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Transeúnte

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Viernes Híbrido

Viernes Híbrido

Este relato también contiene palabras algo densas. Su lectura no es recomendable para mentes vulnerables.

La historia que voy a narrar, la escuché de labios de una anciana que estuvo encerrada en aquella prisión por varios años.

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Era la una de la mañana del tercer domingo de febrero. Las luces del pasillo seguían encendidas. La guardia jamás las apagaba. Sofía, la joven sordomuda —la de los ojos negros— , no había podido pegar sus párpados para dormir, o por lo menos para creer que al fin, encubierta entre la cápsula del frío de Alaska, iba a lograr burlar la realidad; su realidad. Sentía ácido el aliento. Llevaba quince días confinada en ese lugar, una mole de espeso ladrillo construida en la zona occidental de la ciudad de Anchorage, quince días sin poder conciliar el sueño, quince días sin conseguir sacudirse el remordimiento, los fantasmas y las pesadillas. Se revolvió a uno y otro lado del catre que le servía de cama. Terminó nuevamente boca arriba.

Miró hacia las manchas de humedad que graficaban un collage amarillento sobre el cielo raso de la celda, y que parecían enormes charcos de orina humana que persistían en proyectarse como rostros de humanos retenidos en la entelequia o como perfiles de demonios aprehendidos entre las insondables cicatrices de la argamasa. Enfocó la lente de sus ojos hacia afuera, hacia el vacío de los corredores. Las otras reclusas dormían, suspendidas sus almas en lo profundo de las 53

sinuosidades de la omisión. Tal vez ya se habían acostumbrado a todo. La costumbre suele procrear el sueño que ayuda a olvidar la mayor parte de las culpas y que apacigua el espíritu, aunque posiblemente sólo a medias.

Su mano derecha se posó sobre la tridimensional convexa que le estaba creciendo alrededor del ombligo. Cuatro meses de embarazo. Dos lagrimones espesos le nublaron la mirada. El reflejo de las luces del pasillo titiló entre las perlas de sal que escaparon de sus ojos almendrados.

«¿Por qué tengo que aguantar estos putos candiles jodiendo entre mi llanto?», reflexionó, y apretó un poco más su vientre. «¡Algún día, bebé, nos iremos de este estiércol de pocilga! ¡No más cachiporrazos! ¡No más empellones que perturben el proceso de mandar los recuerdos a la mierda! ¡No más luces atormentando el llanto de mamá ni más guardias homosexuales o zorras lesbianas acechando detrás del olor de los orines de Sofía! ¡Algún día, bebé, esta Sofía se escapará a su manera y te llevará con ella o, antes de quebrarse, te regalará a alguna extranjera estéril, emperifollada, pero llena de muchos millones! ¡Algún día serás el dueño de una vida holgada!»

Supo que definitivamente no había logrado conciliar el sueño en lo que había corrido de la noche y que no lograría conciliarlo hacia la madrugada del día que irrumpía en la oscura línea de su destino. Sacó entonces el cuerpo por el borde del catre. Dejó que su cabeza rapada colgase hacia el baldosín. De no haberle sido talado a ras el primer día de reclusión, su cabello —antes largo, ondulado, negro y hermoso— habría alcanzado en ese instante la piel del suelo. Se volteó sobre sus caderas. Empezó a observar las sombras que reptaban por 54

Descubrió entonces que había una araña sombría, allí, al pie de sus zapatillas de lona, quietita sobre el baldosín, cual si ella sí pudiese dormir. «No recuerdo quién me dijo alguna vez, sus pupilas se dilataron y enfocaron los ojos del arácnido, que las estúpidas arañas calman su sed con las lágrimas de las mujeres que han matado a un hombre. Ésta se ve tan asquerosa, tan espeluznante, como el barniz de un féretro. En cierta forma se parece a mí, a mi cabeza raída, a mi callada boca, ¡tal vez también a mi jodida alma de puta! ¡Sólo le hace falta un par de ojos negros inyectados en sangre y llanto para que sea el mamarracho que de mí pueda yo enviarle de regalo a la juez maldita que me encerró en este perro meandro!».

Se abandonó por un buen rato en esa posición. Se obligó a pensar en algo diferente, en cómo sería su bebé y, sin darse cuenta, se quedó dormida; simplemente así.

Tuvo un sueño extraño, pero hermoso y lúcido: El cometa Leónidas —astro errante evadido del púlsar central de La Constelación del Príamo— apareció ante sus ojos. Vagaba mucho más allá del vecindario de la atmósfera terrestre. Se veía como una bola de núcleo escarlata con bordes de color azul celeste, como un nómada que había estado alejándose del estallido del big-bang desde cientos de siglos atrás. Su cola, que se extendía por miles de kilómetros hacia el abismo opuesto que se abría frente al sol, semejaba una flamante cabellera, una medusa sideral de matiz índigo. El alma de Sofía se estremeció. Hacia el trazo final de los minutos, Leónidas se aproximó a La Tierra. Sobrevoló la Antártida, muy por encima de la atmósfera. De su melena se desprendieron cientos de meteoritos diminutos, celulares, tal vez mucho menos que eso —quizás sólo 55

neutrinos—, atraídos hacia el radio de gravedad del planeta. Sin perturbarse por el material cedido, el astro errante continuó su demente travesía y, en tanto se seguía alejando para ir a visitar otra galaxia, su apéndice de celentéreo se agitó entre una ráfaga de viento solar de añil.

A través de las pupilas de su etéreo la joven había seguido todo el evento cósmico de cerca, en particular la caída de los minúsculos bólidos. Al hacer ellos contacto con el rostro de la atmósfera del Polo Norte, el universo aledaño había explotado sin hacer ruido y se había abierto en cientos de luces que se esparcieron hacia el vecindario como menudas estrellas de fuegos artificiales. Esta maravilla estelar hizo que Sofía recordase una diapositiva fugaz pero feliz de una noche de Navidad de su niñez. Llena entonces de infantil curiosidad, su mente flotó hasta la exosfera sólo para descubrir que ninguno de los neutrinos había sobrevivido, excepto uno. Lo vio venir lentamente, tranquilamente, rezagado. Lo observó detenidamente. Tenía su cuerpecillo el color de la cabellera de la medusa del cometa. Tenía además una forma precisa, excluyente, la de un vacío y transparente reloj de arena. En unos segundos más, lo advirtió cruzar un zaguán que la estratosfera había dejado abierto en el ápice del eje septentrionaldel globo terráqueo.

Cinco de la mañana. Una sirena despertó a todo el mundo en el penal de Anchorage, excepto a Sofía. A ella la despertaba solamente el carillón mental de la conciencia. Pero despertó. Las internas contaban solamente con unos minutos para hacer la cama y ducharse. Había que correr hacia las regaderas, las cuales quedaban más allá del corredor tras un cubículo de luces mortecinas esparcidas a lo largo de la galería

del centro de los orinales. La joven se sentía ajena, ausente y pesada. No obstante, el agua yerta terminó por despertarla. Se vistió su ropa de domingo, nada elegante. Se puso encima la blusa de dotación de color de mandarina. Recordó su sueño. Refrenó las lágrimas. Vino enseguida la misa, esa repetición de palabras —para Sofía, pantomimas— almacenadas en la sombra de una religión sin esperanza. Luego un caldo con trozos de molo de papa y una rebanadade pan tieso.

Del comedor había que encaminarse sin demora hacia los puntos de trabajo. Eran oficios de rigor. No exceptuaban a nadie. Algunos de ellos estaban modestamente remunerados — labores de rancho y cocina, talleres de costura y zapatería, mantenimiento de la biblioteca— , pero eran asignados solamente a las internas que más tiempo llevaban en la prisión y que corrían con la suerte de obtenerlos, o a las que sobresalían gracias a su servil disciplina o a su amistad con las sobornables de la guardia. A la sordomuda —la de los ojos negros— le correspondía barrer, trapear y lustrar los corredores del ala izquierda de la cárcel. No había remuneración alguna, pero para allá sedirigió.

«Tal vez, sólo la puta muerte lo olvida todo», pensó.

Se dedicó a sacarle brillo a la penumbra de los pisos, en tanto se rascaba una y otra vez el domo de su vientre.

«Al fin y al cabo, no era para tanto, bebé. No era para que vinieses tan pronto. El imbécil de tu padre y yo sólo buscábamos follar y divertirnos. Pero parece que la locura del vicio no perdona. Perdimos la cordura. Yo sólo quería experimentar con el sexo un poco, con la perica, con el baile, con ese demente celoso que te engendró, o con cualquiera. Y

mira, bebé, a dónde hemos venido a parar. ¡Pero eso ya qué importa! ¡Más bien, te voy a contar el sueño que tuve esta madrugada! ¿Quieres que te cuente el sueño que tuve esta madrugada? »

Este monólogo virtual se hubiese podido convertir en un disco de acetato real en su cerebro, si no hubiese sido porque en ese momento vio venir hacia ella a una de las oficiales de la guardia, embutida en un caqui grueso de color miel.

— ¡Tienes visita!

Por supuesto que Sofía no escuchó. No obstante, desglosó el mensaje sin problema, gracias a la parafernalia del amplio ademán que, frente a sus ojos, codificó la militante rubia. Se sacudió. Su madre la había visitado el sábado de la semana anterior y, también a punta de gesticulaciones, le había advertido que no volvería porque ya había gastado todos los ahorros que tenía y porque le era imposible pensar en regresar. Su padre no podía ser tampoco, porque hacía años había muerto en un accidente de aviación. Y él, el que fuera su compañero de demencia —el padre de su bebé—, sí que menos podía ser porque también estaba muerto; y bien muerto. Ella lo había degollado una noche, mientras el hombre dormía la más violenta de sus borracheras. ¿Por qué? No era bueno recordar. No quiso hacerlo. Ya nada cambiaría con detenerse a pensar en el porqué. Pero tenía una visita y tenía que ser un caballero. La fiscalía de Anchorage había dispuesto los domingos para que las internas accediesen a la visita de sus varones, de sólo los varones.

Se encogió de hombros. Metió su mano en la escarcela de la blusa de dotación. Extrajo de allí un peine. ¡Se lo pasó por

— ¡Qué mierda te estás peinando, pelona preciosa!

Se dirigieron hacia uno de los dos patios de máxima seguridad que tenía la prisión. Lo atravesaron. Se detuvieron cerca del muro.

— Espera aquí muñeca, sin moverte, cual si fueses un pollo de nevera. ¿Entendido? —La oficial volvió a reír a carcajadas. Se alejó de prisa.

Sofía reclinó su espalda contra la fría piel del muro. Un instante después vio venir hacia ella un hombre alto y pálido que vestía un traje extraño de color azul plomizo. Tenía cabello corto y brillantes canas. Sus ojos grises la miraban con respeto en tanto se le acercaba y se detenía frente a ella. Por un instante reptante, se habría podido escuchar el ulular de la sirena de una ambulancia que devoró la calle al otro lado del penal. Pero todo para la joven sonó exclusivamente en los auriculares de su sesera.

— Mi nombre es Leónidas— Extendió el visitante la mano

para saludarla.

Sofía sintió que sus pies tanteaban un abismo inexistente bajo el suelo al notar que, sobre la palma de la mano, él ostentaba una litografía de color púrpura que bosquejaba muy nítida la línea de un vacío y transparente reloj de arena, del mismo reloj de arena del aerolito de su sueño de la madrugada.

« ¡La cabellera del cometa!», pensó. Se zarandeó su ser. Creyó percibir que aquel abismo, el que hacía un par de segundos su visión había olfateado, sí existía, y que le empezaba a succionar la razón.

« ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? »

— No te asustes —La tomó él de la mano—. Haz de cuenta que sigues soñando.

« ¿Que haga de cuenta que sigo soñando? ¿Usted cree que eso es fácil para mí? Para mí ya nada es fácil. Más bien, debo pensar que estoy perdiendo la razón».

— No. No estás perdiendo la razón. Mírame a los ojos. No me temas. Al igual que aquel cometa que soñaste, yo tan sólo soy un transeúnte en el viaje del universo. Pronto no volverás a verme nunca más. « Entonces, ¿a qué carajos ha venido?» — A hablar contigo. « ¿Y por qué conmigo? ¿Por qué habría de venir usted a visitarme precisamente a mí?». Una tenue llovizna comenzó a filtrarse por entre el vacío que delineaban los muros más altos del patio de la prisión. — Por tu hijo. « ¿Qué? » — He venido a consagrar a tu hijo, ése que llevas en tu

vientre.

« ¿A consagrar a mi hijo? ¿Qué maricada es ésa? ¿Qué tiene que ver mi hijo con usted? ¿Acaso es usted el fantasma del celoso imbécil de su padre?

— De ninguna manera, Sofía. Los fantasmas ya te perdonaron. No son imbéciles, y ya no están más a tu alrededor. Sólo he venido a pedirte que no obsequies al niño, que no sigas pensando en quitarte la vida y, menos aún, en quitársela a él.

Cuando nazca, alguien intercederá por ti. Lograrás tu libertad. Debes de saber que ese niño no será cualquier chiquillo. Su destino ha sido escrito de antemano. Lo verás crecer lleno de valiosas inquietudes y, cuando sea un hombre, lo verás luchar por el cambio radical de los errores de la humanidad. Será un enviado. Será además el adalid de la última batalla que se ha de generar por la conservación de las especies más vulnerables del planeta: los delfines, las aves, los corales. Eso te llevará a entender tus propios errores y serás perdonada. Ahora que ya lo sabes, puedes volver a dormir y a soñar.

Sofía experimentó a continuación el vértigo que precede al desmayo que es causado en la médula cerebral por la convergencia de esas emociones que están aparentemente desconectadas entre sí. Temió perder el nexo de la mente con el cuerpo. Sintió que le faltaba el aire, que sus sentidos se extraviaban. Se empezó a desgonzar, desde el vínculo de la cintura con el tronco hasta la piel desnuda del estuche de su cráneo. Leónidas la logró asir antes de que se golpease la cabeza contra el suelo de piedra. La acomodó a un lado de los minúsculos guijarros que poblaban la superficie del patio. Se arrodilló, muy junto a ella. Le descubrió el domo del abdomen. Luego abrió los dedos de su mano derecha lentamente. Una luz única, nívea, transparente, parpadeó sobre el vacío y se proyectó hacia el embrión. Sin causar daño alguno, la figura de un cristalino y vacío reloj de arena traspasó la tela de la blusa de color de mandarina y prosiguió más allá de la convexa línea del vientre de la reclusa sordomuda, en busca de la esencia de la vida del pequeño elegido.

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