

IMPEDIMENTA
MARK FROST
LA LISTA DE LOS SIETE
Traducción del inglés de Alberto Coscarelli
IMPEDIMENTA
UN SOBRE
El sobre era de pergamino crema. Estrías finas, crujiente, sin marca de agua. Caro. Se había raspado en los bordes y ensuciado un poco cuando lo deslizaron silenciosamente por debajo de la puerta. El doctor no se había percatado de nada, aunque su oído era fino, agudo como las rodillas de una bruja.
Se encontraba en el salón donde había estado durante toda la velada, alimentando el fuego, absorto en un texto abstruso. Cuarenta y cinco minutos antes había levantado la mirada cuando la señora Petrovitch subió las escaleras, arrastrada de regreso a una velada de suspiros quejumbrosos entre el olor pegajoso de la col hervida por el rápido rascar de las uñas del dachshund. El doctor había observado el paso de las sombras reflejadas en las tablas enceradas debajo de la puerta. No había ningún sobre.
Recordaba vagamente que le hubiera gustado conocer una manera más sencilla de consultar el reloj sin tener que sacarlo cada vez del bolsillo del chaleco y abrir la tapa. Por esta razón, cuando pasaba una velada en casa lo colocaba abierto sobre la mesa. Le obsesionaba el tiempo, y sobre todo desperdiciarlo inútilmente. Había mirado su reloj cuando el perro y la esquelética y melancólica ama rusa pasaron delante de la puerta: eran las nueve y cuarto.
Volvió su atención al texto. Isis revelada. Desde luego la tal Blavatsky estaba loca: otra rusa, como la pobre Petrovitch con su vino
de ciruelas. ¿Sería que, cuando desarraigabas a estos zaristas y tratabas de replantarlos en tierra inglesa, la locura era una consecuencia inevitable? Una mera coincidencia, pensó; una soltera enferma del corazón y una trascendentalista megalomaníaca y fumadora de puros no representaban una tendencia.
Estudió la fotografía de Helena Petrovna Blavatsky en el frontispicio: la inmovilidad sobrenatural, aquella mirada clara, penetrante. La mayoría de las caras se apartaban instintivamente del ojo de insecto de la cámara. En cambio, ella se había apoderado del instrumento. ¿Cómo interpretar este curioso libro? Isis revelada. Ocho volúmenes hasta la fecha y amenazaba con otros, todos con más de quinientas páginas; y esto era solo una cuarta parte de la obra de la autora, una obra que pretendía asimilar y eclipsar, con una notoria falta de ironía, todos los sistemas de pensamiento espirituales, filosóficos y científicos conocidos: en otras palabras, una teoría revisionista de toda la creación.
Aunque según la nota biográfica al pie de la fotografía, HPB había pasado la mayor parte de sus cincuenta y tantos años trotando por el planeta en comunión con este o aquel grupo ocultista, la mujer atribuía modestamente la génesis del libro a la inspiración divina, por cortesía de una extensa lista de Maestros Ascendentes que se materializaban como el fantasma de Hamlet, y afirmaba que de vez en cuando alguno de estos personajes sagrados penetraba en su cabeza y empuñaba las riendas: a este fenómeno lo denominaba escritura automática. Desde luego el libro poseía dos estilos bien diferentes —dudaba en definirlos como «voces»—, pero, en cuanto a su contenido, la cosa era un revoltijo sin pies ni cabeza: continentes perdidos, rayos cósmicos, razas extraviadas, cábalas malignas y brujas. A decir verdad, él también había empleado las mismas ideas en su novela, pero, por el amor de Dios, lo suyo era ficción, y en cambio ella hablaba de teología.
Inquieto con estos pensamientos, descubrió el sobre. ¿Lo habían dejado allí sin más? ¿Acaso su subconsciente había captado el momento en que lo deslizaban por debajo de la puerta atrayendo así su mirada? No recordaba haber oído nada —nadie que se acercara, ni el crujido de una rodilla, o el roce de un guante contra la madera o el papel, nadie que se alejara— y aquellas destartaladas escaleras anunciaban la presencia de un visitante con el estrépito de una fanfarria.
¿La inmersión en Blavatsky le había embotado los sentidos? Difícil de creer. Incluso ante la mesa de operaciones, con los moribundos atados con correas, desangrándose, aullándole a la cara, era capaz de captar los sonidos a su alrededor como un gato inquieto.
Sin embargo, allí estaba el sobre. Podía llevar allí unos…, ahora eran las diez…, unos cuarenta y cinco minutos por lo menos. O quizá el portador acababa de llegar y permanecía inmóvil al otro lado de la puerta.
El doctor intentó percibir alguna señal de vida, consciente de su pulso acelerado y del sabor acre e irracional del miedo. Eso no le era desconocido. Sacó en silencio del paragüero el bastón más grueso, lo sujetó con un movimiento experto por la contera y, enarbolando el mango nudoso y ennegrecido, abrió la puerta.
Lo que vio, o no vio, en el pasillo alumbrado por la vacilante luz de gas sería tema de cábalas durante algún tiempo: acompañada por el silbido de la succión del aire cuando abrió la puerta, una sombra envolvente desapareció de aquel vestíbulo con la rapidez del mago que quita un pañuelo de seda negra de un mantel blanco. O al menos eso fue lo que pensó en aquel momento.
El vestíbulo estaba desierto. No le pareció que alguien acabara de estar allí. En algún lugar cercano sonaba un violín desafinado; a lo lejos, el llanto de un niño con cólicos, y ruido de cascos en el adoquinado.
«Blavatsky me ha afectado —pensó—; esto es lo que pasa por leerla de noche. Soy sugestionable.» Volvió a la sala, cerró la puerta con llave, dejó el bastón en su lugar y dedicó su atención al asunto que tenía entre manos.
El sobre era cuadrado, y no llevaba seña alguna. Lo sostuvo a la luz; el grosor del papel no dejaba ver su contenido. Parecía un sobre idéntico a cualquier otro.
Buscó en su maletín de médico, sacó una lanceta bien afilada y, con la precisión quirúrgica de la que solía hacer gala cuando afrontaba algo rutinario, desprendió el sello de lacre. Una sola hoja de pergamino, más fino que el del sobre pero a juego, se deslizó en su mano. No tenía marcas ni monograma alguno, pero evidentemente se trataba de la correspondencia de un caballero, o de una dama. Abrió la hoja, plegada una vez y sin arrugas, y leyó la misiva:
Señor:
Se requiere vuestra presencia en un asunto de suma urgencia relacionado con la práctica fraudulenta de las artes espiritistas. Estoy al corriente de vuestra compasión por las víctimas de aventureros como estos. Vuestra ayuda es indispensable para alguien cuyo nombre no se puede mencionar aquí. Como hombre de bien y científico, os ruego una respuesta pronta. La vida de un inocente está en juego. Mañana por la noche, a las 20:00, en el número 13 de Cheshire Street.
bienandanza
En primer lugar, la escritura: letra de imprenta, limpia y precisa, trazada por una mano culta. Las palabras marcadas profundamente en el pergamino, la pluma bien sujeta, la mano apoyada con firmeza; aunque no había sido escrita deprisa, la urgencia era evidente. Hacía menos de una hora que había sido redactada.
No era la primera invitación de esta clase que había recibido. La campaña del doctor para denunciar a los falsos médiums y sus abominables secuaces era bien conocida por algunos agradecidos miembros de la sociedad londinense. No era un hombre público ni buscaba el reconocimiento popular, incluso tomaba precauciones para evitar toda exposición, pero, así y todo, de vez en cuando su trabajo llegaba a oídos de aquellos que necesitaban ayuda.
No era esta la primera invitación, pero sí, desde luego, la más apremiante.
El papel no tenía ningún aroma o perfume particular. Ninguna floritura identificable. La mano era tan decididamente asexuada como el papel de escribir. El anonimato total.
Llegó a la conclusión de que se trataba de una mujer: adinerada, culta, vulnerable al escándalo. Casada o relacionada con alguien importante o de la aristocracia. Una principiante en el campo de las «artes espiritistas». A menudo esto definía a quienes acababan de sufrir, o temían estar a punto de sufrir, una pérdida importante. Un inocente. Un esposo o un hijo. Suyo.
La dirección correspondía al East End, muy cerca de Bethnal Green. Un sitio peligroso; un lugar en donde una mujer de buena cuna no osaría aventurarse sola. Para un hombre poco dado a las dudas incluso en los momentos de mayor incertidumbre, no podía haberlas respecto a la respuesta.
Antes de sumergirse otra vez en Blavatsky, el doctor Arthur Conan Doyle pensó que debía limpiar y cargar el revólver.
Era el día de Navidad de 1884.
El piso donde vivía y trabajaba Doyle ocupaba la segunda planta de un edificio viejo en un barrio obrero de Londres. Era un alojamiento humilde, apenas una sala de estar y un dormitorio pequeño, ocupado por un hombre modesto de recursos limitados y una firme confianza en sí mismo. Por naturaleza, y ahora por oficio, un sanador, licenciado en Cirugía desde hacía tres años, un joven a punto de cumplir los veintiséis y próximo a ingresar en aquella fraternidad tácita cuyos miembros continúan discretamente con su labor, a pesar de ser conscientes de su propia mortalidad.
Su fe como médico en la infalibilidad de la ciencia estaba arraigada, pero era frágil y se hallaba entremezclada con gran cantidad de defectos. A pesar de haberse apartado de la Iglesia católica una década antes, aún persistía en Doyle el deseo de creer; en su opinión, ahora era competencia exclusiva de la ciencia establecer empíricamente la existencia del alma. Confiaba plenamente en que la ciencia acabaría por guiarle a las más altas cotas del descubrimiento espiritual y, sin embargo, coexistía con esta férrea certeza un deseo incontrolado de abandono, de arrancar el velo de la molicie que enmascaraba la realidad y así incitar una unión con lo místico, una muerte en vida para conseguir una vida superior. Este anhelo rondaba su mente como un espectro, y jamás se lo había mencionado a nadie.
Para apaciguar este deseo de rendición, se embarcó en la lectura de Blavatsky y de Emanuel Swedenborg y de toda una legión de místicos pedantes, y visitó librerías desconocidas en busca de una prueba racional que pudiese cuantificar, de una confirmación que pudiese sostener con sus propias manos. Asistió a reuniones de la Alianza Espiritista Londinense. Buscó médiums, videntes y parapsicólogos, organizó sus propias sesiones espiritistas y visitó casas donde los muertos no descansaban. En cada caso, Doyle aportó siempre sus tres principios cardinales —observación, precisión y deducción, los pilares sobre los que había edificado su personalidad—, y registró los hallazgos desde un punto de vista clínico, en privado, sin
llegar a conclusiones, como preámbulo de alguna obra mayor cuya estructura se revelaría en el momento propicio.
A medida que profundizaba en sus estudios, la lucha interior entre el espíritu y la ciencia, estas dos polaridades irreconciliables, se hacía más clamorosa y enconada. Sin embargo, perseveró. Sabía muy bien lo que podía ocurrirles a los hombres que renunciaban a la lucha. Por un lado se alzaban los autoproclamados pilares de la moralidad, defendiendo las almenas de la Iglesia y el Estado, enemigos jurados del cambio, muertos por dentro pero incapaces de meterse en la tumba; en el otro se encontraba la pléyade de desgraciados encadenados a las paredes de los asilos, cubiertos de roña y con los ojos encendidos por el éxtasis mientras comulgaban con una perfección ilusoria. No establecía juicios entre estos extremos: sabía que el camino de la perfección humana —el camino que aspiraba a recorrer— se encontraba exactamente en el medio. Le animaba la esperanza de que, si bien la ciencia era incapaz de guiarle por aquel camino, quizá él pudiese ayudar a guiar a la ciencia por el mismo.
Esta decisión generó dos resultados inesperados. En primer lugar, cuando llevado por este espíritu escéptico encontraba algún fraude o abuso de los débiles de mente o corazón, ejecutado por bergantes con el fin de obtener una ganancia deshonesta, no vacilaba en desenmascarar a los autores. Estos personajes despreciables y de baja estofa provenían generalmente del mundo de la delincuencia y solo entendían el lenguaje de la violencia: insultos, trifulcas, amenazas físicas prometidas y ejecutadas. A instancias de un confidente de Scotland Yard, y después de que su denuncia a una falsa gitana provocara un ataque a navajazos que a punto estuvo de enviarle al más allá, Doyle había comenzado a llevar revólver.
En segundo lugar, el vivir gobernado por estos impulsos contradictorios —el deseo de tener fe y la necesidad de demostrar que era genuina antes de abrazarla— dejaba a Doyle con la comprensible necesidad humana de compensar estas contradicciones no resueltas. Encontró el medio ideal en la escritura de obras de ficción, transformando las experiencias informes de este nebuloso mundo inmaterial en frases claras y precisas: relatos de planes míticos, fechorías y crímenes cometidos por siniestros malhechores y descubiertos por hombres amigos de la luz y el conocimiento que —como él— se aventuraban sin parar mientes en las tinieblas.
Al servicio de esta visión, Doyle había escrito cuatro libros durante los últimos años. Los tres primeros habían sido debidamente remitidos a unos cuantos editores, que los habían rechazado y devuelto, y ahora descansaban en el fondo de un baúl de mimbre que se había traído de los mares del sur. Todavía aguardaba respuestas a su más reciente composición —un trepidante relato de aventuras titulado La Hermandad Oscura—, que consideraba la mejor de sus obras por diversas razones, en especial por el ferviente deseo que tenía de verse rescatado de la pobreza.
En cuanto al aspecto físico, basta decir que Doyle tenía el tipo adecuado para las tareas que se había fijado: robusto, atlético, poco vanidoso, pero capaz de avergonzarse si se encontraba con alguien de mejor posición social mientras llevaba el cuello o los puños raídos a causa de sus limitaciones económicas.
Conocía las consecuencias de los vicios lo suficiente para ser compasivo con aquellos que caían cautivos de sus garras y sus trampas, aunque no tenía ninguno. No era jactancioso, sino más bien dado a escuchar. De la naturaleza humana esperaba al menos un mínimo de decencia, y hacía frente a las inevitables desilusiones sin rencor ni sorpresa.
El sexo opuesto despertaba en él un interés natural y saludable, aunque algunas veces también una cierta vulnerabilidad, un rincón frágil y vacilante en lo que era una fachada de granito. Esta tendencia jamás le había producido más problemas que las vejaciones y angustias típicas de los jóvenes en busca de amor. Pero no tardaría en descubrir que las consecuencias podían ser mucho más graves.
13 CHESHIRE STREET
El 13 de Cheshire Street se alzaba en el centro de una hilera de casas endebles como un castillo de naipes. Cuatro escalones conducían a un portal visiblemente escorado a estribor. El edificio no podía ser tildado de covacha, aunque poco le faltaba. La apariencia de la casa no inspiraba nada siniestro. Mejor dicho, no inspiraba absolutamente nada.
Doyle la observó desde el otro lado de la calle. Había llegado una hora antes de la indicada en la carta. Había poca luz, y escaseaban los paseantes y el tráfico rodado. Permaneció en las sombras y esperó, seguro de que su presencia pasaría inadvertida, vigilando la casa a través de un pequeño catalejo.
La pálida aurora de una luz de gas teñía las cortinas del vestíbulo. Dos veces durante el primer cuarto de hora, unas sombras se interpusieron entre la luz y los encajes. En una ocasión se movió una de las cortinas, apareció una mano; un rostro masculino, moreno, apenas entrevisto, observó la calle y después se retiró.
A las 19:20 una figura rechoncha cubierta con un montón de chales oscuros y desgarrados recorrió la acera y subió las escaleras; tras golpear metódicamente tres veces hizo una pausa, y luego dio un cuarto golpe. Un metro cincuenta de estatura, casi ochenta kilos de peso, y la cabeza y el rostro protegidos del frío. Botines. Una mujer. Doyle miró por el catalejo; botines nuevos. Se abrió la puerta y
la figura entró. Doyle no pudo ver el vestíbulo ni a la persona que abrió.
Cinco minutos más tarde, un mozalbete apareció a la carrera, directo hacia la puerta, donde repitió la misma llamada. Un golfillo mal vestido, cargado con un voluminoso paquete de forma irregular envuelto en hojas de periódico y atado con un cordel. Antes de que Doyle pudiese enfocar el anteojo en el paquete, el mozalbete entró en la casa.
Entre las 19:40 y las 19:50 llegaron dos parejas, la primera a pie. Clase trabajadora: la mujer cetrina, embarazada; el hombre grueso, apto para los trabajos pesados, incómodo con lo que Doyle supuso que sería su traje de domingo. También ellos emplearon la llamada en código. A través del anteojo observó al hombre intimidando a la mujer mientras esperaban, ella con la cabeza gacha, derrotada, un estado aparentemente habitual. No conseguía descifrar las frases del hombre; gracias a la lectura de labios consiguió captar «Dennis» y «amo barrigón». ¿Amo barrigón? Entraron y cerraron la puerta.
La segunda pareja llegó en carruaje. No era un coche de alquiler, sino un vehículo particular, cueros oscuros, ruedas con aros de acero; el caballo, un zaíno de buena estampa. A juzgar por el sudor del animal, habían viajado deprisa desde algún lugar que estaría a unos cuarenta y cinco minutos, quizá una hora de marcha. Venían del oeste, cosa que los situaba en Kensington, con Regent’s Park en el extremo norte.
El cochero descendió y abrió la portezuela. El uniforme y sus modales deferentes no se contradecían con su aspecto de sirviente cincuentón, musculoso y hosco. Primero se apeó un hombre joven, delgado y paliducho, con el porte presuntuoso de los estudiantes universitarios privilegiados, que a Doyle no le caían muy bien. A juzgar por el atuendo, una corbata demasiado recargada, pechera y sombrero de copa, había venido directamente de una reunión social o había sobreestimado la importancia del destino. Con un gesto apartó al cochero y ofreció la mano a la pasajera del coche cuando esta se dispuso a apearse.
La mujer vestía de negro, era casi tan alta como el joven, ágil y cimbreña, y parecía sacudida por unas emociones muy fuertes. Toca y chal enmarcaban el rostro ovalado y pálido; tenía un cierto parecido de familia con el joven —la hermana, pensó Doyle, dos
o tres años mayor que él—, pero apenas si pudo echar un vistazo a sus facciones porque el hombre la cogió del brazo y la acompañó rápidamente hasta la puerta. Llamó de inmediato, muestra evidente de que desconocían la señal. Mientras esperaban, el joven le habló en tono apasionado, como si quisiera convencerla de algo —quizá maldecía por el mal aspecto del barrio; al parecer la había acompañado a disgusto—, pero a pesar de la aparente fragilidad de la mujer, la firmeza de su mirada indicaba que le superaba en fuerza de voluntad.
La joven miró con inquietud a un lado y a otro. «Esta es la autora de la nota, y me busca», se dijo Doyle. Estaba a punto de cruzar la calle para ir a su encuentro cuando se abrió la puerta y les engulló la casa.
Sus sombras aparecieron en las cortinas de la sala. Por medio del anteojo, Doyle vio que la mujer recibía los saludos del hombre de cara morena que había observado antes en la ventana, acompañado por la mujer preñada; esta cogió el sombrero del hermano y el chal de la mujer. El hombre moreno señaló discretamente, indicando que debían pasar a una habitación interior y, precedidos por la mujer, desaparecieron de la vista.
«Esa joven no actúa como si la moviera la aflicción —pensó Doyle—. La congoja hace que la persona se hunda. Lo que impulsa a esta mujer es el miedo.» Y si aquel lugar era una trampa, ella había caído ansiosa en el cepo.
Doyle guardó el catalejo en el bolsillo y, con la mano posada en el revólver para infundirse ánimos, cruzó la calle en dirección al cochero, que se apoyaba indolente contra el carruaje, ocupado en encender la pipa.
—Perdone, amigo —dijo Doyle, con una sonrisa afable y medio tonta—. ¿No será por casualidad aquí donde celebran esa cosa espiritista? Me dijeron el 13 de Cheshire.
—No sabría decirle, señor. —Directo, rotundo. Probablemente sincero.
—Pero lady… Lady Nosecuántos y su hermano… Bueno, desde luego, usted es su cochero, ¿no es así, Sid, o me equivoco?
—Tim, señor.
—Correcto, Tim. Usted nos llevó a mi mujer y a mí desde la estación cuando fuimos de visita a la finca aquel fin de semana.
Inquieto, el hombre miró de reojo a Doyle, pero por educación se vio obligado a contestarle.
—Se refiere a Topping.
—Así es, a Topping, cuando nos invitaron a todos para…
—La ópera.
—Exacto, la ópera… El verano pasado, ¿no? Dígame la verdad, Tim, ¿se acuerda de mí o no?
—Durante el verano lady Nicholson recibe a muchísima gente —se disculpó el cochero—. Sobre todo para la ópera.
—Intento recordar una cosa: ¿estaba el hermano allí aquel fin de semana, o se encontraba en Oxford?
—Cambridge. No, creo que estaba allí, señor.
—Desde luego, ahora lo recuerdo; solo he estado una vez en Topping.
«Ya basta —pensó Doyle—, no hay que abusar de la suerte.»
—¿Le gusta la ópera, Tim?
—¿A mí, señor? No me va. Lo mío son las carreras.
—Bien dicho. —Una ojeada al reloj—. Vaya, son casi las ocho, tendré que entrar. Salud. No coja frío.
—Muchas gracias, señor —respondió Tim, agradecido por la gentileza o quizá más bien por la marcha del caballero.
Doyle subió la escalinata. Lady Caroline Nicholson; el nombre completo le vino a la memoria al instante. El suegro en el Gobierno. Título hereditario. Topping era la mansión de los antepasados, en algún lugar de Sussex.
¿Qué llamada debía utilizar? La secreta: tres golpes, una pausa, y a continuación un cuarto golpe. Lo importante era conseguir que alguien abriese la puerta, después ya se vería. Levantó el bastón, pero antes de que pudiese golpear con el pomo, se abrió la puerta. No había oído que descorrieran el pestillo. Probablemente no cerraba bien; tenía el marco torcido, de modo que habría sido una ráfaga de viento.
Entró. El vestíbulo principal era oscuro, sin muebles, con un suelo de madera que jamás había conocido el contacto de una alfombra. Puertas cerradas a la izquierda, a la derecha y al frente. Escaleras que subían como los dientes torcidos de una sierra. Las tablas crujían con cada pisada cautelosa. Después del tercer paso, la puerta se cerró a sus espaldas. Esta vez pudo oír claramente cómo se enganchaba
el pestillo. Doyle se tranquilizó a sí mismo recordando la ráfaga de viento que había precedido el cierre de la puerta, con la fuerza suficiente para asegurar el pestillo. Pero la única vela que había sobre la mesa, cuya llamita era lo único que separaba a Doyle de la oscuridad total, no había oscilado ni guiñado en la palmatoria ovalada. Doyle pasó una mano sobre la llama, que se movió correctamente, y entonces advirtió que junto a la palmatoria había un bol de cristal, que atrapaba los claroscuros de la llama.
La boca del bol tenía un palmo de ancho. El cristal era grueso, ahumado, adornado con un relieve. Doyle comprendió que la filigrana representaba una escena cuando descubrió un par de cuernos cónicos que salían de la cabeza erguida de un animal. Dirigió la mirada a una masa oscura y acuosa que ocupaba el bol; la masa, escamosa y ennegrecida, despedía un desagradable olor fétido. Reprimió una arcada instintiva, y estaba a punto de meter un dedo en el fluido cuando algo chapoteó debajo de la superficie, algo no inerte. El bol comenzó a vibrar, deslizándose alrededor de la mesa con un agudo chirrido de papel de lija. «De acuerdo, correcto, ya me ocuparé de esto más tarde», pensó mientras retrocedía.
Oyó unas voces procedentes del otro lado de la puerta que tenía delante, suaves, rítmicas, casi musicales, en consonancia con la vibración, quizá responsables de ella. No era una canción; las palabras indescifrables sonaban a letanía.
Se abrió la puerta de la derecha. Apareció el golfillo que había visto antes, que le miraba sin sorprenderse.
—Vengo a la sesión espiritista —dijo Doyle.
El muchacho frunció el entrecejo, preocupado, enigmático. Era mayor de lo que Doyle había pensado, bajo para su edad. Tenía el rostro mugriento y la gorra hundida hasta las orejas, pero la mugre y la gorra no alcanzaban a disimular del todo las arrugas y las patas de gallo. Muchísimas arrugas. Y no había nada infantil en aquellos ojos impasibles.
—Lady Nicholson me espera —añadió Doyle, autoritario.
Funcionaron los engranajes detrás de la mirada del muchacho, y súbitamente puso los ojos en blanco, como si hubiese perdido la consciencia. Doyle esperó diez segundos eternos, casi seguro de que el muchacho se desplomaría —quizá un síncope leve— y estaba a punto de sujetarle cuando en un instante volvió a ser el mismo de
antes. Abrió la puerta y le hizo pasar con una reverencia envarada. Tal vez fuera mudo, o incluso epiléptico, un chico víctima de muchos abusos que padecía raquitismo debido a la mala nutrición. «Las calles del East End son el hogar de legiones de seres como este», pensó Doyle sin sentimentalismo. «Comprados y vendidos por menos de la calderilla que llevo en el bolsillo.»
Doyle pasó junto al muchacho y entró en la sala. El canto de las voces surgía más cercano al otro lado de unas puertas corredizas que tenía delante. La puerta se cerró detrás de él, y el muchacho desapareció. Doyle avanzó con precaución hasta las puertas, y mientras escuchaba se acallaron las voces, dando paso al sonido sibilante de los chorros de gas.
Se abrieron las puertas. De nuevo se encontró con el muchacho, que le invitó a pasar. Detrás del pillete, al fondo de una habitación inesperadamente amplia, la sesión espiritista ya estaba en marcha.
El movimiento espiritista moderno comenzó con un fraude. El 31 de marzo de 1848 se oyeron unos golpes misteriosos en el hogar de los Fox, una de tantas familias en Hydesville, Nueva York. Los sonidos continuaron manifestándose durante meses cada vez que las dos hijas adolescentes se encontraban en la misma habitación. A lo largo de los años, las hermanas Fox convirtieron la consiguiente histeria nacional en una próspera industria familiar: libros, sesiones espiritistas públicas, conferencias, relaciones con las figuras más conocidas de la época. Hasta el final de su vida Margaret Fox no confesó que todo había sido una serie de trucos de salón cada vez más sofisticados, pero ya era demasiado tarde para acallar la vox populi y las ansias de presenciar un auténtico fenómeno paranormal; el predominio de la ciencia sobre los cimientos resquebrajados del culto cristiano había creado un semillero donde el espiritismo echó raíz con el vigor de un dondiego de noche.
El objetivo declarado del movimiento consistía en confirmar la existencia de reinos del ser más allá de lo físico, a través de la comunicación directa de los médiums —también conocidos como «sensitivos»—, individuos en sintonía con las ultrafrecuencias de la vida no corpórea, con el mundo de los espíritus. Después de descubrir y desarrollar esta capacidad, el médium invariablemente establecía
una «relación» con un espíritu guía, que servía de interlocutor con criaturas de todos los rincones del cosmos. Dado que la mayoría de los clientes del médium habían sufrido alguna pérdida reciente, solo aspiraban a tener una mínima confirmación de que sus seres queridos habían llegado intactos al otro lado de la Estigia. La tarea del espíritu guía era certificar el contacto aportando alguna prueba de pervivencia de la tía Minnie o del hermano Bill, generalmente en forma de alguna anécdota estrictamente privada que tan solo compartían el fallecido y el deudo.
En respuesta a las sencillas preguntas, la información fluía del espíritu a través de una serie de golpes cortos y secos sobre una mesa. Los médiums más expertos entraban en trance; entonces el espíritu guía tomaba en «préstamo» las cuerdas vocales del anfitrión y asumía la voz del ser amado con un parecido sorprendente. Unos cuantos manifestaban un talento muy poco habitual: producían grandes cantidades de un vapor lechoso y maleable que se extendía desde la piel, la boca o la nariz, una sustancia que tenía todo el aspecto pero ninguna de las propiedades del humo, no se dispersaba ni reaccionaba a las condiciones atmosféricas y se comportaba como una tabula rasa tridimensional capaz de adoptar la forma de cualquier idea o entidad. Una cosa era oír a la tía Minnie golpeando la mesa y otra muy distinta verla tomar forma en una nube de niebla cuajada y autónoma. Esta extraña sustancia se llamaba ectoplasma. Había sido fotografiada infinidad de veces y nadie había encontrado una explicación coherente para la misma.
Aparte de las hordas de sufrientes y llorosos, había otros dos grupos más reducidos que buscaban sistemáticamente los servicios de los dotados para el espiritismo. Llevados por impulsos similares —aunque con fines diametralmente opuestos—, estaban divididos por una línea de demarcación evidente; unos buscaban la luz y otros adoraban las tinieblas. Doyle, por ejemplo, estaba motivado por el convencimiento de que, si se podía penetrar en la esfera de conocimiento correcta, los misterios eternos de la salud y la enfermedad quedarían a nuestro alcance. Había investigado exhaustivamente el caso de un tal Andrew Jackson Davis, un americano analfabeto nacido en 1826, que desde la adolescencia había tenido la capacidad de diagnosticar la enfermedad a través de los ojos espirituales. Percibía el cuerpo humano como algo transparente que permitía
ver los órganos, centros de luz y color, cuyos tonos y gradaciones indicaban la buena o la mala salud. En este talento, opinaba Doyle, se podía atisbar al futuro genio de la medicina.
Por su parte, los adoradores de las tinieblas se esforzaban por desentrañar los secretos de los siglos para beneficio propio. Algo así como que los pioneros del electromagnetismo hubieran decidido guardar el descubrimiento para sí mismos. Por desgracia, como Doyle estaba a punto de descubrir, este grupo, decididamente más unido que el otro, estaba mucho más cerca de conseguir sus objetivos.
Esa misma noche, en aquel mismo momento, a poco más de un kilómetro de los acontecimientos que estaban a punto de ocurrir en el número 13 de Cheshire Street, una pobre y desgraciada prostituta salió del bar en Mitre Square. El Boxing Day 1 había sido un fracaso; el poco dinero que había conseguido ganar por los servicios prestados lo había gastado rápidamente en aplacar su sed insaciable.
Su subsistencia dependía de la necesidad, inducida por la ginebra barata en otros infelices como ella, de conseguir un magro consuelo en tres minutos de coito en callejuelas llenas de basuras y aguas residuales. Su belleza se había esfumado hacía años. Era idéntica a las innumerables mujeres del oficio que pululaban por los barrios bajos de Londres.
Había nacido en alguna Arcadia rural donde una vez había sido la alegría de sus padres, la niña más bonita de la aldea. ¿Le brillaban los ojos, resplandecía su piel lozana cuando se abrió de piernas al bribón de paso que hizo desfilar en su mente los atractivos de la ciudad? ¿Había llegado allí con las esperanzas intactas? ¿Habían muerto poco a poco los dulces sueños de felicidad a medida que el alcohol le destrozaba las células, o una sola catástrofe había bastado para quebrar su voluntad como una pipa de barro?
El frío le mordió las carnes a través de los harapos del abrigo. Pensó vagamente en esas familias, atisbadas a través de los cristales escarchados, que disfrutaban de la cena de Navidad. Podía ser un recuerdo real o el grabado de una tarjeta de felicitación casi olvidada.
1. En Gran Bretaña, el primer día laborable después de Navidad, en el que se dan aguinaldos a los carteros, sirvientes, etc. (Todas las notas son del traductor.)
La imagen desapareció, y sus pensamientos se centraron en la sórdida habitación, al otro lado del río, que compartía con otras tres mujeres. La idea de dormir y de las míseras comodidades de aquella habitación la animó; movió las piernas entumecidas con un poco más de brío, y decidió que una vez atravesado el río iría hasta Aldgate por el atajo que cruzaba el terreno baldío cerca de Commercial Street.
