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Viernes Híbrido
Esta historia contiene palabras y escenas algo densas. Su lectura no es recomendable para mentes vulnerables. Tampoco para menores.
Ojeda, cantante barranquillero de profesión —apodado El Currambero—, había llegado a convertirse en una de las personas más controvertidas que jamás el guitarrista Teo Saavedra hubiese conocido. Dios no existía en su mente, tampoco en su alma. Tal vez jamás había existido Dios para él, ni en su niñez ni en sus sueños. Él era su propio dios. Faltando sólo unos pocos días para que se desintegrase la banda de Son de la cual los dos hacían parte —luego del accidente del percusionista, el caleño Sergio Machado—, el Currambero adquirió un vicio más: el juego de cartas. En el proceso de la búsqueda de satisfacción para su nuevo desenfreno ya había perdido una buena cantidad de dinero, dinero de su familia y dinero de lo que le reportaba cada contrato que obtenían con la banda. Y los contratos ya no llovían tanto como antes. Una noche de un viernes, luego de haber hecho unos pesos tocando con Teo y otros músicos en una tasca de La Candelaria —al oriente de la capital—, Ojeda decidió meterse a una casa de juego que quedaba por allí. Nadie nunca supo cómo fue, o qué pasó, pero lo cierto es que esa noche empezó a tener suerte con las cartas como jamás antes le había sucedido. Teo había estado a su lado por un par de horas, viéndolo ganar. El barranquillero le había pedido que lo acompañase. Sin embargo, a las dos de la mañana el tiempo del guitarrista se cumplió. Se
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despidió, y se fue para su apartamento a encontrarse con una joven estilista con la cual ya había acordado cita para dormir y para beberse el resto de la noche. El cantante entonces se quedó solo en el casino, frente a sus perdedores. A las tres, el lugar empezó a cerrar sus puertas. El administrador apagó las luces que daban a la calle. Adentro, algunos desenfrenados continuaron apostando. La suerte siguió tocando una buena tonada para el Currambero por otro par de horas. Salió de allí a eso de las cuatro y media. Había dejado su auto —un Renault azul— en un parqueadero cercano, a dos cuadras del salón de juego.
Era ésta una de esas noches mestizas, de ésas que guardan fantasmas de carne y hueso entre la penumbra. No obstante, él no pensó en nada de eso. Acababa de embolsarse un par de millones, nada mala razón como para no poder ignorar los miedos o no poder dirigirse bien contento hacia el aparcadero. Mientras avanzaba, empezó a silbar una de sus salsitas preferidas —el Juanito Alimaña de Héctor Lavoe. Le fascinaba la Salsa Brava. En un delicado y lejano sonar de violonchelo, el viento murmuró al mismo tiempo otra propuesta, una de grises premoniciones.
Sonrió. Pensó en María Victoria, su amante, cantante nada famosa pero también hundida en otros tantos vicios como él. Dio por descontado que ella estaría esperándolo con más de una sorpresa entre las paredes de su aposento, allá, en un barrio al occidente de la fría Bogotá. Su cerebro de músico del montón empezó a trazar entonces esquemas de morbo y alucinación a cada paso. No obstante, esos esquemas de carne y perico jamás se materializaron esa noche.
Todo empezó cuando un extraño y bizarro taconeo se 34
adhirió a sus pasos y a sus delirios desde el eco de la percusión del pavimento.
— ¡Entonces qué, ruiseñor! —La voz era áspera, intratable. Tanto, que le interrumpió la música virtual y los devaneos— . ¿Silbándole cositasa la noche?
Sintió helada su sangre. Lo envolvió el peor de los presentimientos. También sintió el glacial de la boca de un revólver en su nuca. Levantó la mirada. Se desentendió de los desvaríos. Despertó en el momento más crudo que iba a vivir su mediocre realidad. Eran cinco los malandros, cinco, con aliento a bazuco y yerba. Cuatro lo rodeaban, dos de ellos con enormes patecabras, los otros dos con armamento pesado. El quinto atalayaba desde la esquina. Simplemente, se habían materializado allí, entre el concierto de sus pasos sobre los adoquines de cemento, como eyectados desde las sombras.
— ¿Será desgraciadamente remoto aspirar a obtener una contribución metálica para Carne Asada y sus humildes cofrades? — Continuó la misma voz desapacible. Era un moreno alto, desencajado y macizo, pero aún joven. Lo había rodeado, constriñéndole el abdomen con su revólver niquelado.
—Acabo de perder todo mi dinero en el casino —Ojeda intentó mostrarse tranquilo.
— ¡Las malas lenguas vaticinan lo contrario, Pinocho! — Siseó el segundo de los maleantes, parándose a su espalda para asegurarlo por el cuello. Luego le haló la nariz con dos de los dedos de su mano izquierda mientras que, riendo, con la derecha le colocaba el filo del puñal contra un segmento vital del arco de la garganta. El cantante alcanzó a escanearle la risa. Talló esa jeta en su memoria.
—Me dicen La Guagua, vecino —prosiguió el del puñal— . Eso significa que yo encarno la muerte. Y hemos venido observando que a ti como que te soda cantar Juanito Alimaña. ¿No te gustaría que El Gato y yo te la coreografiáramos con todos los juguetes?
«La calle es una selva de cemento», pensó el barranquillero sin habérselo propuesto, al escuchar el nombre de la canción de Lavoe que él había venido silbando. «Ya no hay quien salga loco de contento, dondequiera te espera lo peor».
— ¿En qué calzoncillo va la guita que coronaste, perro? — Silabeó el moreno interrumpiéndole las lucubraciones, en tanto los otros tres empezaban a romperle los bolsillos de su jean de marca.
El canto ácido de las voces fétidas de los maleantes se incrustó para siempre en su memoria. Sabía que nunca había sido un valiente. Por el contrario, sabía que era un hombre grande en estatura, pero cobarde en la escena. Lo había demostrado muchas veces en las trifulcas en los bares. Sin embargo, sacó coraje desde algún rincón de su soberbia. Dejó escapar un par de madrazos y otro igual número de maldiciones. Agitó piernas y brazos, pero con eso sólo logró abrir el maletín de los malabares que precipitaron su mala carrera de músico a la basura. Arduo o, más que arduo, imposible, le iba a resultar olvidar las caras nebulosas, los asquerosos eructos, los apodos, las voces sincopadas. Inútil le fue maldecir y suplicar allí mientras lo apuñaleaban sin compasión y le sacaban el dinero y el Samsung de entre los calzoncillos.
Salieron a perderse, dándolo por muerto. El bizarro taconeo que minutos antes había abierto los efectos sonoros del
Todo empezó a desvanecerse hacia la nada sobre el corcel del carruaje de los segundos. Comenzó a botar sangre de su brazo derecho, de la vecindad del esternón, de su garganta, de su espalda, como leche bota una dulce madre desde su generoso grifo. Se arrastró como pudo, como gozque masacrado, tratando de cubrir la media cuadra que le faltaba para llegar al aparcadero. Se dio cuenta entonces que había recibido una puñalada más, precisamente en la boca. Esta puñalada le graficó en el término de dos meses una cicatriz en forma de chicle aplastado que le decoró el vértice del labio inferior y le acarreó, tras la infección, la destrucción de gran parte de la laringe y la devastación de un tranco de las cuerdas vocales. No obstante, en el garaje recibió los primeros auxilios. Hasta allí llegó en unos minutos más la policía. Se lo llevaron de urgencias a La San Pedro Claver. Allá perdió el sentido. Se le desvanecieron por unas horas los compases de su salsa y el perfil del cuerpo de María Victoria. No obstante, los cirujanos le salvaron la vida.
Se dice por ahí que hasta el hombre más cobarde puede sacar valor del fondo de su alma cuando ha sido herido de tal forma que ya nada queda para dar por perdido, y puede llegar a convertirse en un héroe; o en un criminal. A Ojeda le sucedió de esa manera. Había perdido a María Victoria. La mujer, al verlo inútil, medio inválido y deforme, ya no quiso saber nada de él porque, y esto fue peor aún, el cantante acababa de perder para siempre su poderosa voz. Le quedó una voz extraña, chillona, como baladro de hiena hambrienta, la cual ya para nada le servía en banda alguna. Entonces un día, dialogando con Teo algunas semanas después de aquella noche miserable, tomó una decisión. 37
— ¡Esos hijos de puta cometieron un grave error! —Aulló, sin poder evitar emitir el timbre agudo que le había heredado su destino.
— ¿Cuál?
— ¡Darme por muerto!
— ¿Qué piensas hacer?
— ¡Más les valiera a esos malparidos haberme rematado de undisparo! ¡Los voy a fumigar a mi manera!
— ¿Crees que te será fácil ubicarlos?
— ¡Me importa una mierda cuántos años tome para ubicarlos! ¡Voy a degollarlos! ¡Voy a vender el carro! ¡Voy a comprar un revolver y otras cosas! ¡No me queda nada más por hacer en esta puta vida!
Teo se quedó mirándolo, perdida toda esperanza. Sabía que el barranquillero no había escuchado jamás palabras de consuelo y que menos las escucharía entonces. Se puso de pie. Se despidió, profundamente triste, deseándole suerte. Ambos entendían que ese era el fin absoluto de la banda y que quizás jamás volverían a verse.
Pasaron los días. Ojeda hizo averiguaciones. Tuvo éxito. Se materializó entonces el segundo viernes mestizo de esta historia, un viernes nuevamente híbrido. Poco antes de la medianoche, salió de su tabuco hacia La Candelaria. Se fue caminando, sin cantar. Una hora más tarde sesgó con la suela de sus zapatos el cruce de La Calle del Palomar del Príncipe con Carrera Cuarta, esquina de sus peores recuerdos. Le habían 38
asegurado que los encontraría jugando, bebiendo, fumando y fornicando, en una p e l i g r o s a pocilga de perdición y de prostitución, no muy lejos de esa esquina. Constriñó el ascenso en esa dirección. Había vendido el Renault. Había comprado una pistola automática de fabricación alemana, un par de gramos de cocaína y una costosa cápsula del más letal cianuro. Sin embargo, no sabía para qué o para quién había adquirido el cianuro, quizás para sí mismo, pero igual lo llevaba en su chaqueta aquella noche. También llevaba unos pesos para solventar cualquier gasto extra.
Llegó hasta el burdel. Observó la fachada. No se molestó en recordar que allí jamás había estado. En la puerta dio un billete de cinco a manera de soborno, sabía que así lo dejarían seguir sin problema. En un par de segundos, se sintió tranquilo. Estaba en el corredor de la antesala.
El olor del lugar era nauseabundo, pesado, igual de asqueroso al hedor del efluvio de los cadáveres de las ratas. No obstante, no se tapó las fosas nasales. Avanzó hacia el interior de la casona. Luego de haber sido ingresado al salón en donde a veces se llevaba a cabo el desfile de las niñas —la pasarela que el lugar tenía para animar a los nuevos clientes a hacer una pronta elección y animarse a fornicar— , se sentó en un rincón frente a una mesa pequeña. Respiró profundo. Empezó a afinar su mejor sentido —el del oído—, el que poco o nada había sufrido durante el atraco. Sin embargo, en ese momento tan sólo escuchó que alguien le hablaba tangencialmente. Alzó la cabeza.
— ¿Brandy o ron? —La pregunta había partido de los labios de un mesero joven—. No se vende menos de media botella, y se cancela por adelantado.
—Una de brandy —Extrajo lentamente el dinero, del bolsillo interior de su chaqueta— . Y un paquete de cigarros.
— ¿De cuáles?
—Cualquiera. Decidió tomar las cosas con calma. Miró a todo lado. No se veía a nadie conocido. Las voces tampoco le decían mucho. Pasaron los minutos al abismo del olvido. Se bebió entonces un par de tragos. Llamó al mesero. —Mándame una mujercita, quiero compartir ésta de brandy.
— ¿Desea que desfilen las niñas? —No, no hace falta. Sólo mándame una de las que estén por ahí solitas. El joven se encogió de hombros y regresó sobre sus pasos para cumplir con el pedido del cliente de la voz aguda. A los pocos minutos apareció sola la niña. Era una mujer de unos treinta años, delgada, pelirroja teñida, de piel trigueña y ojos de color marrón. El cantante la invitó a tomar un trago. Un momento más tarde, ganada una buena parte de su confianza, le pidió que se trasladasen a otro salón, a uno en donde hubiese más gente y se pudiese bailar. Ella aceptó. Lo llevó al salón central, un aula enorme como potrero de suburbio. Estaba atestada de mala gente y de voces. Luego de sentarse con la trigueña por allí cómodamente, volvió a afinar su oído. Miró con calma una vez más. Pronto tuvo suerte. Los bandidos del atraco, o por lo menos tres de ellos —el que hizo de atalaya esa noche no importaba porque nunca pudo conocerlo—, departían con sus nenas en una mesa exclusiva. Estaban chupando aguardiente y fumando marihuana. Sus voces
escupían sólo basura y maldición a todo lado. Empezó a clasificar los timbres de esas frecuencias tan odiadas, tan furiosamente anheladas. Aquilató minuciosamente el color del sonido exhalado entre cada imprecación. Luego lo confrontó con el panel de sus más abominables recuerdos.
Los enfocó de nuevo. Supo con certeza que sólo faltaba uno de los cuatro facinerosos de aquel viernes desgraciado — el moreno—, el gigante del revólver niquelado, aquél a quien recordaba muy bien por el sobrenombre de Carne Asada. Ése no estaba en el salón. Sin embargo, sentados allí no más, a su espalda, estaban El Gato, La Guagua y el tercer protervo —el del segundo revólver—, el mismo que lo había desnudado y le había quitado su dinero y cuyo alias no había sido mencionado en la maraña de aquella triste madrugada.
Giró lentamente la cabeza. Miró a la mujer. Miró la botella y los cigarros. Encendió uno. Volteó, y escudriñó las caras de los asaltantes una vez más. Sí, eran ellos. No cabía la menor duda. Ellos lo miraron también, de pronto, pero sin la más pequeña intuición.
Se reacomodó sobre su asiento. Continuó dialogando con su acompañante. Se bebió otro vaso de brandy. Quince minutos más tarde, el ángel de la determinación, el de la fatalidad, empezó a echar sus propias cartas. El Gato se había puesto de pie para dirigirse hacia un corredor que estaba al lado opuesto del salón.
— ¿Qué queda por ese corredor? —El ex-cantante puso un billete de veinte mil en las manos de la mujer de ojos cafés. Sabía que no volvería a verla.
—El retrete.
—Ya vuelvo— Se enderezó. Abandonó la mesa. Se dirigió hacia allá.
Encontró fácilmente el mingitorio. Era amplio, y en ese instante estaba casi vacío y algo oscuro. Entró silenciosamente; sin afán. El Gato orinaba al fondo de la penumbra, tarareando una tonada de música traqueta. El cantante caminó hacia él. Se adaptó al juego de las sombras. Se le parqueó bien cerca, con su cabeza agachada. Supo que estaban solos. El narcocorrido seguía llegando desde el salón de la pista de baile. Los parceros gritaban las líricas.
Sacó del bolsillo de su chaqueta la cápsula de cianuro. La dejó entreverada ágilmente entre dos de los dedos de su mano izquierda. Algo parecido había hecho muchas veces con las cuerdas de su guitarra. El otro aún no había reparado en él. Con la mano derecha entonces, Ojeda extrajo de otro bolsillo el sobre con la cocaína. Lo abrió. Empezó a saborear ruidosamente con la punta de la lengua. Luego, aspiró un par de veces sin el más mínimo caché. Ante toda esta parafernalia, El gato volteó a mirarlo.
— ¿Le provocaría afinarse, compadre? —Convidó el músico, con la debida reserva del timbre de su voz aguda.
— ¿Es de la buena? —El malhechor le puso exploradoras a sus ojos.
—Claro. Yo invito.
— ¿A cambio de qué mierda? ¿Esperas que te folle aquí en el baño, marica?
—A cambio de ninguna mierda. Tengo mucha en mis bolsillos. Hoyte ganaste la lotería.
El Gato paró de orinar. Se cuadró frente a él, recibiendo el sobre con el cristalino alcaloide. Sus ojos se abrieron como anchoas, ante el festín que veía venir cercano. Entonces, en tanto el hombre se metía las manos entre el saco para extraer una pequeña navaja que le ayudaría a organizar mejor el consumo, el cantante se le cuadró muy cerca y, cuando lo creyó conveniente, sacando toda la fuerza acumulada en el fardo de su resentimiento y en el dolor miserable de su desgracia, le asestó un rodillazo de demonio alucinado, de Sansón humillado, justo en la mitad de la entrepierna, allá donde suelen dormir las gónadas. En su rótula se habían concentrado los mil kilos de su sed de venganza.
El Gato asimiló amargamente el trastazo. Soltó la navaja y el sobre con el perico. Abrió la boca maloliente de par en par, desorbitando los ojos verdes entre un cántaro de lágrimas. A continuación, inició sin demora un maullido de ira que tuvo que tragarse cuando Ojeda le embocó en la garganta la cápsula de cianuro líquido. Mientras le aprisionaba la cabeza con el brazo izquierdo y le tapaba la jeta con la mano derecha, el barranquillero recordó que el hombre que le había vendido el ácido —un corrupto químico metalúrgico del sector de San Victorino— , le había garantizado una acción inmediata; letal.
Y así fue. El malandro se dobló sin fuerza. Golpeó brutalmente con su cabeza el canal del meadero. Luego, mientras moría, empezó a arrastrarse hacia su verdugo, ahogándose entre una maldición innombrable pero pródiga en esencia de almendras. Expiró en menos de medio minuto. Sus ojos quedaron abiertos a la llegada de los demonios que acarrean ciertas almas al infierno. Un espeso hilo de baba amarillenta comenzó a salirle por el vértice de los labios. El cuadro era
definitivamente asqueroso, desagradable. Por añadidura, la música insulsa que continuaba manoseando el aire, sumada a los gritos de los que la coreaban y la bailaban allá afuera, buscaba un eco también despreciable entre las puertas de las tazas del baño.
A Ojeda le importó un carajo todo eso. Él ya no era más un músico. Era ahora un criminal de fría sangre.
— ¡Vuela hacia tu averno de mierda, félido malparido!
Escupió sobre el cadáver. Lo cogió por las piernas. Lo arrastró hasta el último inodoro. Antes de cerrar la portezuela, lo esculcó. El hombre llevaba un puñal descomunal atrás, a la cintura, quizás el mismo de la macabra noche de aquel viernes del casino. El barranquillero se hizo a él. Cerró la hoja de metal del retrete. Luego, se escondió tras la puerta de la taza vecina para esperar, para simplemente aguardar. Supuso que alguno de los dos maleantes que quedaban en el salón vendría pronto al extrañar a su Gato camarada. En tanto permanecía así, al acecho, se acordó de María Victoria. Evocó su cuerpo, cuando roncaba muy suavecito más allá del amor físico y el consumo. Ésos eran los buenos tiempos, los de las musas agradables, días en los cuales todo parecía enamorarse de todo. Pero en esa amalgama de aptitudes con veleidades, en esa mezcla de verraquera con fatiga, en esa metamorfosis que daban la perica y el alcohol, en esa ilusión musical de creer que era fácil entenderlo todo o de soñar que era factible poseer una indumentaria para vivirlo todo, ninguno de los integrantes de la banda se dio por enterado que muy cerca de ellos se estaba estructurando la ninfa de la muerte.
Pasaron diez minutos. Escuchó un taconeo, el mismo
taconeo que en la noche del atraco hubo depositado en lo profundo de la oscuridad de su alma un eco miserable, un recuerdo asesino. Eran los pasos de La Guagua —la supuesta encarnación de la muerte. Analizó las opciones. El perico se había desparramado sobre el mingitorio. El cadáver del Gato había brillado con él el baldosín al ser arrastrado hasta el último cubículo. Sin embargo, tenía el puñal y tenía su propia automática alemana.
—El Gato marica se ahogó entre los miados, ¿o qué mierda? — Oyó que profería con voz de beodo perdido el que estaba haciendo su ingreso al más yerto paralelogramo del proscenio.
No tembló; para nada. Tampoco sonrió. Siguió esperando, relajado, detrás de la puerta del inodoro. Helada corría su sangre. Su venganza aún empezaba. Acababa de concluir que La Guagua estaba borracho, que no coordinaba movimientos con ideas. Lo escuchó incluso dar un par de traspiés entre risas estúpidas. Lo adivinó buscando cubículo por cubículo a su compañero Gato. Sonrió entonces, con una mueca perturbada. Aferró el enorme puñal con sus dos manos. Lo levantó, dibujando un vértice homicida sobre su cabeza. Calculó distancias y sitios corporales.
El maleante avanzó. Se inició el conteo de los últimos segundos de su descarrilada vida porque, al abrir la puerta del retrete donde estaba atrincherado el barranquillero, faltándole tan sólo un cubículo para encontrar el cadáver del que fuese su hermano en la paternidad del demonio, se resbaló. Perdió la compostura. Perdió también reflejos irreparables ante la confusión que le acarreó el encontrar allí, frente a su hocico, a un gigante presto a degollarlo. Su cuello quedó ampliamente
expuesto a la apertura de las cartas del verdugo. Éste, entonces, lo tomó por los cabellos. Luego, en un zigzag brutal, le cercenó la yugular y la garganta. Prácticamente lo degolló. La Guagua no pudo argumentar nada. Sólo despidió un susurro de terror adimensional y un verso de miserable tos, vomitados ambos entre coágulos de muerte.
Ojeda arrojó el cuchillo tras la taza. Se miró las manchas de plasma escarlata que acababan de adherirse a las sinuosidades de sus manos y a los pliegues de su ropa. Sintió asco. Saltó sobre ese cuerpo que se estremecía horriblemente. Caminó muy relajado hacia el hueco de la puerta. La sangre de La Guagua no tardaría en cubrirlo todo. El verdugo salió de allí, acomodándose la chaqueta y alisándose el cabello. Se dirigió hacia la mesa de los maleantes. Sabía muy bien que sólo uno de los que habían estado en esa mesa permanecería aún allí sentado. Y no se equivocó. El tercer atracador aguardaba invariablemente en su sitio, solo y medio dormido. Las mujeres que habían estado departiendo con él y con sus secuaces se habían marchado hacia la pista para bailar con otros hombres.
Se acomodó tranquilamente al lado del que esa noche del ataque lo había golpeado sin compasión ni elegancia, lo había casi empelotado, le había rasgado los calzoncillos y le había extraído su dinero y su Samsung. Lo esculcó rápidamente. Comprobó que no estuviese armado. No lo estaba. Sin demora, su mano izquierda se curvó entre la funda de tela de su cazadora de cuero. Extrajo la automática alemana por debajo de la mesa. Repugnante olor a yerba saturaba el aire del contorno.
—El Gato y La Guagua te están guardando un catre entre la mierda del orco, pedazo ’e marica —le silabeó suavemente al 46
Le colocó la cresta del arma contra el ombligo. El otro, trabado, atolondrado, víctima del consumo y el alcohol, no atinó a asimilar sabiamente que un carnicero se acababa de sentar a su lado. Creía estar soñando estupideces. Sin embargo, al aquilatar las palabras de Ojeda y su silabeo asesino con timbre de hiena, abrió bien los ojos. Se obligó a despertar. Vio el arma contra su redondo vientre. Empezó a tiritar. Se le pasmó la pea. Al cantante le fascinó saber que el hombre estaba aterrorizado, que tenía el miedo entreverado entre el trasero y el asiento. No obstante, era necesario acabar pronto con el concierto de sangre de esa noche. Decidió entonces averiguar sin más demora por el paradero del Carne Asada.
— ¿Dónde está el negro maldito? —La luz difusa del salón y el ruido de la gente se fusionaron con su chillido de hiena.
El criminal lo miró abiertamente, y lo reconoció. No obstante, intentó aparecer sereno; fresco.
— ¿Qué hiciste con El Gato y La Guagua? —Articuló—. Se me hacía extraño no verlos regresar.
—Están atados en el baño, huevón. ¿Quieres ir a desatarlos, Einstein?
—Si sumercé me lo permite… —El maleante se atrevió a soñar por un momento que hallaría en el camino al baño la oportunidad de deshacerse de él.
—Claro que te lo voy a permitir, rata obesa —Sin quitarle los ojos de encima, impidiéndole que se pusiera de pie, Ojeda le sonrió—. Sin embargo, antes de ir a cagar me vas a responder a la pregunta que te hice, partícula de mierda. Te la voy a repetir
—El mancito debe estar arriba, meneando la nalga.
— ¿En cuál de las habitaciones, cabrón? ¡Mirá que ya me dieronganas de patearte el culo y fusilarte!
El facineroso empezó a temblar de nuevo. Trató de controlarse. El recorrido de su perdida existencia le había dado a diferenciar bien, a partir de la expresión real de las caras, a los que en verdad estaban decididos a matar, de los que sólo estaban amedrentando. En otras palabras, en el rostro del barranquillero el mandinga visualizó al jinete de la muerte.
— ¡Doscientos siete! —Sintió correr un arroyo fresco allá, abajo, en la costura de la bifurcación de los calzones— . Habitación doscientos siete!
La luz mortecina del salón, la gritería de los que estaban bailando, la bulla del ejército de Satanás, más el volumen estridente del reguetón que estaba sonando, tapaban todo ruido, todo grito, toda amenaza, todo balazo, todo crimen. Ojeda lo entendió de esa manera. Aferró en un segundo al criminal por los cabellos y, cuando lo vio abrir la boca de estercolero para pedir auxilio, le descargó un balazo, uno sólo, entre las llantas del vientre. Así no más.
Sonó un estallido sordo, algo así como el saludo de la pólvora de los ignorantes que creen que la navidad se hizo para beber y para dejar quemar a los pequeños. Sin embargo, ninguno de los bailarines o de los bebedores o de los viciosos allí presentes escuchó una diferencia de ruidos, y menos un balazo, entre el lodazal de estruendos que polucionaban el lugar. Por su parte, la niña de los ojos cafés hacía rato que se había ido a
bailar con su carnal, llevándose consigo el remanente de la botella de brandy del cantante. El bacanal no se había detenido ni por un segundo. En algún oscuro rincón del basural Lucifer sonreía, complacido.
Sin perder un solo segundo, el Currambero se descargó el cadáver del infeliz ladrón de encima de su regazo.
— ¡Habitación doscientos siete! —Masculló, al borde del delirio—. ¡Para allá voy, negro hijo de puta!
De nuevo, todo su cuerpo, sus manos, su ropa, todo, estaba impregnado de viscosa sangre. Se encogió de hombros. Se puso de pie. Se alejó de las mesas. Se dirigió hacia las escaleras. Voló hacia el segundo piso. Dos minutos más tarde, en el momento en el cual estaba buscando desesperadamente el número de la habitación del moreno, se formó la debacle en el primero. Todo el mundo empezó a gritar y a correr del salón a los baños, y viceversa. Alguien había descubierto los cuerpos del Gato y La Guagua. Ojeda decidió entonces abrir a patadas puerta tras puerta, pistola en alto. No había manera de encontrar la habitación 207. Las puertas de las habitaciones de ese prostíbulo no tenían nomenclatura.
El Carne Asada acababa de despertar, gracias a la algarabía que se había formado en el primer piso. Había tenido muy malos sueños. Pesadillas monstruosas, horripilantes, le acababan de arrebatar el alma a los infiernos. Estaba sudando frío. Sin embargo, intentó dominarse. Escuchó, intranquilo. Presintió algo grave. Tembló la sombra oscura de su espíritu. Se levantó. Se puso rápidamente el pantalón. Encendió la luz. Buscó su revólver niquelado. Su compañera de sexo y droga también se
— ¿Qué pasa, Carne? —Se enderezó la mujer.
— ¡Es mejor que te vistas y te pierdas, Mavi! ¡Alguna mierda graveestá desbaratando la pocilga!
María Victoria se puso de pie. Empezó a buscar su blusa. En ese instante, el músico seguía haciendo como se había propuesto, venía abriendo a patadas puerta tras puerta, pistola en mano. Desde su cubículo, el moreno escuchó de nuevo esos chillidos de hiena y el estruendo de sus patadas contra las mamparas. Jamás supo por qué, pero algo le decía que el que estaba aullando así y destrozando todo a su paso lo estaba buscando a él; precisamente a él. Su mente entonces empezó a graficar clara y velozmente con dimensiones y opciones lo que Ojeda venía haciendo. Sin embargo, no intuyó jamás el hueco del cilindro de la automática de proyectiles alemanes que aquél traía, pero se cuadró frente a la puerta de su pieza a metro y medio del perfil rectangular, revólver niquelado en mano, la boca del arma a la altura de su cabeza. Miró de reojo a su amante. El cantante venía cerca. La gritería, los madrazos y las maldiciones de los clientes y de las meretrices que estaban en los cuartos profanados por sus patadas, se mezclaban con sus salvajes alaridos y equiparaban el nivel de caos de un estadio del infierno. La barahúnda, sumados los dos pisos del lupanar, era indescriptible.
El músico llegó finalmente hasta el cascajo de roble de la habitación del moreno. Se cuadró de frente. Apuntó su arma, sosteniéndola con ambas manos, tal y como lo había venido haciendo ante las otras puertas. Pateó la hoja de color marrón con todas sus fuerzas. María Victoria ya se había puesto la blusa
y estaba de pie al otro lado de esa misma puerta, imprudentemente cerca del Carne Asada. Crujió la madera bajo las botas del ex-cantante. Se hizo un vacío bastante significante entre los astillones.
Los dos hombres alcanzaron a mirarse, pero sólo por una fracción de segundo. La mujer también alcanzó a enfocar la cara del intruso, ¡y lo reconoció! Sin embargo, nada pudo hacer, sino asustarse y aferrarse aún más al brazo del hampón del revólver niquelado. Cuatro haces de pálido naranja cruzaron al mismo tiempo sus diabólicos mensajes en la noche de aquel viernes. María Victoria encajó en el centro de su pecho uno de los impactos. El atracador recibió otro en la cabeza. Ojeda asimiló un tercero. Las tres individualidades cayeron sobre el entablado. Todo había sucedido en un instante. Las balas de la automática alemana del músico habían resultado ser letales. Su dios de lúgubres consejos como que lo seguía asistiendo más allá de lo esperado. Tanto así, que el proyectil que alcanzó a salir del arma del Carne Asada, a pesar de dar en el blanco, no llegó a ser mortal porque María Victoria —la única María Victoria de esta historia— ¡le desvió involuntariamente al atracador el objetivo en el momento mismo del disparo cuando se aferró a él al reconocer a su ex-cantante! Ahora bien, el que ella estuviese esa noche allí presente, precisamente allí y precisamente en ese cuarto, no fue nada extraño. Tal vez, sólo una consecuencia del cambio de dueño de un Samsung en la madrugada de un atraco. Además, nada resulta extraño en la mayor parte de las escenas de la locura de los hombres y mujeres que no buscan de Dios. Nada resulta raro entre los que consumen droga, alcohol y sexo sin descanso.
Habían transcurrido sólo unos segundos. Ojeda se puso de
pie. Resintió el fuego de su hombro herido. Por supuesto que también había reconocido a María Victoria en el instante fugaz de la sorpresa. Se acercó entonces a su cuerpo muerto. Le descargó otro par de balas.
— ¡Zorra maldita! —Vociferó entre lágrimas, ahogada su alma en una miserable condena. Sangre mezclada con vicio corrió una vez más sobre el tapete de la noche.
Llegó la fiscalía. Cinco patrullas rodearon la sede esquinera del burdel. Nadie pudo salir de allí por varias horas. El excantante fue detenido. Meses después fue condenado a cadena perpetua y recluido en La Isla, prisión edificada en la única colina de un perdido cayo del Pacífico —frente al puerto de Tumaco— , reservada para delincuentes de alta peligrosidad.