8
JUEVES 20 DE AGOSTO DE 2020
“Te voy a quitar lo lesbiana”. Terapia de conversión al estilo de Los Zetas / Óscar Balderas La primera vez que alguien violó a Lucero, ella tenía siete años. O tenía ocho. El dolor que le causaron esas manos que apretaban su cuerpo le han afectado la memoria. Tampoco recuerda quién la tocó primero, si fue su abuelo o su primo, porque desde que entró a la primaria ambos elegían turnos para abusar sexualmente de ella. Lo que sí recuerda es que su familia parecía saber lo que pasaba dentro de su casa en Veracruz, México, pero todos callaban. Cuando entró a la secundaria, reunió a su familia y desenterró frente a ellos su secreto: yo, Lucero, soy lesbiana. En venganza, la hirieron con otro secreto guardado en lo más hondo de la familia: nosotros, tus padres, ya lo sospechábamos y por eso permitimos que te violaran cuando eras muy pequeña. “Para que aprendieras a ser mujer desde chiquita”, le dijo su papá. Desde entonces, el abuso sexual para “corregir” su orientación sexual siguió a Lucero como una sombra. Un maestro en su escuela se enteró que le gustaban las chicas y la violó, acaso para “quitarle lo lesbiana”. Cuando la adolescente corrió a casa para contar lo que aquel profesor le había hecho, su familia no le creyó. Le dijeron que mentía, porque en aquellos días Lucero tenía novia. Meses después, su padre la expulsó de casa. No estaba dispuesto a darle hogar a una persona lesbiana. Lucero tomó lo poco que tenía y cerró la puerta detrás de ella, sin saber qué hacer ni a dónde ir. México no es lugar para una mujer que ama a otras mujeres –pensó– así que decidió migrar a Estados Unidos, creyendo que allá podría vivir como quisiera. Sin saber que su vida se torcería aún más al cruzar el Río Bravo, Lucero, siendo adolescente, dirigió sus pasos hacia el norte, embarazada del profesor que la había violado. Otra vez sin techo Lucero entró a Estados Unidos en 2003 cruzando sin documentos migratorios la frontera por Tamaulipas, en los tiempos en que el Cártel del Golfo era el poder real en aquel estado fronterizo y su voluntad se hacía cumplir mediante su brazo armado, Los Zetas, formado por exmilitares de élite entrenados por el gobierno mexicano. Luego de atravesar Texas, Lucero siguió caminando hacia el norte hasta llegar a Carolina del Norte, donde tuvo a su hija I.X. y conoció a Leonardo A. Luna, mexicano con ciudadanía estadounidense quien le ofreció compartir una casa y fingir que eran novios para que su familia la “perdonara” creyendo que su orientación sexual había sido “curada”. Pero Leonardo Luna cobraría muy caro el favor de simular ser su novio: un año más tarde comenzó a violar repetidamente a Lucero con la idea de transformarla en heterosexual. No solo eso: invitó a su sobrino Chavelo a participar en los abusos sexuales para acelerar la “cura” de su “novia”. Lucero denunció a Chavelo con la policía de Carolina del Norte y fue arrestado. Cuando Leonardo Luna se enteró de la queja, y supo que Lucero sería llamada a testificar, ambos huyeron hacia Arizona. Ahí, ella supo que la razón del urgente escape era que Leonardo Luna, y toda su familia, trabajaban para Los Zetas.
Ya en Arizona, Lucero sufrió más y más violaciones hasta que, cansada de tantos abusos, se dejó arrestar por las autoridades migratorias de Estados Unidos y, en 2005, aceptó ser deportada a México. Su esperanza estaba puesta en que su familia ya le había “perdonado” la “ofensa” de ser lesbiana, pero cuando regresó a su casa en Veracruz sólo recibió un portazo. Sin un hombre a su lado, no sería aceptada de vuelta en el hogar familiar, así que Lucero otra vez se quedó sin techo ni certeza de dónde viviría. Lucero volvió a dirigir sus pasos hacia el norte, cargando a su hija I.X. en brazos y embarazada por segunda vez, ahora de Leonardo Luna. Declaración jurada La historia de Lucero es un relato excepcional. No sólo por la violencia sexual y física a la que ha sido sometida desde niña, sino porque se trata de los poquísimos documentos oficiales donde se retrata la lesbofobia que se sufre en las filas del crimen organizado mexicano. Su testimonio está plasmado en una declaración jurada en el caso 18-71460 en la Corte de Apelaciones del Noveno Circuito de Estados Unidos, cuya copia posee EMEEQUIS. El documento es una radiografía de la violencia sexual contra las niñas en las zonas rurales de México, la migración por orientaciones sexuales minoritarias y la forma en que se “corrige” el amor de una mujer por otra mujer desde los cárteles de las drogas, organizaciones históricamente dirigidas por hombres, donde los valores supremos vienen de viejos roles de género: se espera que sean violentos, duros y que traten a las mujeres como seres inferiores u objetos. EMEEQUIS no logró contactar a Lucero, cuyo nombre completo se omite por seguridad, debido a que sus datos personales se encuentran bajo resguardo de la Junta de Apelaciones de Inmigración; sin embargo, hemos decidido contar su historia por la relevancia que tienen sus palabras para entender los crímenes de odio transnacionales contra la comunidad LGBTQ+ y porque su historia fue hecha pública por el propio gobierno estadounidense desde el 26 de junio de 2020. Esta es la historia de Lucero contada por Lucero en los juzgados. Esta es su lucha por vivir libre y plena, pese a todos los obstáculos. Embarazos forzados Después de ser rechazada por segunda vez por su familia, Lucero encontró un lugar donde vivir en Baja California, México, con un primo de Leonardo Luna, quien se presentó con ella como uno de los jefes regionales de Los Zetas en la entidad. Apenas cruzó la puerta, ese hombre la recibió con una golpiza, le apuntó con un arma en la cabeza y le advirtió que si no regresaba con su primo, la mataría. Las heridas de aquella paliza tardaron un mes en sanar y cuando la hinchazón desapareció, Lucero volvió a cruzar la frontera estadounidense para llegar hasta Arizona, donde vivió con Leonardo Luna y sus hijos en una casa rodante. Él pasaba todo el día en ese remolque y ella limpiando casas. El abuso sexual no se detuvo: la vida de Lucero se agotaba en un embarazo forzado tras otro hasta parir cinco hijos con ese violentísimo capo de Los Zetas.
Para 2012, Lucero no podía más. La crueldad de Leonardo Luna era demasiada. Después de una larga negociación, ambos acordaron separarse con la condición de que él podría seguir viendo a sus cinco hijos, aunque no tendría obligación alguna de darles manutención. Parecía el anhelado escape de la violencia, pero ésta solo se redireccionó: un año después, X.I., de 12 años, le reveló a su mamá que Leonardo Luna había abusado sexualmente de ella. Lucero lo denunció, pero el capo de Los Zetas huyó hacia California, Estados Unidos. A la justicia estadounidense le tomó un año arrestar a Leonardo Luna, en marzo de 2014, y llevarlo ante un juez, quien lo sentenció a 37 años de prisión por abuso sexual a una menor de edad. La vida, por fin, parecía darle una oportunidad a Lucero. Con su victimario en prisión, y siendo una mujer adulta, tendría la vida de libertad que anhelaba desde pequeña. Entonces, apareció un nuevo dolor. Invisibilizadas Gracias a los esfuerzos de quienes han sobrevivido a las terapias de conversión, es decir, esos tratamientos pseudocientíficos y violentos que buscan cambiar la orientación sexual de las personas, sabemos que en algunas mujeres lesbianas aún existe la creencia de que una violación o una relación sexual forzada es la “cura” para el lesbianismo. “Esto se refuerza con la creencia de que somos lesbianas porque no hemos encontrado al hombre correcto o que somos lesbianas porque no hemos tenido un orgasmo, porque el orgasmo solo se logra con la penetración pene-vagina. ‘Yo te voy a volver mujer’ es una frase común que escuchamos las lesbianas a medida que crecemos”, cuenta Fabiola Baleón Toxqui, activista y coordinadora de asociación Jóvenes por una Salud Integral A.C. “Peor aún: esas violaciones sexuales para ‘curar’ el lesbianismo se hacen de manera sistemática y en condiciones de alto riesgo, como la ausencia de un condón, porque también se cree que otra ‘cura’ al lesbianismo es el instinto materno. Embarazar a la fuerza es otra forma de violencia que sufrimos las mujeres lesbianas”, sigue Fabiola. Para Sofía J. Poiré, coordinadora del programa Identidad Sexual en Balance, la violencia contra las mujeres lesbianas resulta más difícil de medir porque se da bajo modalidades invisibles que a veces quedan en lo “privado”. “Sí se trata de violencia sexual, psicológica, económica, que no necesariamente se traduce en violencia física, lo que resulta en un subregistro. Por ejemplo, en el registro de crímenes de odio que lleva la organización Letra S las lesbianas aparecen en un porcentaje muy pequeño y tiene que ver con que nuestras identidades han sido históricamente invisibilizadas”. Esa invisibilidad pasa por tres sistemas de opresión: el patriarcado, la heteronoma y el binarismo, asegura Ytzel Maya, escritora, activista y tesista de maestría en el Instituto Mora sobre crímenes de odio contra mujeres lesbianas. “La orientación sexual es una categoría sexual invisible y esa invisibilización de mujeres es más profunda en un sistema heteropatriarcal. Por eso están subreportados los crímenes de odio contra mujeres
lesbianas… y no, jamás había escuchado de una historia que cruzara esas violencias con el crimen organizado”, asegura Ytzel Maya. Eludir la violencia A finales de 2014, después del arresto de Leonardo Luna, Lucero contrató a una niñera para que cuidara a sus hijos, mientras ella trabajaba. Una tarde, la policía acudió a su casa para darle seguimiento al caso de X.I. y encontraron a sus hijos solos y sin supervisión adulta: la niñera, también migrante indocumentada, se espantó al ver las patrullas de los agentes y se escondió para evitar lo que ella creía era una redada con fines de deportación. Desde entonces, los Servicios de Protección de Menores de Arizona acusaron que los niños estaban en riesgo y tomaron la custodia de todos los hijos de Lucero, excepto X.I., quien esa tarde no estaba en casa. Las malas noticias siguieron: un día, un hombre y una mujer, armados, llegaron hasta la casa de Lucero. Se presentaron como otros hijos de Leonardo Luna y miembros de Los Zetas en California, Estados Unidos. Estaban ahí para anunciarle que pagaría porque había enviado a la cárcel a su padre y que si alguna vez ella y X.I. volvían a México serían torturadas y asesinadas. A partir de ese día, el acoso de Los Zetas en Estados Unidos se convirtió en una angustiosa rutina: a veces, robaban su casa, en otras le ponchaban las llantas de su automóvil. Recibía amenazas de muerte por teléfono, incluso cuando cambió de número. Y toda esa violencia aumentaba, si ella denunciaba ante la policía. Era una lucha desigual: los hijos narcos de Leonardo Luna y Chavelo contra Lucero y su hija pequeña. Solo era cuestión de tiempo para que el narco ganara la batalla. Si quería eludir su violencia, tenía que hacer algo para recuperar a su familia y huir de ahí. La prisión Al año siguiente, 2015, Lucero conoció un abogado que le prometió recuperar la custodia de sus hijos mediante un pago de 2 mil dólares. El contacto fue una compañera de trabajo llamada Yvette, quien ofreció prestarle el dinero si le hacía un favor: acompañarla a recoger a unos familiares que estaban varados en algún lugar perdido de Estados Unidos. Lucero aceptó y el día de la cita se presentó a bordo de su vehículo para manejarlo detrás de la camioneta de Yvette. Al llegar al punto de encuentro, tres hombres armados subieron intempestivamente a su auto y la obligaron a manejar a toda velocidad hasta un destino incierto. Una patrulla notó su comportamiento extraño y les marcó el alto. Inmediatamente, los tres hombres armados huyeron. Solo quedaron Lucero y su compañera de trabajo, Yvette, a quien le encontraron seis paquetes de marihuana en la camioneta. Aunque Lucero insistió en que ella no sabía que estaba participando en una operación de trasiego de drogas, y que Ivette la había engañado, finalmente se rindió tras once meses de lucha en los tribunales para probar su inocencia. Por sugerencia de su abogado de oficio se declaró culpable de posesión de marihuana a cambio de una sentencia reducida.