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Marcela Royo Lira

El paisaje, los pájaros, la luna, el sol, las estrellas, los árboles, el agua, las flores, la lluvia, el barrio que la circunda, vecinos, amigos y gente conocida, son el mundo real de la escritora que en dulce simbiósis con su mundo onírico constituyen un discurso efectivo y, a la vez, vehículo de hondo y sincero compromiso escritural; porque el arte de escribir —y todo arte en general— tiene la sagrada misión de comunicar, entretener, enseñar, conmover las fibras íntimas del lector.

En un estilo fluido, provista de un bagaje de frases que matizan como perlitas estas narraciones. Página 18: «un silencio perdido en las sombras que comienzan a teñir de gris la tarde». Son los adornos que hacen grata la lectura. Cuentos llenos de misterio y fantasía, a veces muy formales; a ratos, irreverentes; otras, desbordantes de sano humor. De improviso, deja flotando alguna información, a modo de tarea, para que el lector continúe pensando en aquel detalle y mediante este subterfugio logra proyectar su cuento más allá. A veces no se resiste y se arriesga en dejar un mensaje, como la frase final del cuento «Bosque sureño».

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Este libro resulta ser un soplo de aire refrescante dentro de los afanes literarios habituales, una armonía que escapa de sus páginas y vuela a llenar el alma de maravillas, porque llega en la vida el instante cuando es imprescindible hacer un balance general, ganarle tiempo al tiempo «Cosechando olvidos», fórmula mágica para demorar el punto final inevitable.

Ricardo García Escritor

Antes Que Aclare

El timbre quiebra la quietud de la noche. Son las tres de la mañana. Daniel intuye quién es. No puede ser otro, sólo “’él” tendría ese atrevimiento. Un sudor frío lo baña, se mueve inquieto sin decidir levantarse y abrir la puerta. Se conocieron hace tres años en el Pub Vox Populi, precisamente a esta misma hora, lo que la convirtió, de alguna manera, en significativa para ambos. Llovía. Ambos estaban solos y mientras miraba hacia la calle Sergio se le había acercado con dos vasos de whisky. Se queda quieto, boca arriba en la cama. Los ojos abiertos en la oscuridad. Al acecho. Otro timbrazo. ¡Mierda! gira la mirada hacia su mujer quien parece no haber escuchado el timbre. Se levanta procurando no despertarla, en puntillas, casi sin respirar. Es la señal acordada, el intervalo entre los dos timbrazos. Masculla improperios camino a la puerta, sin encender luces, procurando no tropezar en los muebles. Permanece un segundo inmóvil observando la madera, el cerrojo y el seguro, como si esperara el milagro de no tener que hacer lo que no debe. Titubea. No tiene escapatoria. Abre.

Frente a él, borracho, con el rostro abotagado por alguna droga, está Sergio, la persona que menos querría estuviese allí. Piensa en Elvira durmiendo metros atrás. No obstante, a sabiendas de su error, se hace a un lado y lo invita a pasar. La visita entra a trastabillones, se deja caer en el sofá.

─Whisky, sin hielo ─exige.

─Ssssh, ella duerme. Es tarde. Debes irte.

─Déjate de tonterías. Tengo sed.

─Ya bebiste demasiado. Elvira es una buena mujer. No merece que…

─No me digas que ella todavía no… ¡Bah! Siempre fuiste un cobarde.

─Se lo dije cuando decidimos vivir juntos ─responde Daniel enrabiado, recuerda lo difícil que fue dar el paso, reconocerlo ante ella, su propio sudor, inhibido, buscando las palabras.

Marcela Royo Lira

─No te creo, no estaría aquí contigo. Dame un whisky. Es lo mínimo que puedes hacer ¿no? Te marchaste sin una excusa ─insiste Sergio. Da un rápido vistazo al salón. Se emociona al ver en la pared su pintura de una naturaleza muerta. Se la había obsequiado cuando ganó el concurso municipal, hace ya un año. Lo celebraron con una cena íntima. Sin invitados.

─Estás borracho ─masculla el dueño de casa─. Sergio entiéndelo, no podíamos seguir ─se rasca la cabeza en un gesto de impaciencia─. Fue difícil tomar la decisión. Luego, conocí a Elvira.

─Brindemos. Por los viejos tiempos, amigo ─porfía el visitante. Y hace ademán de dirigirse al bar en un rincón de la sala, pero le fallan las fuerzas.

─Sergio, entiende. Elvira y yo tenemos proyectos.

─Estoy inmensamente solo, Daniel. No imaginas cómo han sido todos estos meses. Perdí el trabajo, mis hermanos me rechazan. Mis padres… ─estalla en llanto.

Daniel había decidido mantenerse firme. Imaginó muchas veces el posible reencuentro, sin embargo, contra todo lo proyectado y las promesas, se acerca a Sergio. Nota la fragilidad de ese cuerpo en sus brazos. Se deja arrastrar por el momento, por algo que creyó muerto.

Comienza a clarear. Se escucha el motor de vehículos en las casas vecinas, el paso apresurado de un transeúnte, a lo lejos la bocina de un autobús. Dentro, la claridad tarda. Daniel lanza un suspiro. Se endereza alejándose de su amigo. Cansado, sudoroso, apoya la espalda contra el respaldo del sofá. Alza la vista.

En el umbral está Elvira.

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