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El Espejo
el espejo oɾәdsә lә
El tiempo es un fantasma que jamás canjea su ecuación. Jamás acelera, jamás ralentiza. Nunca claudica, nunca revierte la secuencia. No se fatiga, no mira atrás. No duerme, tampoco despierta. Sin embargo, Gualberto Soria —alias “Timoteo”— sólo pudo aprender esta lección unas horas después de esa mañana en la que lo primero que hizo fue enfocar su hocico sobre la lámina de vidrio del espejo del baño del lujoso motel. Acababa de orinar. Un sabor cáustico se estaba apoderando de sus más ordinarias sensaciones, mientras que con la lengua impulsaba un grumo de saliva hacia los labios. Escupió sobre una palangana que había por allí, a un lado de la jofaina. «¡Hoy vas a morir!», creyó entonces escuchar; voz infrahumana. Se le sacudió el alma. Miró nuevamente hacia el espejo. Aquella voz parecía haber atravesado en un segundo la lámina de las dimensiones, de allá para acá, para luego internarse en cada uno de los laberintos de la jalea cerebral del narco-guerrillero. Sintió que alguien le halaba la camisa, allá, en la espalda. Se cabreó. Giró sobre sus talones. No había nadie por allí. Sólo el comienzo de su miedo. Se le desestabilizó el pensamiento quizás por primera vez en muchos años, tal vez desde aquella madrugada en la cual los paramilitares mataron a su padre frente a él. No obstante, pronto recordó que desde ese día se había prometido no creer en nada que no fuese craneado o visualizado por su propia mente; lo que fuera.
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Se olvidó entonces del espejo. Salió al corredor que daba hacia la sala. Miró a todo lado. No había un carajo por allí. Sólo un vacío congelado, el de la segunda diapositiva de la existencia de su miedo. Algo bizarro en él, comenzar a reconocer que sí existían el miedo y el vacío del hielo virtual. Algo improbable. Pero, de repente, se zarandeó de nuevo. Le había parecido haber visto su propia sombra astral —su álter ego— cruzar la sala y dirigirse hacia la puerta del cuarto para atravesarla, sin abrirla. Había creído mirarla colarse hacia una plataforma inverosímil, justo por entre las aristas de la madera. — ¡Qué puta mierda está pasando! —Dio un par de pasos. Se metió al cuarto, cual si se hubiese propuesto perseguir aquella sombra. No la vio adentro. No vio nada; ni a nadie. Escupió una vez más. Abrió la ventana. El aire cálido de la isla de Cuba penetró hasta sus pulmones. Once de la mañana. Intentó entonces relajarse. No era sensato pensar que el comandante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia estuviese de verdad sintiendo miedo. Ese concepto no había jamás hecho parte de su ideología, allá en la sierra. Él, que creía conocer la muerte más que nadie, que la había enfrentado y le había mamado gallo mejor que nadie, allá, en las montañas de Nariño, en los cerros del Valle del Cauca, en los mogotes de Los Llanos; él, que la había manipulado de muchas formas, que la había maquillado con sangre para convertirla en su mejor perfil, que la había aceptado como parte del denso matiz de su torcida sonrisa, no tenía por qué temerle. Se suponía que él era algo así como el terrateniente de la muerte; de la de los demás. Y, por supuesto, de su propia muerte. Por lo menos, eso era lo que le decían sus damiselas, sus guerrilleros y sus narco-asociados. — ¡Pareces putamente inmortal!— Le habían repetido varias veces—. ¡La mierda de las balas no te toca ni el cabello! ¡El hado marica de la parca te respeta! ¡Las granadas como que se
devuelven, cagadas de miedo, y no te tocan! Y eso era lo que él creía. Y era eso lo que la generosa prolongación de su bastarda existencia parecía también querer hacerle creer. Miró hacia la cama. Todo se veía en natural desorden. Las sábanas, las almohadas, el cubrecama; todo. Mulata, la meretriz cubana que lo visitaba cada tres días para torearle su obesa lascivia de semental criollo, se acababa de marchar. Había pasado con él toda la noche, pero no se había molestado por hacer la cama en la mañana antes de irse; no había aseado nada. Jamás lo hacía. Aunque eso poco o nada importaba. Ella hacía otras cosas, y de una manera irracional; casi criolla también. Y todo, a cambio de nada; o a cambio de un gramo de perico colombiano, un litro de ron cubano y mucho sexo. Salió al balcón. Encendió un habano, uno fabricado por algunos de los mejores torcedores de la isla. Era quizás lo único medio cabalístico que le había él heredado al Che Guevara: fumar habano. Lo demás, era tan sólo la fachada de una falacia, de una pobre imitación, del credo voraz del argentino muerto en Bolivia. Se paró cerca de la barda de ladrillo. Contempló la calle. Intentó sonreír. Recordó una vez más las tetas de la Mulata. De pronto, el morbo de la mueca de sus labios fue interrumpido abruptamente por el acordeón del vallenato que él había escogido un mes atrás como alerta de llamada de su samsung. El introductorio de la canción quebró por unos segundos el vidrio de culo de botella de su reflexión. Hizo a un lado la imagen de la meretriz morena. Hizo a un lado también el miedo que, cinco minutos atrás, le había traído el fantasma de la muerte. Entró al cuarto y lo atravesó sin prisa para ir a contestar el celular. — ¡Entonces qué, marica! —Lo saludaron desde el otro lado de la línea—. ¿Ya terminaste de menear la puta nalga? — ¿Cómo va la vaina? —Escupió una esquirla de tabaco—
¿Ya pasaron el noticiero? — ¡Por supuesto, huevón! ¡El gobierno colombiano le quiere vender al pueblo la idea de que son ellos los que votan y deciden por la paz; que no somos nosotros! — ¡El montaje de los partidos de esa malparida oligarquía! —Carraspeó— ¡Llevan más de cincuenta años anestesiando a la masa del pueblo a punta de viandas de carreta! ¡Sin embargo, eso nos favorece, marica! ¡Vamos a obtener aquí en Cuba mucho más de lo que habíamos planeado allá en Colombia! —Eso espero. ¿Vas a venir? —No —Sintió nuevamente que alguien o algo le halaba la camisa por la espalda—. No me encuentro bien. No sé qué culos me pasa. Creo que tengo un guayabo el hijueputa. Voy a dormir. Te llamo en una hora. Mantenme informado.
A las cinco de la tarde ya había almorzado. Y había mandado traer litro y medio de aguardiente cubano; del santero. De verdad que quería estar solo. No quería ver a nadie. Ni siquiera a la Mulata. Se sentó entonces en la sala, sobre una silla mecedora, una de gruesos listones de madera de ésos que en un instante acumulan oleadas de electricidad estática. Media hora atrás se había duchado. Su cabello aún respiraba humedad. Empezó a beber a pico de botella. A las seis ya había dado cuenta de un litro de licor él solo, sin la menor ayuda. Ochenta grados de alcohol en cada sorbo, apenas como para sentirse relajado hasta olvidarse de sus miedos, o para arder entre las pesadillas del abismo. «¡Qué hijueputa!”, pensó, pues jamás había creído en el bumerán de la conciencia. “¡No hay que creer en nada de esa mierda!”. Seis y treinta. Se empezó a balancear sobre la mecedora.
Encendió otro puro. Arrojó una bocanada de humo. Quiso entonces llevarse el fósforo encendido hasta la boca, para apagarlo lentamente con su aliento. Y eso fue lo último que hizo en su proterva vida. En la esquirla de un instante, su cuerpo inició una combustión espontánea que le redujo cada músculo, cada órgano y cada uno de sus huesos a gris ceniza. La grasa de su bulbo material sirvió de combustible. Al otro lado del espejo su alma se empezó a quemar, a arder, entre la incineración eterna del carburante de las llamas del infierno. Tres horas después, cuando dos de sus mercenarios atravesaron la puerta de la suite para contarle las últimas noticias —las del noticiero de la tarde—, lo primero que hicieron fue taparse la nariz y desviar la jeta hacia otro lado. El olor era insoportable, nauseabundo, como a grasa de cerdo chamuscada. Luego entraron a la sala. No había mucho rastro del cuerpo del narco-guerrillero. Sólo un pedazo de una de sus piernas colgando de la pata de la mecedora, y un montículo de ceniza sobre el cojín. Nada más se había quemado alrededor. Nada más había viajado con el supuesto semental hasta el infierno; sólo su alma.
El tiempo es un fantasma que jamás canjea su ecuación. Tampoco un espejo de vidrio la canjea. Tan sólo la refleja.