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Déjà vu, la Transición

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El Espejo

El Espejo

No sabría en este instante decir para quién trabajaba su memoria, si para un fantasma del pasado, un transeúnte del presente, o un revolucionario del futuro. Debo descubrir esa verdad antes de que llegue la noche. Lo único cierto es que, una vez que me hube enterado que él había desaparecido, saqué de una de las gavetas del armario de la abuela un fardo de papeles anudados con una cinta de cuero rojo. Todo lo que allí se encontraba archivado le había pertenecido a él. Me senté sobre la cama. Empecé a leer. Decidí observarlo todo — escudriñar—, y luego me dediqué a escanear, con la herramienta de mi mente. El primer grabado que estacioné en la prensa de mis dedos me llevó al siglo XVIII. Era un dibujo en carboncillo, trazado sobre papel pergamino. Tal vez él mismo lo había diseñado. Lo examiné despacio. Impresa al borde derecho del folio se podía leer la fecha exacta de su elaboración. Los caracteres eran curiosamente diminutos, borrosos. Apuntaban al día martes, dieciocho de julio del año 1.721. Respiré profundo. Desplacé la vista sobre el pliego para enfocar el fondo de la imagen. Vi entonces claramente un buque de vela de tres mástiles, imponente, poderoso, majestuoso, el cual proyectaba su castillo de proa hacia el corte de las olas. Siete cañones asomaban sus fauces de hierro a cada lado. Siete a babor, siete a estribor.

Estaba ensimismado, mirando cómo se movían los brazos

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de mar que golpeaban las aristas de la nave que flotaba sobre esa cresta magistral, cuando de pronto sentí que mi mente y mi voluntad eran arrebatadas exactamente hacia esa escena. Se cruzaron las dimensiones. Me encontré entonces de pie, muy cerca de la cubierta de la popa del galeón. A mi lado estaba él. Lo miré, despacio. Noté que no estaba vestido con la ropa del corsario como hubiese yo esperado ver, y que tampoco llevaba puestas las piezas raídas y casuales del traje de un pirata. Simplemente, vestía como cuando yo le conocí, con un pantalón de mezclilla, zapatos de lona y camiseta sin mangas. En el antebrazo derecho lucía un tatuaje de ocho centímetros de largo por cuatro de ancho, el cual me trajo a la pantalla de la mente el símbolo que en la cátedra de Matemáticas se le asigna al concepto de lamagnitud del infinito (∞).

Enfocamos juntos la espuma de las olas que iban quedando atrás, esa secuencia inevitable de la huella del paso del bajel sobre un sendero del mar, un rastro que jamás habría de repetirse. Algunas gaviotas planeaban a lo lejos. Supuse que estábamos a unos pocos kilómetros de la playa en algún lugar del Mediterráneo.

—He venido soñando contigo— Dejó escapar las primeras palabras.

— ¿No es esto acaso un sueño? —Lo miré a los ojos

azules.

—Eso quisiera yo, pero no, no lo es.

— ¿Qué significa entonces todo esto? ¿Qué significa elpergamino que dejaste en el armario del cuarto de la abuela?

—Significa que debí haber anclado en algún puerto

antes de morir en combate en este galeón. Para evitar morir o desaparecer temprano debes saber en dónde y cuándo anclar. El hombre verdadero se yergue sobre tierra verdadera, sobre tierra firme.

—Todos te hemos extrañado— Miré hacia atrás, hacia el mástil central de la nave.

—No es posible regresar hacia el futuro. Tendrán todos ustedes que esperar a que yo nazca de nuevo.

Me estremecí. Escaparon dos segundos. Sentí a continuación como si despertase en el cuarto de la abuela, cual si regresase a la materialidad desde un sueño suspendido en el etéreo por milenios. Y así fue. Se habían desatado las dimensiones. Una vez más, debí acoplarme al entorno de la cruda realidad. Dejé a un lado el pergamino del dibujo del galeón. Cogí, de entre todo ese racimo de folios, una docena de páginas de diferentes matices, tintas y tamaños. Empecé a clasificar los escritos. Finalmente, me senté. Me encontré leyendo sus poemas: «No tengo hambre, porque la serpiente que se alimentaba de mis errores ya murió», decían dos de las líneas de uno de los versos.

Pensé en la serpiente antigua. Siempre me había hecho para mi propia reflexión estas dos preguntas: «¿Perecen nuestros demonios con la muerte? ¿Nos preparan los ángeles de luz, cuando estamos a punto de renacer? ».

Me propuse continuar leyendo. No obstante, sin darme cuenta había dejado todas las hojas de sus poemas a un lado. Tenía ahora en mis manos un mapa. Lo desplegué. Lo observé detenidamente. Era un bosquejo de la geografía de un pequeño

sector de América del Sur. Noté que, con lápiz rojo y con un pequeño triángulo equilátero, él había marcado un sitio exacto, un punto, sobre una curva de la sinuosa línea de un sendero. Había señalado un sitio específico en la latitud 0.95, longitud 77.8667, cerca del Volcán del Cumbal, en Nariño. Respiré profundo. Seguí con mis pupilas el trazo de los ríos y el de las montañas. Recordé entonces que a él siempre le había fascinado viajar a esa zona y caminar por allí, simplemente aventurar. Recordé también haberle escuchado mencionar alguna vez que había encontrado una aldea extraña en un paraje de la frontera entre Colombia y Ecuador. Mientras así divagaba, sentí de nuevo que mi etéreo era arrebatado hacia un abismo que tal vez sólo existía entre una dimensión paralela del tiempo o en la inédita locura de mi mente. Experimenté el segundo cruce de las dimensiones. Me vi proyectado hacia el triángulo que había trazado él sobre ese mapa. Una vez más fui lanzado a afrontar otra realidad.

Lo primero que vi fue una aldea que pernoctaba ante mi etéreo a la caída de la tarde. Era un caserío supremamente humilde. Sus bohíos estaban construidos con cañas entretejidas de bahareque y barro, y tenían techo de paja. Parecían estar flotando en la calima a unos cincuenta centímetros de la grava. Claro que, en realidad, lo que sucedía era que estaban afianzados a la tierra sobre gruesas vigas de yagua. Ninguno de ellos tenía puerta, ninguno tenía escalones, pero en todos se distinguía un hueco rectangular que permitía el acceso al interior. Pensé que los nativos que allí vivían habían construido sus habitaciones de esa manera para eludir, así fuese a medias, el azote delas inundaciones.

De pronto, en tanto mi imaginación merodeaba en

torno a ese punto, escuché música de marimba, la de chonta. Caminé hacia la fuente del sonido, esto es, hacia el bohío central. Me acerqué parsimoniosamente. Me asomé, desde una esquina del hueco rectangular de la entrada. Miré hacia el fondo. Allí yacía él, en mitad del aposento, tendido sobre una hamaca. A un costado de la escena vi al indígena que estaba ejecutando la marimba. Éste se detuvo al percatarse de mi presencia. Sus ágiles manos delinearon el suspenso de su sorpresa. Los percutores de madera olfatearon el aire. Roté la mirada. Una vez más enfoqué el centro del cubículo. Siete ancianos trazaban una media luna allá, detrás de la hamaca, sentados sobre el piso de adobe con sus cabezas agachadas. Parecían estar orando o meditando. De un pequeño brinco entonces, me encontré en el interior de la choza. Me acerqué a la hamaca.

Él parecía dormir. No obstante, no era así.

—El infinito es una libertad que no conoce leyes físicas— Me estaba ya mirando sin abrir los párpados—. Allá, el alma no quedará atrapada entre la gravedad ni por el más fugaz instante.

— ¿Qué está sucediendo? —Quise encerrarle su mano izquierda entre las mías.

—Mirarás al Cielo, no sentirás dolor, y Él estará esperándote allá con sus brazos abiertos.

— ¿Quién es «Él»? ¿Quién te ha dicho todo eso?

—Ellos— Señaló con el índice al grupo de ancianos, y al de la marimba—. Su música espanta los espíritus dementes que nos han venido persiguiendo desde la ciudad, los mismos que

desean que renazcas del abrazo de dos cuerpos que jamás se habrán de amar de verdad.

— ¿Quieres que te acompañe en este viaje?

—Tal vez no sea necesario. Ellos me llevarán a La Cascada del Venado. En ese lugar hay un maravilloso arco iris que, en tanto tú te acercas a él, va cobrando la forma del símbolo matemático del infinito y se va proyectando lentamente hacia el horizonte de la galaxia. Debes saber que ese arco iris jamás desaparece, y que detrás de su silueta hay una puerta; un vórtice. Pero no te desesperes. Si decido regresar contigo, lo haré. Aguárdame allá, en la ciudad. Tal vez nazca yo de nuevo en nuestra casa.

Se sacudió mi alma. No obstante, nada pude hacer porque, una vez más, se trocaron las dimensiones. Me vi lanzado hacia el tinglado de la realidad, al cuarto de la abuela. El mapa había escapado de mis manos. Reflexioné. Miré a todo lado. Pero, de nuevo, me sentí atraído por el fardo de papeles que tenía sobre la cama. Cogí un manuscrito de fondo gris, uno que contenía el que quizás pudo haber sido el último de sus poemas. Decidí leer un par de líneas: «Tal vez, si no hubiese violentado mi naturaleza sería un ángel en el paraíso», decían.

Me sumergí en mi propia meditación. Pensé en el paraíso de John Milton. Sin embargo, sabía que esta historia era completamente diferente, que no había sido succionada de otro libro. De súbito, en tanto así reflexionaba escuché la risa de un bebé. Recordé entonces

que mi hija mayor había dado a luz dos días atrás, un niño hermoso de piel de trigo maduro y ojos pardos. Mi corazón dio

Me puse de pie. Dejé todos los papeles allí, sobre la manta, excepto uno. No supe por qué razón me lo estaba llevando entre mis dedos. No, en ese momento. Me encontré caminando de prisa hacia el cuarto de donde había provenido la risa. El niño estaba solo en su corral. Me le acerqué. Mi mente presentía algo conciso, tal vez la solución a mi locura, quizás una premonición. Levanté su antebrazo derecho. Tal y como lo había imaginado, allí, cincelado sobre su piel, tenía él el símbolo del concepto de la magnitud del infinito. Parecía ser sólo un lunar, o una cicatriz, de siete milímetros de largo por cuatro de ancho. Se agitó mi alma. El bebé percibió ese movimiento, pero no se asustó. Tan sólo me sonrió. Quise sonreírle también. Sin embargo, sentí entre mis dedos el contacto de la hoja de papel que segundos antes me había traído desde la alcoba de la abuela. La desplegué. Sobre su centro, él había dibujado un árbol de grueso tronco, de ramas anoréxicas, semidesnudas, entrelazadas. En el centro del árbol colgaba un fruto de silueta eclíptica, oscura, corrugada, y muy cerca de ese fruto se podía leer una extraña reflexión:

«El día que el cuerpo del hombre se unió sin amor al cuerpo de la mujer, conformó con éste un sólo y fusionado árbol: El Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal. Esa convergencia fue el principio —el despertar— de todo lo que engendró error, de todo lo que ahogó al humano en el placer que se desboca hacia una oscuridad que no ha de morir, ni siquiera entre el fuego del abismo. A partir de aquel instante, de aquella desenfrenada pasión, el hombre ya no reflejó la imagen y la semejanza de su Creador, y evidenció el desorden de la mente de su nuevo padre — Satanás—, el príncipe universal del error y la tramoya. Dios había confiado 76

ciegamente en el amor humano; en su obediencia. Dios no consideró necesario leer el cristal de su omnisciencia, para proseguir con la creación o detenerse. Fue ésta la única ocasión en la cual Dios renunció a su sabia lectura y amó sin límite, pues concedió absoluta libertad al albedrío del hombre y la mujer. Por supuesto que se equivocó, y lamentó su error. ¿Podríamos afirmar entonces que el devenir del hombre es el único desacierto de Dios? De otra parte, ¿fue realmente Dios el derrotado o lo fue el hombre? Como sea que haya sido, Satanás no dejó pasar la ocasión de poder hacerse con su primera victoria cósmica. Sin embargo —paradoja de la Sabiduría Celestial— , esta victoria le significaría también a Satanás su más grande derrota. El Padre jamás pierde. Satanás es solamente un pobre diablo, un perdedor, y el hombre es un error fugaz de la Imaginación del Creador. Eventualmente, Dios jamás pierde.

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