"La voz de nuestras raíces"

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La voz de nuestras raíces 1erConcurso Nacional de Cuento

I. El susurro de la montaña

Los primeros rayos del sol apenas rozaban las copas de los pinos cuando Elena descendió del autobús que la había traído desde Tuxtla Gutiérrez hasta San Juan Chamula. El aire era frío, casi ceremonial, estaba impregnado del olor a copal y del aroma terroso que emana del suelo recién humedecido por la lluvia. El ambiente no era simplemente natural: se percibía como algo sagrado.

Elena era antropóloga, hija de mestizos, criada en la Ciudad de México. Había llegado con la misión de documentar las tradiciones vivas de las múltiples etnias originarias de Chiapas. Cargaba consigo años de lecturas, formación académica y teorías sobre el indigenismo; un conocimiento cimentado en textos escritos —en su mayoría— por personas ajenas a aquellas tierras, estudiosos que pretendían entender a los pueblos desde la distancia segura de sus escritorios. Elena, como muchos antes que ella, se sentía preparada. Sin embargo, allí —frente a la montaña— todo ese saber parecía ajeno, foráneo, insuficiente. No imaginaba que ese viaje no solo transformaría su mirada sobre la historia y las comunidades, sino también sobre sí misma.

Mientras caminaba por las veredas empedradas del pueblo, observaba cómo las mujeres tzotziles, vestidas con huipiles delicadamente bordados a mano, cargaban a sus hijos sobre la espalda sujetos por un rebozo de colores de una forma muy peculiar, mientras en las manos llevaban el fruto de la cosecha, con una destreza que hacía parecer fácil su labor. Los hombres, serios y reservados, agrupados en la plaza principal, saludaban con un leve movimiento de cabeza.

Se alojó con don José, un anciano Mam originario de la región Soconusco, al sur del estado, descendiente de una comunidad maya que aún conserva palabras antiguas y rituales del maíz. Había migrado hacia los altos en su juventud, cargando consigo la memoria de su lengua y las historias de sus abuelos. Él era un puente entre mundos.

Con voz baja, este le dijo en su primer desayuno: —Aquí no estudies a la gente, escúchala. Aquí la tierra habla… si aprendes a callarte.

II. María Jacinta y el maíz negro

Algunos días de estancia después, Elena conoció a María Jacinta, una mujer Tzotzil que encabezaba un grupo de parteras tradicionales. Tenía 73 años, la espalda encorvada de tanto trabajar la milpa, y unos ojos oscuros como la obsidiana.

—¿Vienes a escribir sobre nosotros? —le preguntó en un español entrecortado—

Autor: Torresmac.

Entonces ven al cerro. Allá está lo que no se escribe. Subieron juntas a la montaña del Huitepec. María Jacinta llevaba ofrendas para el señor de la Tierra: maíz negro, flores de Cempazúchitl, Chipilín, Poch y un gallo. Elena, nerviosa, la seguía sin comprender lo que estaba a punto de pasar.

En la cima, frente a un altar de piedra cubierto de velas, Jacinta susurró en Tzotzil:

“Kolaval, j’totik balamil”. Gracias, Señor de la Tierra, replicó en voz baja. Luego, en un instante de silencio, señaló el horizonte:

—Aquí enterraron nuestra lengua. Aquí quemaron los códices, las historias, los nombres. Pero la tierra no olvida. Solo espera.

Elena no sabía qué responder. Había leído sobre la colonización, las reducciones, las masacres, los acuerdos de San Andrés incumplidos. Pero nunca lo había sentido tan cerca, tan propio. Cada palabra de Jacinta era una grieta en su visión del mundo que le habian enseñado.

II. El grito entre las montañas

Una noche, mientras documentaba una fiesta patronal, Elena fue testigo de algo inusual. Los tambores cesaron repentinamente. Un niño de unos doce años, de rostro pintado, se desmayó en medio de la plaza.

La multitud ni se inmuto. Nadie gritó. Nadie corrió. Solo los ancianos se acercaron al niño y lo cubrieron con una manta. Un curandero se inclinó sobre él, susurrando en voz baja palabras antiguas. Era un ”ah’men”, como le llamaban en Tzotzil: no solo era sanador, sino también guía espiritual, mediador entre los vivos y los ancestros, entre la comunidad y la montaña. Su saber no provenía de libros, sino de sueños, linaje y señales del mundo invisible para otros.

—Otra vez los sueños. Los antiguos hablan —murmuró mientras colocaba hierbas y una piedra caliente sobre el pecho del niño.

Esa misma noche, Jacinta le explicó a Elena lo que los mestizos llaman “psicosis”, ellos lo llaman “el retorno de los abuelos”.

—Hay niños que pueden oír. Oír lo que ustedes no quieren. Lo que este país ha tapado con cemento y olvido.

Le habló entonces de la masacre de Acteal. De los pueblos que aún esperan justicia.

De cómo la tierra guarda los gritos, y cómo los niños, a veces, son las bocas de lo negado. Elena no pudo dormir esa noche, en su cabeza resonaban aquellas palabras.

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