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Tatuaje de fuego
Cuando lo descubriste, creíste que acababas de abrirle la puerta de salida a la más grande confusión que hasta entonces había pernoctado en el archivo de la galería de tu vida. Era como si hubieses empezado a percibir la luz al filo del amanecer luego de haber existido entre una noche sin luminarias ni cometas. Y es que, siempre supiste que no bastaba con conjeturar que así tenía que ser, puesto que eso era lo que tu poder de percepción te había enseñado, así que, necesitabas pruebas. Era ineluctable darle pie a tu filosofía. Todo concepto se hacía cierto cuando su estructura metafísica era concreta. Te habían dicho en la escuela que los científicos no siempre fueron sabios, pero que tampoco pertenecieron al ejército de los imbéciles que divagan en la nada. En algún punto de sus hipótesis tenían algo de razón y, así no la tuviesen, no se les podía despreciar por ser escépticos. Simplemente, eran mercenarios de la utopía material; de la no fe. La verdad no pudo quedar oculta por más tiempo. Los reptiloides sí existían, allí, a tu alrededor. Eran humanos, como lo eras tú, o humanoides, como lo eran los seguidores de la locura del infierno. La evidencia concluyente acababa de surgir de un evento que viviste, uno que parecía haber sido arrancado de las páginas de un relato de ciencia ficción, pero que terminaba por situar la imagen total de esa hipótesis sobre la diapositiva de tu realidad.
Todo empezó la noche en la cual la viste desnuda frente a ti. El final del día había insistido en ser perfecto hasta ese instante. Ella se acababa de quitar la blusa. Estabais en un 5
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cuarto de motel. La observaste y viste… aquello. En sus brazos, más exactamente en la curva interior de sus antebrazos, sobre la suave piel de la convexidad de sus flexores, ella tenía dos extensas cicatrices, una a cada lado. Pero no eran cicatrices. Claro que no. Parecían ser tatuajes, repujados por el fuego de algún tipo de magia que había delineado un doble y sutil altorelieve sobre su piel morena. La simetría era perfecta. La figura, indefinida pero magnética, bizarra, envolvente.
— ¿Qué te pasó en los brazos? —Manifestaste tu inquietud con un murmullo.
—Me quemé cuando era pequeña.
— ¿Cómo sucedió?
—Mi madre había dejado aceite hirviendo en una paila. De pronto, desde el patio me llamó y me pidió que cogiera un limpión y le llevase la paila a la mesa del comedor, donde ella estaba. Era demasiado peso para mí. Ya puedes imaginar el resto.
Te quedaste parado en la mitad del cuarto, asombrado, pero no sentiste rechazo ni repudio hacia ella. De ninguna manera. Por el contrario, esa perfección de la simetría de sus tatuajes te embrujó. Además, la joven era de tu gusto: muy dulce y sensual. ¿Qué podían entonces en ese momento importar dos tatuajes que quizás no eran tatuajes, si la habías venido deseando durante semanas y allí estaba, por fin, a tu antojo? Sucedió lo que tenía que suceder, y al día siguiente te quedaste nuevamente solo. Ella viajó a su pueblo, a casa de su madre. Te dejó supremamente inquieto, cercanamente enajenado. La expresión ingenua pero voluptuosa de su rostro, la sinuosidad de su joven cuerpo, los tatuajes, todo, empezó a dar vueltas en
tu mente con el paso de las noches entre la escalada de las primeras lluvias de noviembre. Tu memoria le fabricó un nicho de plata. Un poco más, y la habrías imaginado ascendiendo a la constelación de Las Pléyades, a La Galaxia del Sombrero o a otra nebulosa no menos maravillosa.
Los días cabalgaron hacia la nada. Ya no lograbas conciliar el sueño. Dabas vueltas sobre las mantas de tu cama. Parecías estar entrando en un vórtice de demencia. Sin embargo, al amanecer de una mañana fría lograste respirar profundo. Intentaste apaciguarte, reflexionar, analizar el esquema de tu embrollo. Miraste hacia el techo de tu cuarto en sombras. Pero no encontraste nada. Y estabas así, como jamelgo perdido entre un embudo de neblina, cuando de repente te envolvió la parálisis del sueño, ésa que te daba de niño cuando tu alma estaba inquieta, aterrorizada o tensa. Quedaste quieto allí, sobre el colchón. Se hizo más densa la oscuridad de tu pieza. No podías moverte. Sólo tus ojos percibían el contorno de tu individualidad; también tus oídos. Tu mente se vio anclada una vez más al acantilado del recuerdo de aquel tatuaje. Se desplazó al abismo el carrusel de los segundos. Pero, súbitamente, sentiste que algo — ¡o alguien! — atravesaba el vidrio de la ventana que de tu cuarto daba al patio de ropas, una sombra, un perfil espeso, un ente indefinido. Se quiso congelar tu razón. Te asfixió el concepto de lo que debe ser hallarse inmóvil y no poder volver jamás a la dimensión de lo normal. Tus ojos abiertos expandieron sus pupilas. Se zarandeó tu etéreo. Se quiso congelar tu alma entre un absurdo, pues el termómetro señalaba los veintisiete grados de temperatura. La silueta se acercó. Se posó sobre tu cuerpo. Te aprisionó. Deseaste inmediatamente visualizar su verdadera forma, su anatomía, su esencia. Advertiste entonces que tenía varios brazos, que era como una 7
mezcla de arácnido y lagarto, una entidad cálida pero particularmente extraterrestre, alienada pero complaciente, un fantasma que no hablaba ni preguntaba nada pero que te doblegaba. Supiste que era ella. Claro que lo supiste. Por eso quizás no te maltrató ni te devoró, porque no la rechazaste. Pero te subyugó. Te poseyó una vez más en cuerpo y alma. Caíste en un vacío empalagoso, en un enredo melifluo, insano, meloso. Dejaste de sufrir. Se escaparon hacia lo remoto de la nebulosa tu temor y el hielo de la hipotermia de tu miedo, y quedaste así, dormido, soñando con sus tatuajes y sin saber nada de nada.
A la mañana siguiente decidiste bajar hasta su pueblo, hasta la casa de su madre. Más te hubiese valido no haberlo hecho.