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Sueños de una Retina

Se ha dicho que la fotografía es, en cierta forma, aunque con más de un poderoso limitante, una metáfora de la resultante de la mecánica del ojo humano. Al menos, eso fue lo que enseñaron en el aula de la universidad a un grupo de jóvenes que alguna vez conocí. Sin embargo, si lo recuerdo bien, no fue que se lo enseñasen —eso me aclaró días después uno de ellos—, sino que ellos mismos lo discutieron abiertamente en un debate informal en el salón de arte una mañana de otoño. Clarence Logan estuvo presente en esa breve polémica. Banshee y Rea también estuvieron allí.

El joven Logan era algo así como el paradigma de esa casta de muchachos impertinentes que aparecen constantemente sobre el planeta, sementales bizarros que no le creen fácilmente a nada o a nadie, un escéptico irreverente dueño de una soberbia irremediable. Pertenecía a una familia adinerada, una de ésas cuyos miembros se podían dar el lujo de hacer cosas inesperadas, cosas fuera de lo común, cosas que algunos reflexivos educadores siempre consideraron extravagantes; excluyentes.

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—He decidido donar algunos de mis órganos —me había dicho una tarde, mientras tomábamos una taza de café en un bodegón situado en la azotea de uno de los más lujosos rascacielos de la zona del bulevar.

— ¿Donar tus órganos? ¿A tu edad?

—Hice una apuesta.

— ¿Qué clase de apuesta? —Recuerdo que observé las montañas del horizonte que tenía él a su espalda, tras un ventanal enorme que miraba hacia el vacío.

—Voy a morir pronto. Perdí la apuesta.

No pude evitar hacer un gesto suspicaz, una casi burlona mueca. La lente de mis ojos volvió a enfocar su rostro.

— ¿Vas a morir pronto porque perdiste una simple apuesta? Metemo que no entiendo.

—Si ganas, vives. Si pierdes, mueres. Así de sencillo.

— ¿Cómo puedes hablar tan tranquilamente de haber jugado tuvida en un envite callejero?

—No es cosa del otro mundo —Sus dedos empezaron a jugar con un lápiz que había estado allí, sobre la mesa, desde antes de que llegásemos— . He aprendido que debemos estar preparados para todo, incluso para morir con dignidad si se apuesta la vida en un juego o en la batalla, a la manera de los gladiadores de Capua o a la de los mismos kamikazes en Pearl Harbor.

—Quisiera escuchar qué clase de apuesta fue exactamente la que hiciste, y con quién.

—Tarde o temprano te lo contaré. Por ahora, quiero que te comprometas conmigo y que no vayas a fallarme.

—Que me comprometa y que no te vaya a fallar, ¿en qué?

—Quiero que me acompañes a hacer la donación formal de mis ojos. Eso es todo lo que te pido.

—Estás jugando con mi imaginación, ¿o me equivoco?

Por una coyuntura del destino, Banshee*, la más reflexiva de las compañeras de salón de Clarence, era quien habría de convertirse en la receptora de la retina de los ojos del arrogante joven. Por supuesto que no había nacido ciega. Lo que sucedió fue que la fotografía le había fascinado desde niña. Esa fascinación se convertiría pronto en su pasatiempo favorito, más tarde en su profesión y, finalmente, en un elemento crucial del episodio más extraño de su vida. A manera de ejercicio remunerado de pasante de la universidad —a las puertas de concretar un interesante freelance—, Banshee llevaba dos meses trabajando para la revista Seagull, en la ciudad de Hawai. Sus exposiciones de formato paisajista, en particular las subacuáticas, estaban cobrando fama vertiginosamente, no sólo en América, sino también alrededor del mundo. Las redes sociales la estaban reclamando cada vez con más frecuencia. Era considerada una de las más sobresalientes promesas en su arte. Paso a paso estaba ella haciendo de él una verdadera ciencia o —si es que la inversión de los términos no nos alterase el resultado conceptual— estaba haciendo de su ciencia un verdadero arte.

El tercer personaje en discordia —Rea—, una rubia plástica pero muy hermosa, voluptuosa, jamás con su actitud dentro del campus había dado a nadie razones que llevasen a pensar que iba a compartir protagonismo en un suceso local que llegaría a ser extravagante; cruento. Pero así fue. No se parecía en nada a Banshee, y no porque no cargase consigo una costosa cámara — poco o nada le conmovía el arte de la fotografía—, sino porque no le interesaba demasiado otra cosa que no fuese estar deslumbrante, glamorosa, y proclamarse augusta e inalcanzable a toda hora. De hecho, el joven Logan la había pretendido por un

buen tiempo, aunque sin éxito. No obstante, un día empezaron a caminar muy juntos, muy solos los dos. Esa anomalía resultó ser insólita para todos, pues ella siempre se había mostrado fastidiada ante la arrogancia del joven millonario y, a menudo, ante su sola presencia. Hasta ese día entonces nadie en el salón había aún olvidado la tarde en la cual la pareja sostuvo, en mitad de clase, una muy breve pero áspera discusión.

— ¡No existe todavía la mujer que se resista a ser mía! — le había espetado él, ostentando su sonrisa impecable pero soberbia, y ciñéndola con su mirada desafiante.

— ¡Tendrás que venderle tu alma al diablo si es que buscas poseerme! —le había ella respondido, extendiéndole una espeluznante invitación.

Era el mes de enero, cerca de las doce del mediodía de un jueves. Banshee estaba recorriendo la playa, sola, muy cerca de los arrecifes de coral de La Isla de Kauai —The Garden Island— , un cayo sereno, apacible, aparentemente perdido en medio de la azul marejada del Pacífico. Durante los cinco días inmediatamente anteriores había logrado capturar unas excelentes diapositivas del cañón Waimea y otras del volcán Kawaikini. Cargaba ahora, bajo ese sol vertical de comienzos de año, y mientras sus pies desnudos trazaban un diagrama secuencial sobre la arena, un par de aletas, un chaleco de neopreno y una Nikon digital con una lente de poderoso objetivo diseñada exclusivamente para uso subacuático. Iba enfundada en un traje de buzo de color amarillo y franjas negras, muy pegado a su cuerpo y muy liviano. La temperatura fluctuaba entre los veintinueve y los treinta y cinco grados. La brisa del mar llegaba fresca hasta su cuerpo, sin

agitarle demasiado el cabello. Era la primera vez que la cadenciosa trigueña se adentraba en esa franja, la más alejada del eje de la barrera de arrecifes.

Sin embargo, permítaseme plegar los acontecimientos por un instante. Debo anotar aquí, antes de continuar con lo que le sucedió a Banshee esa mañana, que la noche anterior habíamos compartido ella y yo, solos, un agradable momento sobre la playa. Me había comentado entonces que el farallón se estaba convirtiendo, gracias al espectro de formas que se amalgamaban en su biodiversidad, en el plato fuerte de la expectativa de cada uno de sus recorridos por la isla. En tanto la escuchaba, sentados muy cerca el uno del otro, casi perdidas nuestras siluetas entre los médanos del paraje ribereño —la luna bombardeando con su luz el límite del mar—, me agradó saber que esa era la primera vez que la sorprendía mirándome con un interés especial. El iris de sus ojos expresivos, de un verde jade semejante al de las olas que constantemente se devuelven a la playa, me embriagó sin remedio. Fue por eso quizás que mi mente jamás llegó a presagiar que esa sería la última noche que esos ojos hermosos estamparían mi rostro repetidas veces sobre su retina, sobre su propia y auténtica retina.

Cosas del destino.

—Y es que no es solamente la gama de formas vivas que encuentras en el arrecife —estaba intentando explicarme, en tanto saboreaba el suave vino de cosecha que habíamos llevado hasta el arenal.

— ¿Qué quieres decir? —Me esforcé por sintonizar la frecuencia de su conversación, a medida que mirábamos juntos hacia el océano y escuchábamos el apacible rumor que escapaba

—Déjame desglosarlo —Sonrió—. Los corales se yerguen, kilómetro a kilómetro, como una plataforma análoga a la de la arquitectura humana. No olvides que casi todas las grandes urbes de las civilizaciones antiguas desaparecieron bajo nuevas urbes, emporio sobre emporio, osamenta sobre osamenta. He llegado a pensar que esa figura, la de una estructura que desplaza de manera natural a otra que colapsa, se refleja íntimamente aquí, en esta playa, en la renovación de los pólipos que pueblan los arrecifes. Toda una historia de evolución, de auto construcción, escrita a pocos metros de la superficie del agua del mar, y al alcance de la lente de mi cámara. La generación voluptuosa, irguiéndose sobre la generación calcárea.

Siempre creí saber que sus hipótesis no eran quizás irrefutables, pero se me ocurría que estaban hechas con frases muy coherentes, con palabras elegantes que llegaban a entusiasmar incluso al más inerte. Sin embargo, no me fue dado acompañarla al arrecife al día siguiente. Habíamos regresado al hotel. Habíamos hecho el amor muy dulcemente, y habíamos descansado por unas horas. Yo tenía que viajar a Los Ángeles antes de las ocho del día siguiente, jueves, mañana de la cual venía antes hablando.

Ella había salido entonces sola hacia el arrecife, antes del mediodía. Hizo un poco de buceo en apnea. Le encantaba hacerlo. No se identificaba para nada con el uso del esnórquel. Sus pulmones eran poderosos y, por añadidura, amaba los corales; los cuidaba a cada paso. Era muy refinada para nadar. Sus aletas no rozaban las formas polícromas en absoluto. Jamás reclinaba nada sobre los celentéreos. Cuando fotografiaba, evitaba utilizar el flash directo. Buscaba una parabólica o un ángulo de luz de sol que 25

iluminase de manera natural el espectro de la escena y no estresase a las criaturas que iban apareciendo frente a ella.

Hacia las doce y media ya tenía varias tomas del primer rollo del día. El ágil disparador de la Nikon las había multiplicado en segundos. Salió entonces del agua, llevándose consigo todo un jardín elocuente, sublime, abigarrado, un edén marino, el cual había parpadeado ante sus ojos, allí, entre los recovecos y los laberintos por los que se pasearon durante esos mágicos minutos algunos moluscos y una tropa también impredecible y magistral de pececillos.

Se encontró entonces caminando a lo largo de la barrera del arrecife. Pronto, llegó hasta aquella zona del arenal que habría de ceñirle un eslabón impredecible a su destino. Se detuvo. El suelo que más cercano estaba de la playa se veía fuertemente erosionado. El cuadro no era nada portentoso. El desgaste del sedimento natural hacía presentir el colapso del arrecife a todo lo largo de la banda. Se sintió impotente. Decidió, sin embargo, hacer un parde tomas del dosel del coral blanqueado.

El sol estaba en ese instante en la canícula. La luz y el calor caían sobre su espalda y sobre el tajo del océano con la arena, cual finos obeliscos. Entró de nuevo al agua. Sumergió su cuerpo unos cuantos metros. Braceó, pegada al arrecife. Empezó a disparar algunas placas. Se detuvo por un instante para graduar el foco de la lente. Reanudó la descarga. De pronto, cuando estaba a punto de finalizar con la tarea, experimentó en sus ojos el ramalazo del reflejo de un rayo de luz intenso, hiriente. Sin proponérselo, abrió los brazos totalmente. Perdió el balance de su armoniosa anatomía. Soltó la cámara. Se encontró sumiéndose de espaldas sobre una franja de coral blanqueado. Forcejeó, instintivamente, para evitar caer aún más y maltratar los pólipos. 26

Logró recuperarse. Irrumpió en la superficie. Nadó hasta el filo de la orilla. Se enderezó. Sacudió la cabeza a lado y lado. Parpadeó un par de veces. Entonces, se estremeció. Acababa de descubrir que no podía distinguir las formas y que su visión se estaba hundiendo entre una noche sin explicaciones. Supo que estaba momentáneamente ciega —o así lo supuso—, en tanto su mente luchaba por salir de entre los vagones de un tren arrollador hecho de agujeros laberínticos y túneles sin fondo.

Días después, la ciencia médica dictaminó que la retina de Banshee había sido arruinada por el reflejo directo de un bombardeo repentino pero inmisericorde de rayos convergentes de luz ultravioleta. Diametralmente, por esos días dos científicos militantes de la preservación del arrecife habían logrado demostrar que la luz ultravioleta era uno de los agentes causantes del blanqueo del coral. No obstante, nadie se atrevió a concluir qué fue lo que exactamente sucedió con los ojos de Banshee ese mediodía. Pero no todo estaba perdido. Cirujanos alemanes ya habían experimentado con éxito en el implante de una zona de la mácula de los ojos de un donante, en la retina de los de un huésped. Se trataba de un sector específico del área de la fóvea. Ellos habían logrado aislar ese pequeño módulo, de lo que era el eje del nervio óptico, y habían llegado a restaurar en los globos oculares del legatario la función adecuada de los foto-receptores de la retina central. No obstante, la operación aún acarreaba mucha incertidumbre. Intentar trasplantar la retina en un cien por ciento hubiese sido inoperante, porque el nervio óptico siempre estuvo íntimamente aferrado a ella. Lograr injertar ese sinnúmero de estambres que hacen parte del sistema nervioso central y llevan la información visual al cerebro, o practicar una incisión nanométrica en ellos, tendría que esperar muchos años más para llegar a ser factible.

Banshee se sometió entonces a la cirugía experimental de la fóvea. No tenía otra opción. Un mes después, muy temprano una mañana, cerca del final del período de recuperación que le fue prescrito, me timbró a mi estudio.

—He tenido sueños desagradables —Vibró la onda sonora de sus labios a través de la línea celular, hundido el matiz de su comentario entre un temblor extraño— . Estoy muy asustada. Quiero que vengas. Necesito hablar contigo.

Tomé el primer vuelo que me habría de llevar desde Los Ángeles hasta Hawai. Seis horas después, me recibió con un abrazo. Me ofreció una taza de café-tinto y una copa de brandy.

—Es como un ensueño chocante que se manifiesta cada madrugada al despertar —Se removió sobre el diván, en la sala de su apartamento.

— ¿Qué es exactamente lo que sientes?

—Veo cosas.

— ¿Qué cosas? —Miré, extasiado, el lienzo que descansaba sobre un caballete cerca de la pared, al lado opuesto de la ventana que daba hacia la playa. Ella lo había pintado meses atrás. Sobre el canvas se hilvanaba una hermosa réplica del arrecife de Kauai.

— ¿Recuerdas cómo fue la muerte de Clarence Logan? — Me llevó a olvidarme del cuadro y a enfocar una vez más su sensual rostro, que ahora ya era mío. El joven millonario había muerto un mes y un par de días antes.

— ¿La muerte de Clarence Logan? —Carraspeé para aclarar mi voz— . Recuerdo bien la fecha y los encabezados de los periódicos, pero jamás perseguí averiguar las verdaderas

Se puso de pie. Se encaminó a su taller de trabajo, una recámara contigua al dormitorio. Tardó un minuto en regresar. Traía una revista. La ojeó. Buscó algo. Lo encontró, y plegó la revista sobre las páginas centrales. La puso en mis manos.

—Observa esas fotos—, ordenó. Le obedecí, sin poder dar crédito a lo que veía.

Me estremecí.

—Encontraron su cadáver flotando boca arriba en la piscina de la mansión que le acababan de obsequiar sus padres — ilustró—. Sus párpados estaban abiertos. Sus ojos, aterrorizados, parecían estar mirando más allá del instante de su muerte. Los forenses dictaminaron un fulminante paro cardíaco. Por su parte, los fiscales hallaron en su alcoba, sobre una sofisticada consola de juegos de simulación, vestigios de cocaína; de abundante consumo de cocaína. También encontraron un par de botellas de escocés casi vacías. Dedujeron además que él había estado teniendo sexo con una sola mujer por varias horas la noche anterior. Puede sonar normal quizás, pero se cree que lo hicieron de una manera brutal, salvaje, interminable, cual si el hacerlo así hubiese significado para ellos lograr acceder frenéticamente al último deseo de una pareja de condenados a muerte.

—Suena un tanto campanudo, ¿no crees? —La hice arquear el trazo azabache de sus cejas.

— ¿Recuerdas a Rea? —Su voz adquirió un nuevo matiz.

—Absolutamente. ¿Por qué?

—La visión que tengo al despertar cada mañana esboza al

Enfoqué su mirada y, al ver sus ojos más serenamente, me convencí de que el verde jade del iris no había experimentado cambios irreverentes durante el proceso de la cirugía de la fóvea.

—Esa imagen se proyecta en mi cerebro sobre una sola diapositiva que, no sé cómo, alterna sin saltos de pausa tres recuadros demenciales— añadió.

— ¿Y qué ves?

—Voy a tratar de explicártelo con calma.

—Por favor.

—Bueno, la imagen central, la que parece haber quedado grabada sobre mi nueva retina, ostenta un terrible demonio, tal vez el mismo Satanás, embutido en un traje negro, a la usanza de los recaudadores de deudas del Medioevo.

Me conmoví hasta la médula. Mi mente empezó a sustraer de la memoria, aunque muy cautelosamente, la última conversación que tuve con Clarence, allá, en la azotea del rascacielos de la zona del bulevar.

—En el primer recuadro —prosiguió Banshee—, veo un rollo de pergamino persa desplegado, aunque no muy grande. El mismo demonio lo sostiene entre sus manos mientras sonríe. Hay algo escrito sobre el pergamino.

— ¿Has intentado descifrar el texto de ese algo?

—He intentado, pero no he podido. Debe ser una sentencia o un contrato. Parece estar plasmado en arameo, en griego, no lo sé. Los símbolos se me ocurren en cierto modo familiares, mas no he logrado interpretar lo que allí dice. Tan pronto como me 30

recupere del impacto que esa visión me causa intentaré pintarlo para ti, para que me ayudes a decodificarlo y a expulsarlo de una vez por todas de mi mente. — ¿En verdad lo harías? — ¿Qué cosa? — ¿Pintarías para mí esa visión? —De ser necesario, sí. Claro. Por supuesto.

Me puse de pie. —Supongo que Rea aparece en el siguiente recuadro — Me senté a su lado.

— ¿Cómo lo sabes?

—No es que lo sepa. Sólo lo supongo.

—Bueno, así es —Tomó mis manos en las suyas— . Está allí, desnuda, sonriente, algo burlona. Sin embargo, lo más espeluznante de la visión asoma en la última diapositiva.

Mi corazón empezó a acelerar su latido, pero no dije nada.

—Veo el infierno —continuó— . Es una diapositiva horrible, aterradora, del infierno. Luego, en segundos, el ensueño se desvanece. Despierto llorando, aún no sé exactamente por qué.

Dos horas más tarde, salí de su apartamento. Le había prometido comprarle una lasaña, un vino, y regresar antes del anochecer. Quería estar solo unos instantes. Caminé a la deriva, sin esperar por un destino momentáneo. Me adentré en la ciudad. Diez minutos después, sin haberlo planeado o pensado siquiera, me detuve al lado opuesto de la entrada de una iglesia ortodoxa que estaba por ahí. Un silencio pesado flotaba entre ella y yo, a cierta altura sobre el pavimento de la avenida. Observé la

construcción, las puertas, los muros, por más de diez minutos. No obstante, no crucé la calle. En lugar de eso, enrumbé hacia el parque más cercano. Había algunos niños corriendo por allí, entre la suave oscilación de la hondonada. Me adentré un poco más hacia el bullicio que estaban fabricando. Me senté sobre una banca de madera que encontré en el declive casi imperceptible del sendero de adoquines por el que me había venido desplazando. Respiré profundo.

Levanté la vista. Me dediqué a observar el juego de los chiquillos. Escuché de nuevo sus voces y el ladrido de sus mascotas. Percibí el aire. Lo sentí balancear las ramas de las palmeras más cercanas. Miré hacia el abismo espectacular e inalcanzable del azul del cielo. No había muchas nubes a lo largo de su trazo. Elevé entonces una oración, desde lo más profundo de mi etéreo. Dejé escapar una lágrima. Sabía que Clarence había vendido su alma por alcanzar los favores de Rea, que había apostado con quien no se debe apostar jamás, y que había perdido mucho más que su fortuna y su vida material.

*Banshee: “Mujer de las colinas”, según una leyenda irlandesa.

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