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El rostro del otro como maestro

Pedro J. Huerta Nuño. Secretario general de EC

En tiempos de incertidumbre, cuando las certezas se desvanecen y los discursos se fragmentan, la educación se convierte en uno de los pocos espacios donde aún es posible imaginar el futuro. Pero no cualquier educación. No aquella que se limita a reproducir esquemas y domesticar la creatividad, sino una educación que se atreva a mirar más allá, abierta al infinito, como propone Lévinas, y comprometida con la transformación del mundo desde una ética del encuentro.

La celebración del Jubileo del mundo educativo en Roma se nos presenta como interpelación. Una nueva llamada a revisar nuestras prácticas, nuestras estructuras, nuestras intenciones. ¿Qué estamos educando? ¿Para quién? ¿Con qué horizonte? El papa Francisco ya nos advirtió que, en un mundo que se desliza peligrosamente hacia la cultura del descarte, donde lo que no produce, no rinde o no encaja es excluido, la educación de ideario católico debe ser un espacio de resistencia simbólica mediante la cultura del encuentro. Esto implica una revolución silenciosa: pasar de una pedagogía de la eficiencia a una pedagogía del sentido; de una lógica de la totalidad a una apertura al infinito.

La educación instrumental, técnica, funcional, tiene su lugar. Pero no puede ser la única propuesta. Si educamos solo para hacer, corremos el riesgo de formar individuos competentes pero vacíos, exitosos pero desconectados, productivos pero deshumanizados. Educar para ser es otra cosa. Es acompañar procesos de interioridad, cultivar la conciencia crítica, despertar la sensibilidad ética. Es enseñar que el conocimiento no es solo acumulación de contenidos, sino transformación de los espacios vitales y del pensamiento.

El Jubileo nos invita a pensar la educación desde la esperanza: misión, evangelización y testimonio

El Jubileo nos invita a pensar la educación desde la esperanza: misión, evangelización y testimonio. Las instituciones educativas católicas, en este marco, no somos solo centros de enseñanza, sino comunidades de fe. Lugares donde se forma la mente, el cuerpo y el corazón.

Pero esta cultura del encuentro no se enseña en los libros. Se vive. Se experimenta. Se arriesga. Es una pedagogía que incomoda, porque exige salir de uno mismo, abrirse al otro, dejarse transformar. En este sentido, educar para el encuentro es educar para el riesgo. Para la iniciativa. Para la apertura. Es formar personas capaces de mirar más allá de sus intereses, de dialogar con lo diferente, de construir puentes donde otros levantan muros.

Lévinas nos ayuda a entender esta dinámica. Frente a una educación que busca totalizar, que encierra, que clasifica, él propone una ética del rostro. El rostro del otro como revelación, como interrupción, como llamada. En el aula, esto se traduce en prácticas que no temen la diversidad, que acogen la vulnerabilidad, que promueven el pensamiento crítico y no la mera repetición de fórmulas y esquemas de rigidez. El rol del educador cambia radicalmente. No es un mero transmisor de contenidos, sino un testigo de sentido. Alguien que vive lo que enseña, que encarna los valores que propone, que inspira con su coherencia. El educador se convierte en agente de evangelización, en discípulo misionero y sembrador de esperanza. No porque tenga todas las respuestas, sino porque se atreve a caminar con sus alumnos, a compartir sus búsquedas, a acompañar sus procesos.

El Jubileo del Mundo Educativo puede ser un buen punto de partida para esta transformación. Un espacio de reflexión, de encuentro, de renovación. Un momento para volver a las fuentes, para recuperar el sentido, para imaginar nuevas formas de educar. Porque si algo necesita hoy el mundo, es una educación que no tenga miedo al infinito.

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