GASTRONOMIA
Bendito tomate Hay productos que por accesibles e incorporados en la cotidianidad, veneramos menos de lo que sus cualidades culinarias demandan. Delicias como el huevo, el ajo o el puerro, cotizarían en el mercado delicatessen si no gozáramos de tan generosa abundancia. De entre la amplia gama de productos tan elementales como deliciosos hoy elegimos el tomate, uno de los frutos más sabrosos de la huerta veraniega.
Originario de Perú, el tomate es conocido en algunos rincones de España como “el jamón de la huerta”. La primera referencia escrita sobre nuestro protagonista se encuentra en “La historia verdadera de la conquista de Nueva España”, un volumen que data de 1568 y que fue escrito por el conquistador Bernal Díaz de Castillo. El texto asegura que al entrar los españoles en la ciudad de Cholula, los colonizadores se dieron cuenta de que los nativos habían dispuesto todos los aparejos para comérselos, a la vista de “las ollas con sal, ají y tomate con las que los esperaban”.
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El nombre de tomate deriva de la palabra azteca tomatl y en Perú se usaba originalmente como condimento -con ají o chile- y en la preparación de salsas, generalmente picantes. No era habitual en época de conquistas consumirlo crudo. Ese uso llegaría algún tiempo más tarde con el jitomate, la misma planta en una nueva etapa de evolución gracias a la domesticación y manipulación de los mexicanos. Fue en el país azteca que se lograron frutos más resistentes al deterioro, de mayor tamaño y de un sabor más acentuado, muy similar al tomate que encontramos y consumimos comúnmente en la actualidad. Del mismo modo que a través de los colonos y las misiones religiosas llegaron a América las vides, las vacas, el ajo y la cebolla, productos de origen americano fueron transportados a Europa. La tomatera entró al continente surcando el río Guadalquivir hasta el puerto de Sevilla, donde fue clasificada inicialmente como planta ornamental. Las primeras plantaciones en Europa tuvieron lugar en Andalucía y en el sur de Italia. Algunas décadas después, en 1544, el médico italiano Andrea Mattioli en su nueva versión del tratado de Dioscórides, se refería al tomate como el pomo d´oro, o manzana de oro, señalando que los napolitanos lo comían frito con aceite, sal y pimienta, o crudo en ensalada. Sin embargo, la mala prensa que recibió nuestra estrella de la huerta, hizo que la propagación del fruto por el resto de Europa se hiciera esperar. Se llegó a decir que su carne era nociva e incluso venenosa. Teutones, franceses y británicos le atribuyeron efectos narcóticos similares a los de la mandrágora. La mala reputación llegó a tal punto que varios médicos llegaron a decir que provocaba una angina de pecho que denominaron cardiopatía tomatiana. Tuvieron que pasar casi tres siglos para que el tomate pudiera instalarse en las mesas francesas y en Andalucía, a pesar de ser la región de entrada, tardó 200 años en adquirir un uso culinario. A estas alturas, los británicos llegaron a creer que el tomate tenía un potente efecto afrodisíaco con terribles efectos secundarios, motivo que le otorgó el sobrenombre de love apple o manzana del amor. Buena parte de la entonces
mala fama del tomate, se la debemos al hispanista J.T. Dillon que le atribuyó la condición de planta venenosa porque fue el único cultivo que logró salvarse de las plagas de langosta que azotaron Extremadura entre 1750 y 1757. La tragedia europea del tomate llegó a su fin con su proliferación culinaria. El famoso gazpacho andaluz era originalmente un engrudo a base de pan remojado, aceite, vinagre, ajo y sal. La llegada del tomate y las manos sabias de las mujeres que manejaban los morteros en los hogares, refinaron la receta hasta obtener esa deliciosa, nutritiva y refrescante sopa fría que traspasó fronteras. Fue la granadina Eugenia de Montijo, esposa del Emperador Napoleón III quien la puso de moda en Francia. En la actualidad, y gracias a la permanente curiosidad y movilidad de los cocineros, el gazpacho es una receta viajera que podemos encontrar en muchos rincones del mundo.