Amiga tóxica / Toxic Best Friend

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Yo no sé lo que es ser como tú. No sé cómo es, pero me muero por saberlo.

Shawn Mendes ft. Julia Michaels «Like to be you».

Mosca en una telaraña

Antes que ella entrase en mi vida, yo existía y punto.

Era una más en el liceo, una más en mi casa, una más en el universo.

A mí, Julieta Reyes, nada me diferenciaba de los miles de millones de seres humanos que habitan el planeta.

Hasta que conocí a Nicole.

Entonces, cambió todo.

Nuestra amistad es un cúmulo de sensaciones en blanco y negro. Es un contraste permanente entre lo brillante y lo opaco. Entre la alegría y la pena. Entre la contención y el abandono. Entre la felicidad extrema de sentirme única y valiosa cuando me relata un secreto, un secreto que solo comparte conmigo, y la angustia lacerante cuando Niki se enoja y se aleja.

Con ella no existen los términos medios.

Si acaso me ignora, busco la manera de ser perdonada. Cualquier cosa con tal de hacer las paces y volver a ser de nuevo las mejores amigas, o «las hermanas elegidas», como juramos aquella vez cuando cruzamos nuestros dedos meñiques.

Nicole transformó mi vida.

¿Para bien? ¿Para mal?

Desconozco la respuesta. De hecho, ni siquiera cuestioné nuestro vínculo hasta los últimos sucesos. Hasta que aquel globo de ilusiones se pinchó y estalló en miles de fragmentos.

Hasta que Nicole y sus padres desaparecieron misteriosamente.

¿Dónde estarán? ¿Por qué se fueron? ¿Qué pasó? ¿Tendrá algo que ver la «zona prohibida», esa área cerrada con llave en la casa, a la que nadie puede acceder excepto la familia?

Mi ánimo muta por diversos estados: deambula de la preocupación a la tristeza, de la tristeza al enojo, del enojo a la culpa. ¡Siempre la culpa!

Sin Niki, no sé quién soy ni sé qué hacer.

Estos sentimientos fastidian y preocupan a Leonel, mi hermano mayor.

«¡Juli, date cuenta! La amistad entre Nicole y vos no es normal. ¡Es enfermiza!», dijo un día en el que habíamos discutido. Me enfurecí y lo tildé de paranoico y celoso. Leo se exasperó y terminamos hablándonos muy mal, lo cual es raro porque, a pesar de nuestras diferencias, siempre fuimos muy cercanos y confidentes. La muerte de papá, cuando éramos pequeños, nos unió muchísimo.

En estos últimos tiempos, sin embargo, nos hemos distanciado.

También mi tía abuela Aurora, que es muy intuitiva, aparte de clarividente, me advirtió sobre Nicole. «Hay algo en esa chica que no me termina de cerrar… Algo que tiene que ver con su entorno. No sé, pichona, no me quiero entrometer, pero tené cuidado. Sea lo que sea, percibo oscuridad», dijo, moviendo las manos como si cerrase una

ventana invisible. Evité prestarle atención y me convencí de que se había pasado en la cantidad de copitas de licor de huevo que toma todas las noches a escondidas de su hermana Chela.

Las tías abuelas —o tabuelas, como las llamamos en mi familia— son imprescindibles para nosotros. Además de vivir cerquita, criaron a mi mamá, que perdió a sus padres cuando ella tenía apenas dos años.

Me doy vuelta en la cama y tomo el celular. Lo levanto hacia mi rostro y lo enciendo. Un escalofrío me recorre entera al observar mi reflejo en la pantalla. Ver mis propios ojos verdes mirándome hace que mentirme sea absurdo: soy como una mosca atrapada en una telaraña que, desesperada, mueve las patas con el fin de escapar, pero a la vez cree que ahí donde está se encuentra a salvo, por lo que se aquieta y se deja enredar aún más, más y más.

Me observo a mí misma.

Sé la verdad. En el fondo de mi ser la conozco, claro que sí.

Pero no la digo ni la diría jamás en voz alta: que Nicole me absorbió y me transformé en su apéndice.

Que ya no soy yo, aunque tampoco soy ella.

Que no sé qué pensar de ella.

Pero tampoco de mí.

Una mañana normal

La casa todavía estaba llena de cajas sin abrir. Nos habíamos mudado hacía poco de un apartamento que nos quedó chico, porque al principio vivíamos solo mamá, Leonel y yo. Para nosotros tres estaba perfecto. Pero luego mi madre conoció a Horacio, se enamoraron y en poco tiempo pasamos de ser tres a ser seis: Horacio y ella tuvieron primero a Dante, y enseguida que nació, mi mamá quedó embarazada de Ariana. Dante ahora tiene cuatro años y Ari, tres.

El apartamento pareció encogerse de golpe. En el dormitorio de mamá y Horacio no entraba nada más. Tenían la cama grande, un ropero que ocupaba toda una pared y dos mesitas de luz que tuvieron que quitar para que cupiese una cuna, donde durmió Dante hasta que nació Ariana.

Con el nacimiento de Ari, pasaron a Dante al cuarto que compartíamos Leonel y yo, y donde dormíamos en una cucheta. Leo tuvo que trasladar su guitarra y su batería al living-comedor. Pero igual era un dormitorio pequeño para tres personas. Estábamos incómodos y apretujados.

Para mal de males, Dante resultó ser un bebé muy llorón y, para que Leo y yo pudiéramos dormir, mi madre entraba varias veces a la noche y de madrugada a consolarlo. Al final, terminaba llevándoselo con ella, pero para entonces se había

hecho casi la hora de ir a la escuela y Leonel y yo estábamos malhumorados y exhaustos. Teníamos sueño, nos dolía la cabeza y le contestábamos horrible a todo el mundo.

Otra de las desventajas de un apartamento tan chico para una familia numerosa era el baño. Además de que era diminuto, con la llegada de mis hermanitos quedó atiborrado con un cambiador plegable, una palangana plástica de baño y bolsas de pañales. Apenas nos podíamos mover.

Y para entrar era otra historia: ¡prácticamente debíamos sacar turno! Si alguien demoraba más de lo habitual, era un relajo. A veces, yo prefería esperar para ir cuando todos estuvieran acostados. Eso me daba mayor intimidad y menos apuro.

Una tarde de domingo, en la que Ari berreaba en el pecho de mi mamá, Dante tocaba la batería de Leonel en el comedor, Leo lo rezongaba y yo intentaba terminar los deberes, Horacio sugirió buscar un lugar más grande para mudarnos y todos dijimos que sí a la vez.

Nos pusimos a buscar casas por internet de inmediato, restringiendo la búsqueda a la zona donde viven las tabuelas. Es impensable estar lejos de ellas. Marcamos algunas opciones y, en esa misma semana, mamá y Horacio las fueron a ver. Al final se decidieron por esta, que nos gustó a todos. Es una casa superespaciosa, perfecta para nuestra familia y a solo diez minutos caminando de lo de Chela y Aurora.

Lo que dejé atrás al abandonar el apartamento, aparte de los recuerdos, fue una pequeña inscripción en un sitio secreto del dormitorio. Cuando todos estaban saliendo, me trepé hasta la cajonera de la persiana con la ayuda de una escalera que quedó de los pintores, y escribí sobre el costado de la tapa: Julieta estuvo aquí ♥

De esa forma, una parte de mí siempre va a estar allá. He dejado mi huella en varios sitios que son importantes: en lo de las tabuelas, en un baño de las termas a donde fuimos de vacaciones una vez y en el banco de la escuela que dejé al entrar al liceo.

Abrí los ojos cuando mi celu reprodujo la música de siempre. No habría sido necesario, porque desde hacía rato que los gritos agudos de Ari se escuchaban desde la planta baja y me habían arrancado de cuajo de un sueño profundo. Estaba peleando con Dante, acusándolo de haberle tomado la chocolatada, y Dante (que sí, estoy segura de que se la tomó) reía a carcajadas golpeando la mesa con algún objeto contundente.

—¡Maaaalooooo! ¡Hermano malooooo! ¡Malo, muy maloooo! ¡Mamiiiiii! —chillaba Ari.

Bufé bajo las sábanas. La noche había estado complicada. Dante y Ari tardaron en dormirse, y como comparten una habitación pegada a la mía, los oí lloriquear, pelear, hablar, brincar por el cuarto y, supongo, sobre las camas. También escuché que mamá entró varias veces a calmarlos, y en todas, fiel a su método, les cantó. Es una práctica que usa para dormirlos o para apaciguarlos, pero mucho no funciona.

Mi madre tiene una voz muy dulce. Canta en un coro. Sin embargo, puedo asegurar que esa misma voz dulce, a las dos de la mañana, se transforma en un amasijo de sonidos molestos que te aguijonea cada neurona.

Para rematar la noche de terror, Leonel se la pasó rasgando su guitarra. Como la pared del cuarto de Leo contra la que tiene su cama está pegada a la pared donde yo tengo la mía, es inevitable oír cada sonido que mi hermano músico produce a la hora que le llega la inspiración. Adoro la

música que compone, pero no me resulta tan excitante a las cuatro o cinco de la madrugada. Y aunque le golpeo la pared con los puños (si estoy desesperada, uso una chancleta), Leo no escucha, o se hace el distraído.

La verdad es que cuando rasga la guitarra tampoco puedo ponerme en plan botona porque sé que anda triste. Por lo general sucede cuando discute con Isabel, su novia. Dos por tres tienen algún encontronazo, se separan unos días y a mi hermano se le da por tocar la guitarra de madrugada.

La tarde anterior, mientras merendábamos todos juntos, Leo e Isabel andaban raros. Ella tenía el ceño fruncido y evitaba mirarlo cuando él le hablaba. Por eso, cuando Isabel se fue y mi hermano subió a su dormitorio, fui tras él, abrí la puerta sin golpear y me senté en el puf forrado con el logo de Creta, su banda de música. Mi hermano, que mide cerca del metro noventa y es corpulento, estaba tirado en la cama, mirando al techo.

—¿Problemas con Isabel? —le pregunté.

Él se rascó la cabeza, incómodo:

—Seee.

—Bueno, si puedo ayudar… Ya sabés.

—No. Pero gracias. Es todo un detalle que te preocupes por mí —exclamó, con tono herido. Leonel puede ser muy grandulón físicamente, pero en su interior sigue siendo un niño pequeño que busca cariño.

—Siempre me preocupo por vos —dije.

Él hizo un gesto para que me acercase más. Me incorporé del puf y me lancé a su lado, a hacerle cosquillas.

—¡Salí, Juli! —gritó, entre molesto y risueño. Él es un tierno absoluto. Nadie lo diría cuando toca la batería con su banda de rock y sus remeras oscuras. Cada vez que me

invitan, que no es habitual porque no les gusta tener «público», voy a los ensayos que se hacen en el garaje de la casa de Peta, el baterista.

La banda Creta está compuesta por Peta, mi hermano (que toca la guitarra eléctrica) y el vocalista (el de ahora se llama Fran, pero no sé si durará mucho porque ha faltado bastante a los ensayos y eso le pega mal al resto, obvio). Cuando logran juntar algo de dinero, alquilan una sala de ensayo, que es más profesional. Pero para eso tienen que hacer algún toque, y aunque les salen algunos cumpleaños de quince o boliches cada tanto, cuando se reparten la plata entre los tres, después de haber pagado el traslado de los equipos y otros costos, no les queda casi nada.

Mi hermano no se bajonea. Dice que el camino de los músicos es así. Que todas las bandas arrancaron de abajo.

Le hice una mueca divertida con los ojos y terminamos riéndonos.

Amo a mi hermano.

Apagué el sonido del celular y me froté los párpados antes de levantarme con un bostezo que ahogué con mi mano sobre la boca abierta. Subí la persiana y miré al exterior. Se notaba la llegada del otoño abriéndose camino, a pesar del día soleado.

La pelea entre Dante y Ari seguía firme en la planta baja. La voz de mamá se hacía escuchar con otra de sus melodías que ella aseguraba que «calmaban el ambiente».

Mi madre está en contra de los rezongos. Afirma que la música puede revertir un estado de ánimo y, por lo tanto, mientras otros padres mandan a «meditar» a sus hijos cuando se gritan o les ponen penitencias si se pelean,

mamá utiliza su propio método basado en «la expansión del amor mediante la melodía».

Para resumir, mi situación era la siguiente: mi hermano roncaba al lado (después de haberme martirizado media noche), Ari chillaba, Dante golpeaba la mesa (creo que con una sartén) y mi mamá… ¡cantaba!

Normal.

Horacio seguramente ya se había ido al hospital. Es médico. Hay días que se pasa metido en el sanatorio y noches que le toca hacer guardias. Sus horarios son imprevisibles.

Abrí la puerta del dormitorio con sigilo, recorrí el pasillo en puntas de pie y me encerré en el baño, exhalando un suspiro.

Cosas que pasan

Cerré la puerta del baño y la trabé por dentro. Luego me senté en el inodoro, apoyando la frente en las palmas de las manos.

Mi cabeza parecía palpitar. Era el cansancio por la falta de sueño.

Levanté la vista y miré la imagen que me devolvía el espejo. A esa hora, tenía el cabello castaño claro suelto y revuelto, a la espera de que lo dominase con mi peinado habitual: un moño a cada lado de las orejas. Mis ojos, de un verde esmeralda, resaltaban en un rostro más bien común, con una nariz algo abultada de más.

Nunca fui bonita, con esa belleza clásica que tiene mi mamá, pero tampoco me incomoda mi apariencia. Soy baja, de piel blanca, y en verano el sol hace que las pecas de mis pómulos se vuelvan amarronadas.

Volví a suspirar profundamente y tomé fuerzas para ponerme de pie y cepillarme los dientes. Esa mañana planeaba anotarme a un curso de bordado en tela que había visto en un folleto del supermercado y que imparten en una academia de mi barrio.

Me gusta todo lo que tenga que ver con la creación manual: el tejido, el crochet, el bordado, la costura… Mi nuevo dormitorio lo decoré con mariposas que fabriqué con tules

y encajes. Les cosí un hilo de tanza y las fui colgando a diferentes alturas. Ari, mi hermanita, está fascinada con ellas.

También, con la ayuda de tutoriales de YouTube, estoy aprendiendo a hacer atrapasueños con retazos de telas y sobrantes de lana.

Puedo pasarme horas y horas creando.

En mi cuarto, ahora que es grande, estoy organizando una pared con estantes donde voy a colocar cajas de zapatos forradas en tela arpillera para almacenar los insumos de mis artesanías. Voy a bordar etiquetas y pegárselas, así sé qué hay en cada compartimento.

Me gusta que todo tenga un orden.

Mi máquina de coser, que antes estaba en un rincón del comedor del apartamento, tiene su propio sitio en mi habitación. Es un sueño hecho realidad.

Algo que me entusiasma muchísimo es fabricarle ropa a la gente que quiero. Por ejemplo, soy yo la que les hace los disfraces de Halloween y de las fiestas de fin de año del jardín de infantes a mis hermanos. El año pasado le hice un disfraz de hada a Ari y uno de dinosaurio a Dante. Tuvieron tanto éxito que varias madres del jardín se me acercaron para pedirme mi número de celular, porque querían que el próximo año les hiciese los disfraces de sus hijos.

Pero eso me hace ruido. No sé, lo voy a pensar, porque tampoco es que quiero hacer de mi pasión un negocio. Al menos no por ahora. Para mí es un disfrute y tengo miedo de que si comienzo a hacerlo por dinero, termine perdiendo las ganas.

A mamá también le fabrico prendas, particularmente los pantalones. Tiene un estilo cómodo e informal, y no encuentra una tienda de ropa que la haga sentir ella misma.

Por eso salimos juntas, compramos las telas —por lo general elastizadas, de colores vivos y con buena caída— y yo le coso sus pantalones. Le gustan holgados, con puño en los tobillos, y un cinturón en la misma tela con el que ajusta la cintura. Ese cinto lo personalizo especialmente con miniborlitas de hilo que cuelgan a cada extremo.

Otra cosa que me entusiasma es tomar ropa que parece común y corriente, y transformarla en piezas únicas mediante detalles originales. Lo aplico bastante en mi propia vestimenta. Suelo vestirme con leggins y vestidos holgados a los que les añado tiritas de encajes o algún bolsillo de crochet. Hace poco diseñé una pollera de algodón celeste, a las rodillas, a la que le cosí un tul crema en el ruedo. ¡Quedó alucinante! La usé varias veces con remeras, championes blancos y una campera de jean clarito.

Cuando estoy con mis manualidades no pienso en nada que no sea lo que estoy creando. Es como que me despego del mundo por un rato. Me relaja.

Aprendí las nociones básicas de costura por internet y, por supuesto, a prueba de ensayo y error. Si tengo alguna duda difícil de resolver, recurro a mi tabuela Chela, que sabe un montón. Fue quien me enseñó a tejer. Ella vive sentada con las agujas en las manos, y yo amo visitarla y charlar mientras hacemos crochet o tejemos juntas. Bah, eso nosotras dos, porque la tabuela Aurora, de esto, nada de nada. Nos mira como a bichos raros y resopla, porque se pone celosa de que Chela acapare mi atención. Pero cuando necesito un consejo, sobre todo del futuro, es la tabuela Aurora quien me lo da, y es entonces cuando Chela se pone celosa de que la deje de lado por su hermana.

¡Son tan pero tan tiernas! ¡Las dos sentadas siempre la una al lado de la otra, protestando, peleando pero queriéndose tanto!

—Juliiii, ¿bajás a desayunar con tus hermanos? —escuché gritar a mamá desde abajo.

Abrí la puerta apenitas y le contesté que bajaba en cinco minutos. Me desenredé el cabello, me armé los dos moños bien tirantes y regresé a mi habitación para vestirme.

Necesitaba causar una buena impresión en la academia, porque sabía que los cupos eran limitados y, por lo que había leído en internet, el curso de bordado en tela que me interesaba era para mayores de dieciocho años. Esperaba convencerlos de que me dejasen cursarlo igual.

Me vestí con mis leggings preferidas en tono piel y un vestido corte princesa color aceituna. Después me crucé una bandolera hecha por mí en crochet, de la que cuelgan varios dijes y pompones de colores, y me calcé los championes blancos.

Bajé las escaleras de tablas largas y anchas, saludé a todos con un beso en la mejilla: la de Ari estaba húmeda por el llanto y la de Dante colorada y caliente por la fuerza al golpear una y otra vez el melamínico de la isla de la cocina. Mi madre, de espaldas, cantaba arrullos con el fin de tranquilizar a mis hermanos, mientras me calentaba un café con leche en el microondas.

—¿Dormiste bien, corazón? —me preguntó, cortando su canto y girando para mirarme.

Señalé a mis hermanos con la cabeza:

—¿Bien? ¿Es en serio? ¡Anoche fue una pesadilla, mamá!

—¡Uliiiii! —gritó Ari—. ¡Dante hermano malo!

Tomé asiento en una banqueta alta, al lado de mi hermanita, e inhalé profundo.

—Chiquitos, bajen la voz —pidió mi madre, pero Dante y Ari siguieron en su mundo de sonidos estridentes.

La cabeza me estaba por estallar. Mi nivel de paciencia había bajado considerablemente.

—Voy a tener que prender más inciensos —afirmó mamá elevando la voz para hacerse oír.

—No. Vas a tener que aprender a poner orden, ma. Mirá que un estatequieto, cada tanto, es necesario —protesté.

—Esta tarde compro algunos de citronela. Vas a ver cómo cambia el ambiente —afirmó, sin escucharme.

Me mordí el labio y meneé la cabeza.

—Acá tenés tu café con leche —dijo, apoyando la taza humeante en la isla frente a mí. No llegué a agradecérselo cuando, de repente, experimenté un calor que me recorrió la falda y las piernas. Ari, que seguía discutiendo con Dante y haciendo movimientos bruscos con los brazos, había dado un manotazo a la taza que se volcó de lleno sobre mi regazo.

—¡Oooops! —exclamó Ari, poniendo cara de pilla y llevándose una mano a la boca. Dante quedó petrificado con la sartén de juguete que hacía sonar contra la mesada, y yo apreté los párpados contando hasta diez. El nivel de furia en mi interior subía a la misma velocidad que lo hace un dron. Me observé la ropa antes limpia y elegida con tanto esmero.

—Juli, ¿te quemaste? Suerte que no lo calenté tanto porque… —se excusaba mi madre mientras limpiaba la superficie de la mesada con servilletas de cocina.

—No hables —le rogué, cortando su perorata—. Estoy intentando no explotar, ¿okey?

—Bueno, son cosas que pasan… —dijo mamá, ¡y me sacó!

—¡No son «cosas que pasan»! ¡Son «cosas que pasan en esta casa de locos y dementes»! ¡Y son «cosas que pasan» porque vos no les ponés límites! —grité, y luego me levanté para subir ruidosamente los escalones hasta mi habitación.

Me cambié de ropa con lo primero que encontré en el cajón: un enterito de jean al que le había agregado algunos parches de emoticones, y bajé con las prendas manchadas para ponerlas en remojo en una palangana.

Mamá balbuceaba disculpas atrás de mí, pero yo salí de casa enojada y sin saludar a nadie.

Al menos todo el lío había provocado un exquisito, muy exquisito silencio en el hogar, porque mis hermanitos habían quedado mudos un buen rato.

Imagen celestial

El señor que me atendió en la academia era antipático. Cuando le dije que quería anotarme al curso de bordado en tela de los viernes, me observó furtivamente desde debajo de sus lentes y siguió tecleando en la computadora, como si no me hubiese visto o escuchado.

Carraspeé, nerviosa, e insistí:

—Yo… estemmm, disculpe… —Volvió a levantar la mirada, con gesto fastidiado. Tomé impulso antes de hablarle de nuevo. Su expresión distante me acobardaba : Sé que las inscripciones empezaban hoy y, como quería asegurarme un lugar, porque sé que los cupos son limitados, vine temprano para…

—Cédula —masculló, volviendo a teclear.

—¿Ccc… cómo? —pregunté.

Alzó apenas una ceja y dijo, haciendo énfasis en la separación de palabras, y en tono condescendiente:

—Documento-de-identidad.

—Ah, sí, perdón —me excusé, revolviendo el morral en busca de mi billetera. Los dedos tocaban una y otra cosa allí dentro, nerviosos, como yo. Al fin palpé la billetera, saqué la cédula y la apoyé sobre la mesada de la ventanilla.

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