de la que me enamoré. En uno de sus viajes se quedó en Portugal, no volví a saber de ella.

Quedo confundida. No sé qué decir. Es como si le hubiese robado parte de su vida y la hice mía. Nos abrazamos largo rato, sé que piensa en la muchacha de los versos y estrecho el abrazo. Luego, saca un estuche del bolsillo de la chaqueta y mostrándome el anillo de compromiso me pide matrimonio.

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─Sólo pido amarte como lo mereces ─ logro balbucir. Reconozco, en este momento, lo que no quise admitir, estaba enamorada de él desde el instante en que perdonó mis faltas de ortografía en la primera carta que teclee para la empresa. Al día siguiente, me entregó un diccionario y dijo: “para cuando tenga dudas, señorita Clara. Todos nos equivocamos”.

En el vehículo nos acariciamos, desabrocho su camisa, mis labios besan su piel. Entonces veo en su pecho, cerca del hombro, el lunar con la misma figura que asemeja un dragón chino.

El Abrazo

Su imagen se presenta enredada a otra época. Cabellos oscuros y grandes ojos negros siempre tristes. Si cierro los míos, visualizo las manos sosteniendo el libro de poemas que leía constantemente y era la excusa para mantenerse aparte de los demás. Siempre sola en un rincón de la sala, leyendo.

Me parece que percibo el frío de esa mañana en que salí temprano de casa. Recuerdo los charcos, el barro después de la lluvia, las acacias desnudas y unos queltehues insistiendo por agua. En que me fui caminando al liceo y en cada esquina la busqué para acompañarla parte del trayecto.

Apenas entré al recinto supe que algo sucedía. Una atmósfera diferente mezclada a la risa y juegos de los más pequeños. Preocupada, fui al rincón donde ella solía esperar el sonido de la campana, no estaba.

La policía allanó su casa, dijo alguien a mi lado. Denuncia de drogas. Desde el interior se defendieron y se produjo una balacera, dicen que murieron los padres. También un carabinero ─agregaron.

No regresó al liceo ni volví a verla.

Esta noche, después de once años, creo reconocerla. En el noticiero hablan del asalto a un Banco. Los asaltantes huyeron en un automóvil robado, la policía les dio alcance en la comuna de Peñalolén. En la pantalla, esposados, suben los delincuentes al carro policial, entre ellos una mujer. La reconozco. No es la chiquilla que conocí. Tiene el pelo cortísimo, casi varonil. Sus ojos continúan tristes.

En un impulso irreflexivo me pongo de pie. Quisiera darle el abrazo que le debo desde que murieron sus padres.

El Aguij N

Amanece. Blanca se levanta y dirige al cuarto de costuras. Doblado en dos sobre el respaldo de la silla está el mantel que Emilia había bordado con esmero durante semanas. Es una belleza, dice en susurros, acaricia las flores, con el dedo índice sigue la curva de los hilos. Cierra los ojos, visualiza a su hija cabeza gacha cantando a media voz, la aguja deslizándose con rapidez, cambiando del verde al rojo o el marrón. Si parece que alguien en un descuido dejó caer las rosas sobre el género, suspira.

Hace mucho que Emilia viene solo de visita, cada vez un rato más breve, como si un lazo invisible la arrastrara hacia la otra casa ¡esa maldita casa! quiere gritar pero se contiene. Prometió mantenerse serena.

Marcela Royo Lira

Prepara café y tostadas para el desayuno. Luego, la espera. Escucha una bocina, un perro ladra y el maullido de un gato, alguien pasa silbando por la vereda. El sol entra por la ventana, Blanca mira en el patio la higuera y al zorzal picoteando el pasto. Un pequeño espantapájaros, eso hace falta, piensa.

Rato después, sentadas frente a frente en la cocina, observa el semblante grave de Emilia. Ya no sonríe, sólo se escucha su risa cuando es verano y la casa de enfrente mantiene las ventanas abiertas.

─Hija… ─suplica a media voz.

La muchacha bebe un sorbo de café, levanta sus ojos claros y mira a la madre. Por un segundo está tentada de confiarse, explicárselo una vez más, pero desiste. No desea discutir la mañana en que está de cumpleaños Catalina. Hicieron planes de disfrutar juntas el día, ir a algún restorán lejos del barrio, quizás a la costa, tenderse en la arena de Algarrobo Norte.

─Debes venderlo a buen precio. Es un trabajo arduo, el sudor de horas ─le advierte la madre, pensando en el mantel. Observa el reflejo del sol en los cabellos de Emilia, quisiera acariciarlos, detiene el ademán.

─No lo venderé, mamá. Es un regalo.

─¿Regalo? ¿Estás loca? Es bellísimo, puedes…

─Hoy es su cumpleaños ─dice la joven sin nombrarla, limpia sus labios en la servilleta que aún mantiene su nombre bordado, el diminutivo con que la nombraba la madre.

─¡No! ¡A ella no, por favor! ─vocifera Blanca. Maldice el ru-mor que entró una tarde en su casa y todo se hizo trizas en rededor.

Emilia no responde, se levanta y dirige a la sala de costura, dobla el mantel, lo guarda en la bolsa de regalo que había comprado anteriormente, también la tarjeta con el mensaje íntimo, lo gozarán juntas más tarde. Cuando vuelve al comedor descubre los rostros de las vecinas asomados en la ventana.

─Se los dije cuando fui a comprar el pan ─explica la madre─. Incluso se los mostré para que reconocieran la belleza del trabajo. Se arrepentirán de haberte echado del taller de costura, ya lo verás, querida. Hace un rato llamó la mujer del juez, ofrece $ 200.000.- si le agregas doce servilletas. Alguien le llevó la noticia.

─No está a la venta ─porfía contrariada la joven. Abre la puerta, cruza resuelta entre las mujeres, quienes le abren paso como el Mar Rojo al pueblo de Israel.

─Emilia… ─ruega la madre, pero la joven desaparece tras la puerta de la casa de enfrente. Escucha sus risas. Imagina el abrazo.

Crece un murmullo ronco en el grupo de mujeres, Blanca las oye como un enjambre de abejas y asustada del posible aguijón se refugia en su casa. Cierra la puerta de golpe, se apoya en ella, se desliza lentamente hasta quedar sentada en el piso. Se tapa la cara con las manos y llora.

El Boquete

Es extraño, de pronto abro los ojos y me descubro en este lugar que desconozco, ni siquiera sé hace cuánto estoy aquí. Diviso una luz en un orificio y cuando penetra se abre como la esperanza del náufrago que imagina divisar un barco en el horizonte; sin embargo, no es suficiente la mayor parte del lugar donde me hallo permanece en tinieblas. Voces en sordina vienen del lado de la luz, aquí conmigo no hay nadie más. Grito, al menos creo hacerlo, pero no escucho mi bramido, como si en lugar de salir se cobijara dentro de mí como niño asustado. Nadie acude, a pesar que por un instante me pareció que quienes susurraban habían callado. Vana ilusión, mi imaginación se ha desbocado como el mar embravecido del tsunami.

Alguien llega al otro lado de la luz, trae consigo fragancia de azahares, de seguro estuvo bajo el naranjo e hizo el amor con alguna chica del barrio, décadas atrás también yo disfruté de esos encuentros con algún muchacho que venía de visita al terminar la tarde; oigo los pasos del recién llegado avanzar firmes en la madera del piso, el saludo de los demás y una voz autoritaria que hace callar.

Marcela Royo Lira

Música… María Callas canta el Ave María, gracias a Dios nadie la silencia. Quiero ir hacia el resplandor en la rendija, ese pequeño sol que rompe la noche en que estoy, sentarme junto a los otros y con los ojos cerrados dejarme llevar por la voz de la soprano, como hacía antes de estarme aquí encerrada sin poder ir a ninguna parte. ¿Qué mal hice para este castigo? ¿Lo es? Me parece que hasta ayer disfrutaba de la claridad que asoma detrás de la cordillera cada amanecer y de las primeras sombras al final de la jornada, cuando el silencio comienza a adueñarse del vecindario y un soplo de esperanza pareciera recorrer las calles.

Como abejas en una colmena la letanía llega desde el otro lado, una mujer conduce, los demás le siguen, no sé por qué me da risa, esta risa tonta que ha sido mi compañera en los momentos más inoportunos. Sin embargo, mis facciones rígidas no dibujan la sonrisa que conquistaba a los hombres que me amaron.

Las voces callan, un hombre carraspea, dos niños piden permiso para salir, dicen no soportar el olor de la esperma que hace dibujos como estalactitas sobre la mesa, a incienso y el de las flores muertas a medida que pasan las horas.

Quiero llegar a la luz, mirar a los otros por el agujero, entender por qué no estoy con ellos, la razón de mi aislamiento en esta negrura gélida. De mi soledad.

Un aroma a rosas y madreselva entra hasta donde estoy, de seguro abrieron el ventanal hacia el jardín ¿podré oír entonces la zalagarda de los gorriones y al mirlo que anidó en la acacia?

Cuiden que Minino no los aceche, imploro sin voz.

Silencio ¿dónde se fueron todos? ¿Qué hora será? ¿De qué día? ¡Dios!

La luz en el portillo es más débil, como si alguien hubiese bajado su fuerza o se hallara más lejos. Alguien viene, son pisadas livianas de un niño, arrastra una silla, intuyo que se encamara en ella, oigo sus manitas moverse arrastrándose sobre mí sin tocarme, una sábana de madera nos separa. Intento acercar mi rostro al orificio, sólo basta ladear levemente la cabeza, de algún modo inexplicable logro poner mi pupila en el agujero… ¡el niño desde el otro lado puso la suya también, me mira! de seguro el otro ojo lo mantiene cerrado a fin de darle más fuerza a este único. Por alguna circunstancia tenía conocimiento de este orificio, quizás lo descubrió en su hora de aburrimiento mientras los demás rezaban. Nuestras miradas, a través de un único ojo se cruzan, risueña la suya, con toda la fogosidad de la vida… ¿la mía? se apagó quién sabe hace cuántas horas.

El Colibr

No nos dimos cuenta en qué momento mamá se fue alejando de nosotros, al comienzo lo tomábamos a broma, esos pequeños olvidos que aparentemente a nadie importaban. Sólo que de pronto ella dejó de pertenecernos y ninguno pudo ya nombrarla “madre” sin que lo mirara como a un extraño. Fue como un latigazo a nuestra historia, una existencia compartida olvidada en los recovecos de la memoria. Soy testaruda, no me doblego fácilmente a los caprichos del destino.

Las sombras se desvanecen, poco a poco la mañana crece en derredor, una brisa fría picotea la piel, el rocío humedece nuestros cabellos. Ni a ella ni a mí importa. Estamos en la terraza, sentadas una al lado de la otra, “señora” me dice, ni hija ni Marcela, convertida en una extraña que la cuida, baña y le hace preguntas, la invita a retornar a otras épocas, obligándola a recordar veraneos y vivencias de colegio, adivinanzas que decíamos junto a la chimenea durante el invierno y los libros que leímos y comentábamos en la sobremesa de los días domingos. Solo que mi madre tiene una historia distinta para contarme y en ella ni mis hermanos y yo existimos. Mira, un colibrí en los rosales, le digo, señalándoselo con el dedo. Es el alma de mi niño muerto, dice; siempre viene a verme. No es cierto, nunca se te murió un hijo, quiero decirle, fuimos cuatro y estamos todos vivos, madre, déjanos abrazarte. Pero guardo silencio en la esperanza que algún día abra la puerta del rincón de su memoria donde nos tiene escondidos.

Hay momentos en que la entretenida historia que cuenta mamá la hago mía, quiero abrazar al hermano que no tuvo y pudo

Marcela Royo Lira

ser mi tío, un familiar que recorrió mares y visitó tierras lejanas, conoció a la reina Isabel y luchó en la segunda guerra. Ay de mí, bajo sus ojos vigilantes, hube de buscar, en cajones y baúles, la cruz que el mismo rey le entregara. Disfruté la descripción que hizo de la ceremonia, tan vívida que por segundos pensé que fue cierto y ella estuvo allí, como invitada especial. ¿Señora, qué anota tanto en ese cuaderno? pregunta intrigada. Historias, ideas, frases, repuse. ¿Usted es escritora? Y antes de yo buscar una respuesta, agregó: mi hija menor, Marcela, es narradora ¿la conoce usted? Es cuentista… Me paralicé, no supe si reír o llorar, si abrazarla y reconocerme delante de ella… Me recuerdas, madre, dije jubilosa pero el colibrí estaba de vuelta y ella había perdido interés en nuestra conversación.

Sucedió una tarde, la lluvia en el zinc nos mantenía en una nebulosa donde los ruidos de la calle no podían entrar. La voz de mi madre quebró el silencio: Marcelita, mátame. No hice caso, no quise, imposible… Marcelita, hija, mátame, insistió. Cuando giré había tanto dolor en su mirada… No puedo, mamá. Pudiste pedirme cualquier cosa durante todos estos años, pero esto no, nunca. Luego, al cabo de unos segundos, volvió a encerrarse en ese mundo que se había inventado. Pero había descubierto que siempre, en algún rincón de su memoria, ella supo quién era yo. Lo comprobé meses después, la noche en que murió, cuando quise llamar a mis hermanos que esperaban en el living ser invitados a entrar al dormitorio, su mano huesuda retuvo la mía, dijo: Antes abrázame, abrázame fuerte, hija.

Los de la funeraria llegarían temprano al día siguiente, decidimos irnos a descansar, mamá había muerto en mi habitación, en mi cama, sin que ninguno sospechara fui y me acosté con ella, será la última vez que durmamos juntas, le dije y me dormí.

El colibrí continúa visitando los rosales de mi jardín.

El Grifo

Me crucé con él una tarde. Al principio creí que hablaba conmigo, le miré tratando de entender lo que decía, pero lo suyo era un monólogo. No supe con quién estaba furioso ni qué le había hecho “ese otro”, cuántos garabatos escupió en el rato en que lo tuve cerca. Hasta gesticuló con el puño en alto. Tuve miedo, pensé que de pronto, en su locura, volcaría en mí su furia. Todos en el barrio lo conocíamos. Le apodaban el Grifo, porque en los veranos abría los grifos del sector para que los niños disfrutaran bañándose en el chorro de agua.

Ese día hacía calor. La brisa de enero, que se deja caer a la hora de la siesta, no asomó. Ni un alma en las calles, sólo él y yo. Caminamos juntos las cuatro cuadras hasta el paradero, por un segundo, simulé quedarme atrás, el Grifo se detuvo, esperándome.

Llegó el microbús, subió conmigo y se deslizó sin pagar pasaje. Temí que el chofer lo hiciera bajar, hasta pensé pagarle, el hombre cerró la puerta e hizo partir el vehículo. El muchacho siguió con sus groserías, noté la incomodidad de los escasos pasajeros, se refugiaron en lo que aparentemente ocurría en las calles, pero nada especial pasaba afuera. Los hechos sucedían dentro del bus.

Llegué a mi destino, toqué el timbre y bajé. El Grifo bajó conmigo.

Ese día iba al dentista por un dolor de muelas, no sé qué me dio, quizás visualicé la excusa para no llegar a tiempo al consultorio. El asunto es que lo invité a una cerveza helada. “Cerveza, cómo se le ocurre compadre. Me la prohibió el médico. Pero, si es tan amable tomaría una coca cola bien fría” y sonrió. Media hora después, me preguntaba qué hacía yo con un tipo como ese bebiendo un refresco a las tres y media de la tarde, de ese lunes de enero.

Reconozco que la conversación fue interesante. Emitía, eso sí, un ruido desagradable al llevarse la botella a la boca, chupaba del gollete y tragaba; a esa hora no había nadie en el boliche y no importó. Además, el dueño, un japonés corpulento, dormía siesta con la cabeza entre los brazos, apoyado en el mesón. De pronto, el Grifo se puso de pie y golpeó con un mazo gigante el gong que había a la entrada del local. El samurái despertó sobresaltado y a empujones e improperios nos echó a la calle.

Después de eso me despedí del Grifo, sin sacarme la muela.

Cuando conté lo ocurrido en casa mi tío dijo que era un muchacho inofensivo, que había sufrido un trauma muy grande cuando niño. Sucedió once años atrás. El Grifo tenía nueve. En ese tiempo vivía en Peñalolén, a orillas del Canal San Carlos, en una media agua. La madre hacía aseo en casas del barrio alto, al otro lado de la ciudad. Los siete niños quedaban solos durante el día, a cargo de la mayor de apenas trece años. Esa mañana, uno de los hermanos menores tiró al canal la pelota de fútbol del Grifo. Se la habían enviado de regalo los patrones de su madre cuando supieron que había sido seleccionado para formar parte del plantel del municipio. Tío Eugenio dijo que era una promesa y que el Colo Colo le tenía echado el ojo. Los niños se quedaron mirando cómo el agua se llevaba el balón. En un arranque desesperado el Grifo gritó: ¡anda a buscarla, huevón! y empujó al hermano.

Nunca encontraron el cuerpo del niño. Las aguas del canal son peligrosas.

De vez en cuando diviso al Grifo. Camina por Avenida La Aguada escupiendo improperios. Suelo invitarlo a tomarse una coca cola y conversamos. No es mal tipo, sabe de gasfitería, los vecinos acuden a él cuando tienen algún problema de cañerías. No hace mucho me pidió le escribiera una carta a su madre. Quiere saber si lo perdonó. De eso hace un mes y no hay respuesta. “Tal vez ya no vive en Peñalolén”, digo, excusándola. Entonces, se agarra el pelo y se lo tironea hasta hacerse daño.

Cuando logro que se calme, ruega que lo acompañe a verla. ”Usted es educado, sabe expresarse. Ella lo escuchará”, insiste.

“Está bien, Jonathan. Uno de estos días, prometo”. Merece el abrazo de su madre, espera el gesto hace mucho.

Un lunes, a media tarde, tomamos locomoción hacia el antiguo barrio del Grifo, en los faldeos de la cordillera. Tuvimos que hacer trasbordo en Irarrázaval. Demoramos hora y media en llegar. Al loco se le ocurrió ponerse a cantar y cobrarle a los pasajeros. Se sentó a mi lado y me entregó las monedas. “Para el pasaje, jefe”, dijo. Rojo de vergüenza, repuse que las guardara para cigarrillos.

Estaba nublado y hacía frío. Aseguró que no iba a llover. “No me duele el hueso de la pierna que me quebré”, dijo. Al salir había tomado dos casacas. “Gracias, compadre. Pero me gusta más la otra”, repuso cuando le ofrecí una de ellas. Se quedó con la nueva, la había comprado tres días atrás.

Quedamos en pana. Faltaban como veinte cuadras para Plaza Egaña. Tuvimos que esperar el bus que venía atrás. Tardó media hora. El Grifo compró dos helados de agua, pese al frío. Lo lengüeteó como cabro chico. Traté de apurar el mío, lo mordía, tragaba pedazos grandes. “Saboréelo, compadre”, me advirtió. Nos subimos a un vehículo lleno de gente, hartos escolares y sus mochilas, mamás con niños. Los colegios habían terminado la jornada. Todo el mundo iba de mal humor, ni hablar del chofer. El Grifo se puso a discutir con unos muchachos, lo zarandeé de la manga, le dije que se calmara. Los estudiantes se corrieron para atrás.

Pasado el Puente Arrieta nos bajamos. El Grifo se desorientó. Había cambiado su paisaje, construcciones nuevas, recintos cerrados. No se acordaba del nombre de la calle. “Antes tenían números”, alegó. Quería ir a la orilla del canal, pero no le tuve confianza. Caminamos.

─¡Jonathan! ─llamó una mujer desde la entrada de un almacén.

─¡Madrina! ─respondió él. Se abrazaron largo rato.

“Tu mamá hace como cinco años que se fue” “Antes que construyeran el condominio” “No, no sé donde vive” “No se despidió de nadie” “Sólo el Juanjo vivía con ella” “Los demás niños se fueron yendo primero”, iba explicando la mujer a medida que el Grifo preguntaba. Comencé a preocuparme. No sabía cómo podría reaccionar. “Necesito ayuda, Jonathan” “Los sacos de papas y del azúcar pesan” “Estoy vieja” “¿Por qué no te quedas? “¿El Tito?” “Murió. Poco después de que te fuiste”

Marcela Royo Lira

“Ninguno de tus hermanos quiso vivir conmigo” “Pasaron harta hambre cuando tu mamá quedó sin trabajo de la noche a la mañana” “El Rafa y el Lucho salían a robar” “Dicen que el mayor de tus hermanos está preso en San Miguel”.

Increíble cómo la mujer iba contando los sucesos uno tras otro sin detenerse. Y de este modo, tan propio de la gente pobre en mi país que acogen en un santiamén a otro en la casa, lo invitó a vivir con ella.

Han pasado los años. A veces, cuando veo un grifo, pienso en Jonathan. Y me dan deseos de verlo y tomarnos una coca cola bien helada.

El Hombre De Los Doce Perros

Nadie sabe cuándo ni cómo comenzó a formar parte del paisaje del barrio. Un desconocido andrajoso y maloliente, su compañera inseparable la caja de vino tinto barato. Los vecinos sentimos el deber de turnarnos y darle un plato de comida caliente aunque fuese una vez al día, no se fuera a morir en la vereda frente a nuestras casas. En días de lluvia pedía unas monedas y buscaba refugio en el Hogar de Cristo, entonces lo veíamos volver recién bañado y con los cabellos peinados al estilo Carlos Gardel. Pero el trago no lo abandonaba.

Su cariño por los perros era impresionante, llegó a tener una docena. Los recogía de la calle y les daba de comer del mismo plato que uno de nosotros le había llevado. Cuando los consideraba en condiciones de independizarse él mismo les buscaba dueño, alguien que le diese la confianza que cuidaría del animalito. Cuando se iba a la hospedería, con el beneplácito del suplementero, los dejaba con llave en el quiosco de diarios de la esquina. Muchas veces lo vi privarse de comida para dársela a los canes. También alguna prenda de ropa que le regalábamos.

─Oye ─me dijo una noche de invierno mi marido─. Esta mañana, un perro grandote vestía mi suéter beige, ese que me tejió mi madre el mes pasado.

─Lo sé ─repuse sin dejar de pelar papas para la cazuela─. Luce bien con su pelaje castaño ¿no crees?

En venganza, dos días después, divisé a una perrita mestiza con el chaleco azul que él mismo me había regalado para mi cumpleaños. Cuando le hice el comentario a Walt (ese es el nombre con que se presentó el mendigo) rio a carcajadas. Quiso devolverme las prendas, confesó sentirse culpable de una pelea conyugal. Le dije que no, que en verdad lucían mejor en los perros. Se mostraba orgulloso de su nombre. Al principio pensé que se debía a Walt Disney. Pero no. Contó que su madre de jovencita había sido recitadora, el alcalde la solicitaba en todos los eventos del pueblo y que Carlos Ibáñez del Campo quedó prendado de su voz la vez que estuvo en Taltal inaugurando la escuelita pública. Era una enamorada de los poemas de Walt Whitman, explicó, recitándome orgulloso un par de ellos. Le confesé que yo era narradora y le leí uno de mis cuentos. Me sorprendió su capacidad de síntesis, la crítica literaria que les hizo, supe que no era un pobre diablo, había estudiado literatura en la universidad del norte, pero su afición al trago le impidió terminar la carrera. Tomamos la costumbre de reunirnos en la plaza a conversar y leer el suplemento Artes y Letras, luego, comentábamos un texto que a los dos nos interesara. Fue una de esas veces que me habló de su deuda con Santa Teresita y cómo por una u otra razón le era imposible cumplir. Había surgido porque gracias a la Santa sanó y no fue operado de urgencia. Me dijo también de lo que le sucedía: cuando menos lo sospechaba un billete de mil pesos caía en sus manos, entonces se acordaba de la deuda y partía a comprar velas, pero en el camino algo lo desviaba y vuelta a no cumplir otra vez. No le creí, es más incrédula reí a carcajadas. Se puso furioso, confesó no tolerar a los escépticos, que la fe era lo único que hacía soportable su existencia, gracias a ella salvó con vida en un accidente en las minas de Lota, donde murió la mayoría de sus compañeros. Nos quedamos callados, mirándonos largo rato, él severo, yo agnóstica. Hasta que se puso de pie y sin despedirse me dejó sola, ni siquiera los perros se acercaron como acostumbraban para que les diese una palmada suave en la cabeza.

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