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La Muralla
En lo más íntimo de la piedra, toda muralla alberga el porqué de su existencia y el porqué del plan del hombre en su intención de levantarla. Para algunos siempre fue un misterio. Para otros fue tan sólo una razón de ser que se basó en lo preventivo. Pero, inequívocamente, la muralla siempre fue un guardián inerte de argamasa, plantado allí, frente al fantasma del temor a la invasión, a la muerte, a la pérdida del poder o del imperio.
Parece haber murallas de todo tipo en otros mundos, particularmente en los mundos del temor a Dios y del terror por lo insondable. Existen en los sueños, en los ensueños y en las pesadillas. Son murallas que no se levantan con la ayuda del hombre. Se levantan solas para impedirnos escapar de nuestros más profundos miedos. Y es que casi todo mortal se ve acorralado en algún mal momento de su vida por una muralla personal, y ya no es libre. Sería válido decir que, de pronto usted podría verse asediado por un parapeto que se desplaza hacia su mente, que se proyecta sobre la retina de su ojo inmaterial de muchas formas, bajo la apariencia de un fantasma que puede llegar a llamarse pasión, vicio, ambición, pecado, inercia o cobardía.
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Claro que pienso que es necesario iniciar sin más demora el relato de la historia que me ha llevado a proponer la reflexión anterior. Tenía siete años nada más cuando periódicamente empecé a percibir allí, frente a mis ojos y en el momento exacto de caer dormido, una muralla que me impedía el ingreso al 62
mundo de la entelequia, un muro que aparecía ante mí segundos después de acostarme a la llegada de la noche. Jamás a esa edad logré saber qué significaba experimentar esa visión. Era algo así como enfrentarme, sin jamás desearlo, a una deforme mole de concreto que anteponía entre ella y yo un espacio en anormal perspectiva, un salón disforme, un paraninfo que parecía desafiarme a avanzar hacia allá pero que al mismo tiempo me impedía ver qué había al otro lado de su misterio. Y a continuación el muro —siempre al fondo de la diapositiva— empezaba a desplazarse lentamente, se alejaba de mí, sí, y se desfigurabaaún más en el vacío.
Luego venía la parálisis del sueño. Jamás he de olvidar que la muralla y la parálisis del sueño parecían estar de acuerdo para no dejarme dormir tranquilamente cuando yo era sólo un niño. Jamás tampoco a nadie, ni siquiera a mi madre, le conté de mi experiencia extraña. Recuerdo que ella sí me narraba historias de fantasmas, de duendes, de caballos desbocados, de monjas sin cabeza que se lanzaban al abismo, en fin, de seres que por sus características poco convencionales me llevaban a vislumbrar que existía ese otro mundo: el de lo insondable. Tal vez fue gracias a esa intuición que no quise contarle a ella mis propias historias. Lo cierto es que, en repetidas ocasiones, en innumerables noches, me vi caminando hacia un lugar cercado, cerrado. A veces ese lugar era un parque solitario, lóbrego, encuadernado entre un sinnúmero de aristas sin salida. Otras veces era un callejón oblongo, estrecho, sin final y sin regreso. Y, el peor de todos, un camino incierto al borde de un abismo rodeado de oscuras montañas insalvables.
Aún hoy sueño con eso, aunque ya no es tan frecuente, ya no intimida, ya es solamente una especie de déjà-vu sin
importancia. Sin embargo, aún no sé por qué razón jamás en ese entonces me atreví a mirar hacia atrás en el momento crucial del pasaje silencioso de alguno de esos sueños. Únicamente solía enfocar mi aterrada e imprecisa visión hacia los lados o hacia el frente. Tal vez, porque la muralla me hechizaba siempre desde allí, me embriagaba, me producía un vértigo paradójica o anormalmente absorbente e impactante.
Hace algunos meses, en medio de una de esas visiones se me ocurrió girar sobre mi cuerpo y mirar hacia atrás. Y vi la muralla allí, muy cerca de mí. Era realmente alta, imponente. Y esta vez me perseguía. Se detenía cuando yo me detenía. Parecía querer amedrentarme. Parecía además querer evitar que la tocase. Pero me espoleaba. Me obligaba a proseguir hacia la nada a lo largo de un atajo estrecho hundido en la penumbra, en la soledad, en el macabro aullido del silencio. Deseé entonces despertar, regresar hasta la dimensión normal de mi cuarto, volver, y corroborar que todo era sólo un mal ensueño que nacía en el piélago de mi mente. Y lo logré, mas no me pude recobrar del todo. Me hallé atrapado una vez más en la parálisis del sueño. No podía hablar. Tampoco tenía a nadie cerca a quien hablarle. No podía mover mis manos ni mi cabeza ni mis piernas. Tan sólo podía escuchar el barbecho de mis miedos. Mis ojos, abiertos, aterrados, miraban hacia la penumbra de la pieza.
De pronto, percibí una presencia volátil al lado de mi cama. Me estremecí. Sentí pavor. Quise gritar, sacudirme, despertar completamente. Quise evitar también mirar hacia esa sombra aérea. Pero no podía moverme. Mis párpados tampoco obedecían. Continuéacechando. «No me temas», creí oír su voz, la de mi madre, partiendo desde la silueta que estaba allí, de pie, ante mis
pupilas dilatadas. «No es la primera vez que te persigo entre tus migraciones, aunque tú no puedas verme».
— ¿Ahora estoy soñando?— Mi mente y mis labios trazaron el interrogante, en tanto el corazón acalló a medias el fantasma del estupor. — ¿Por quéno puedo despertar del todo?
«No estás soñando, pero es necesario que regreses a tu alucinación y enfrentes la muralla».
Entonces, me tranquilicé. Respiré profundo.
— ¿Qué significa esa muralla? ¿Por qué me persigue? ¿Por
qué me amedranta?
«Esa muralla es tu conciencia universal, hijo. Es tu tristeza, la que abrigaste desde que eras niño y que luego alimentaste cuando te ataste a la trama de tus vicios. De eso nadie podrá culparte, pero debes regresar y curar tu pasado».
— ¿Es eso posible? ¿Se puede regresar al pasado? ¿Se puede enmendar? ¿Se puede alterar la huella del tiempo?
«Todo es posible, si tu mente así lo inventa».
Mi madre había fallecido unos años atrás, y tal vez no se había llevado al Cielo un buen recuerdo de mí. Poder soñarla o, mejor, verla y escucharla —así fuese entre la parálisis del sueño— era una dádiva.
— ¿En verdad eres tú?
«Soy la que tú imaginas que soy», sonrió, con una
brizna de melancolía sobre sus ojos.
— ¡Quisiera abrazarte y pedirte que me perdones!— , le
«Vuelve hasta tu ensueño, hijo. Cruza la muralla. Regresa entre el pasaje del tiempo y encuéntrame, pues yo también quiero abrazarte».
Se desvaneció su ser en la marisma de un segundo. Pude entonces despertar del todo. Me senté sobre la cama. Mi ser temblaba, pero mi alma sonreía. Tal vez, una lágrima escapó hacia las sábanas, mas no fue de tristeza, tampoco de alegría, quizás de esperanza.
Esa mañana salí a trabajar antes del alba, un horario que se había vuelto rutina. La calle estaba desierta. Hacía frío. Desplegué el cuello y la solapa de mi chaqueta para cubrirme la nuca y el pecho. Aspiré el aire. Luego exhalé hacia el pavimento la respuesta del vaho de mi boca. Miré a lo lejos. Por supuesto que no vi muralla alguna, sólo la calle aletargada y las luces biliosas de los postes. El colectivo no tardó en aparecer. Me encaramé. Segundos después quedé profundamente dormido sobre un asiento que quizás creí encontrar un tanto tibio, otro tanto mullido.
Pasaron varios días antes de que pudiese regresar hasta mi ensueño, pero sucedió. Y allí estaba yo de nuevo, en medio de esa noche sin estrellas. Como de costumbre, no había un camino ante mis pasos, no había un sendero siquiera. Deambulaba mi ser en el fondo de la hondonada. Todo era oscuro una vez más, todo era incierto. Las montañas se erguían monstruosas, infranqueables, intimidantes, ante la lente de mis ojos. No sabía mi razón por qué lado surgir, tampoco hacia dónde ir. No había un destino ni una luz. No había nada. Sólo la soledad y la oscuridad ante la mente. Entonces, recordé las palabras de mi
madre. Giré mi cuerpo y, efectivamente, vi que allí detrás se erguía la muralla. Parecía el muro espeso de una cárcel olvidada entre el castigo. No fluctuaba, tampoco se alejaba. No trepaba a la montaña ni caía en la hondonada. Simplemente lo abarcaba todo, la irrealidad, la incertidumbre, la salida; todo. Me armé de valor. Di cinco pasos hacia ella. Cuando sentí que la podía tocar, levanté mi mano e hice contacto con la piedra. Supuse en ese instante, no sé por qué lo supuse, que palparía con mi piel el hielo del tiempo que abarca lo que ya se ha ido con la muerte, mas no fue así. A cambio de eso, mis dedos penetraron sin problema a través del mamotreto. Se agitó mi alma. Mi cuerpo todo o, mejor, mi etéreo, prosiguió tras el impulso de mi mano y, caminando sin prisa, me adentré en la mole. Todo empezó entonces a cambiar vertiginosamente. Sentí el gentil empuje de la brisa que era desplazada hacia mi rostro por el alud de un manantial cercano. Creí flotar muy libre, sin aparente dirección, tal vez hacia el pasado. Luego, en la mitad de aquel suave vértigo envolvente supe que, efectivamente, mi memoria se volcaba hacia atrás, hacia las cisuras de la maza que acababa de cruzar y hacia el olvido del error y del terror. Los recuerdos malos estaban a punto de quedar a la zaga. No tardé en salir al otro lado y, tal y como lo había intuido, a ese costado de la balumba me esperaba un chorro de agua transparente, una cascada, un torrente que empezó a explotar sereno sobre mi cabeza, pero que me obligó a mantener los párpados cerrados. Era como estar bajo la catarata, detenido cerca de la proa del bote —sobre las aguas del Niágara— , en el corazón mismo de la caída del remolino de cristal. Noté feliz, muy feliz, que las escamas de las memorias que asesinan se iban diluyendo atropelladamente bajo la fuerza del manantial. Supe bien que era mi alma la que estaba lavando allí su tizne y su bazofia. Luego,
no elaboré ni tracé para mi mente una memoria más o un mal recuerdo más.
Caí en un nuevo ensueño, en uno diferente. Me encontré abriendo la puerta de una casona de dos pisos. La reconocí al instante. Hace mucho tiempo yo solía vivir allí con mis dos hijos y mi joven esposa, al fondo del solar que había en el primer piso. Entré. A medida que avanzaba por el corredor hacia la alcoba, escuché que mi niño había adivinado que yo acababa de llegar a casa.
« ¡A papá gu!», oí que decía. Supuse que debía estar sobre la cama doble, la de todos, jugando con su hermana. Él tenía dos años; ella, uno. Llegué hasta la puerta del cuarto. Lo observé todo por unos segundos. Mi esposa estaba muy cerca de ellos. Le estaba hablando a la niña. Me abstraje por un instante. Supe que el cuadro que tenía frente a mí, ése que insistía en llenarme la razón de nuevo, era absolutamente mío; y era tierno. Quizás siempre lo había sido. La radio estaba encendida. Se escuchaba una melodía inigualable. La identifiqué también sin demora. Los cuatro solíamos escucharla a menudo: Rapsodia para piano de Rachmaninov, sobre un tema de Paganini.
Me despegué del marco de la puerta. Caminé hacia ellos. El niño me recibió, agitando las manos. Me habló de nuevo a su manera. No era extraño en él. Desde que cumplió los seis meses había empezado a conversar conmigo abiertamente. Lo levanté en mis brazos. La pequeña, al verme cerca, también dejó escapar su propia alegría hecha de balbuceos y sonrisas adquiridas en algún lugar del Cielo. Dejé al niño sobre el edredón. La alcé. Me sentí feliz allí, irremplazable, importante. Algo me decía que permaneciese con ellos por siempre, que no cambiase por nada ese destino, que no saliese a la calle a buscar 68
alcohol, droga, sexo promiscuo, que no huyese a mendigar por lo que no se me había perdido. Y así lo hice. Me detuve allí por varias noches; y por siempre. Dormí con mis hijos sanamente, profundamente. Compartí todos sus sueños de ángeles, de duendecillos y de prismas de colores.
Siete días después me dirigí a casa de mi madre. Cuando abrió la puerta tuve la certeza de que los dos estábamos cumpliendo una especie de promesa, un acuerdo abullonado en algún sitio, allí, entre el último intervalo de un ensueño que tenía que desaparecer del registro virtual de mi memoria para empezar a desafiar sin miedo la huella inexorable del tiempo. Nos fundimos en un abrazo. Aprendí otra vez con ella a sonreír.
Supe que todo cambiaría desde ese momento en adelante. Era cual tener una segunda oportunidad sobre la vida misma, era como comenzar una existencia paralela, pero en una versión inocua, en una trascripción sin más murallas.