

RELATOS DE VIAJE
the travel issue
DIRECTORIO
Editora en Jefe/Directora Creativa SARAH GORE REEVES
Editora LORENA DOMÍNGUEZ
Directora de Arte CATIA MUÑOZ
Editora de Contenido BETSY DE LA VEGA TAY
Editor de Moda DANIEL ZEPEDA
Copy Editor DANIELA GUTIÉRREZ
Coordinador Digital RENÉ VILLASEÑOR
Diseñador Web ALEJANDRO ADAME
Diseñadora Gráfica FERNANDA VILLALBA
Diseñadora Gráfica MARLENE VELA
Comité Editorial VALERIA GONZÁLEZ
Comité Editorial REGINA REYES-HEROLES
Productores Editoriales THE PRODUCTION FACTORY
WWW.MREVISTADEMILENIO.COM INSTAGRAM.COM/M__MILENIO @MDEMILENIO MREVISTADEMILENIO.COM/NEWSLETTER
Fundador (†) JESÚS D. GONZÁLEZ
Presidente del Consejo de Administración FRANCISCO A. GONZÁLEZ
Presidente Ejecutivo FRANCISCO D. GONZÁLEZ
Vicepresidente JESÚS D. GONZÁLEZ
Director General ÁNGEL CONG
Director Editorial ÓSCAR CEDILLO
Director Milenio Diario ALFREDO CAMPOS
Director Milenio Televisión RAFAEL OCAMPO
Director Multigráfica JAVIER CHAPA
Director Medios Impresos ADRIÁN LOAIZA
Director Comercial CARLOS HERNÁNDEZ
M LA REVISTA DE MILENIO, edición digital Agosto 2025. Editora Responsable: Sarah Gore Reeves. Número de certificado de reserva otorgado por el Instituto Nacional del Derecho de Autor: en trámite. Número de certificado de licitud de título y contenido: en trámite. Domicilio de la publicación: Milenio Diario S.A. de C.V., Morelos número 16, Colonia Centro, Alcaldía Cuauhtémoc, C.P. 06040 en Ciudad de México. Distribución: unión de expendedores y voceadores de los periódicos de México A.C. con domicilio en Guerrero no. 50 Col. Guerrero C.P., 06350 Alcaldía Cuauhtémoc, Ciudad de México. Sarah Gore Reeves es independiente en su línea de pensamiento y no acepta necesariamente como suyas las ideas de artículos firmados. Queda prohibido la reproducción total o parcial de la presente edición, misma que se encuentra registrada a nombre de Milenio Diario, S.A. de C.V., Derechos reservados. El contenido de los artículos es responsabilidad de los autores. Todos los derechos están reservados.


Fotografía: CORTESÍA Por: BETSY DE LA VEGA TAY
EL TRAZO MÁS FINO DE LA HOSPITALIDAD

Un antiguo refugio aristocrático convertido en enclave contemporáneo de diseño, ritual y contemplación. Aquí, cada espacio revela una manera distinta de habitar el descanso.




Íntimo, artístico y con alma propia, el Hotel Esencia alguna vez fue el refugio privado de una duquesa italiana. Hoy es un santuario para quienes encuentran belleza en el silencio, en la arquitectura que respira y en los rituales que reconectan.
Ubicado frente a la bahía virgen de Xpu-Ha —donde cada año las tortugas marinas regresan a anidar—, este enclave de 50 acres envuelve al viajero en un paisaje donde todo parece detenerse. La Casa Principal, una mansión blanca de aires aristocráticos, es el corazón palpitante del hotel. Desde ahí se despliegan 47 suites y 4 villas escondidas entre la vegetación, como si siempre hubieran pertenecido a la selva.
Algunas suites cuentan con jacuzzis privados que se funden con la noche estrellada. Las villas, de hasta cuatro habitaciones, son ideales para estancias familiares sin renunciar al diseño ni al confort.
Pero hay un rincón aún más íntimo. El spa circular, inspirado en rituales mayas, ofrece una experiencia sensorial que atraviesa cuerpo y espíritu. Flotario silencioso, cuarto de vapor, tina de hielo, sauna y tratamientos botánicos elaborados con hierbas medicinales recolectadas localmente. Aquí, el descanso se transforma en ceremonia.
El hotel cuenta una historia. El diseño —que evoca el modernismo mexicano y el glamour hedonista de la Costa Azul— se expresa en piezas únicas hechas a medida, textiles tejidos a mano y una curaduría de arte digna de galería. La atmósfera sonora, a cargo de Michel Gaubert (sí, el mismo que musicaliza los desfiles de Chanel), acompaña la experiencia como un soundtrack perfectamente planeado.
La identidad visual del hotel —desde su página web hasta sus animaciones— fue creada por Pierre Le-Tan, el legendario ilustrador conocido por sus portadas en The New Yorker y sus colaboraciones con Hermès y Vogue . Su trazo elegante y nostálgico encapsula el espíritu atemporal del lugar.
En los jardines, pavorreales pasean con la misma calma que los huéspedes. Las iguanas toman el sol como si fueran locales. Cinco espacios gastronómicos celebran lo mejor de la cocina local, con un enfoque epicúreo que nunca se siente forzado. Hotel Esencia no pretende ser tendencia: es un clásico instantáneo. Una forma de entender el lujo sin necesidad de estridencias.
Es para quienes saben reconocer lo extraordinario, incluso cuando se esconde entre las hojas. D
NATURALEZA, ARQUITECTURA Y SABOR: ASÍ ES THE RIVIERA MAYA EDITION AT KANAI
Fotografía: CORTESÍA Por: MARÍA FERNANDA GUTIÉRREZ
Con arquitectura inspirada en la cosmovisión maya, interiores que fluyen como la luz del Caribe y la cocina de Paco Ruano y Tomás Bermúdez, este hotel es un refugio donde lujo, naturaleza y cultura se encuentran para transformar cada estancia en una experiencia inolvidable.



La apertura de The Riviera Maya EDITION at Kanai redefine la hospitalidad de lujo en el Caribe mexicano. Ubicado dentro de una reserva natural de más de 600 acres entre manglares, playas vírgenes y vestigios culturales, este proyecto liderado por Ian Schrager en colaboración con Marriott International apuesta por un lujo relajado que celebra lo mejor del entorno yucateco.
Diseñado con una huella ambiental mínima y rodeado de una biodiversidad excepcional, el hotel se integra con el paisaje de forma armónica: caminos que se hunden bajo los árboles, estructuras que emergen del agua como cenotes modernos y materiales naturales que dialogan con la selva. El concepto arquitectónico se inspira en la cosmovisión maya y la majestuosidad del entorno.
El diseño interior, a cargo de Ian Schrager Company junto con Rockwell Group, crea espacios que fluyen entre la calma y el asombro: texturas suaves, luz natural, madera, piedra caliza y detalles que honran la cultura local. Cada una de las 182 habitaciones —incluyendo 30 suites — ofrece vistas espectaculares al mar o a la vegetación, y algunas incluso cuentan con albercas privadas. La joya de la corona es el Sky Rooftop Villa, el penthouse más grande de América del Norte, con 2,500 metros cuadrados de lujo puro y una terraza que parece flotar sobre el Caribe.
Parte de la experiencia es la gastronomía. Dos de los chefs más destacados de México, Francisco “Paco” Ruano y Tomás Bermúdez, están al frente de los restaurantes insignia: KI’IS y SO’OL. Ruano lleva su sensibilidad tapatía a un menú moderno enfocado en ingredientes del mar yucateco; mientras que Bermúdez con su toque marino inspirado en la costa mediterránea y su experiencia en La Docena, ofrece una carta vibrante y elegante en el club de playa.
Completan la experiencia el Kitchen at EDITION, con cocina mexicana reconfortante; un Lobby Bar vibrante con diseño escénico y cócteles con ingredientes locales; y un Pool Bar para quienes buscan relajarse junto a la alberca de estilo laguna. En cuanto al bienestar, The Spa ofrece un concepto inmersivo en la naturaleza, con espacios inspirados en cenotes, tratamientos personalizados y marcas exclusivas como 111 Skin y Ayuna.
El hotel también está preparado para recibir eventos memorables con un salón de más de 900 metros cuadrados en medio de los manglares, terrazas con vista al mar y estudios privados.
Más que un resort, The Riviera Maya EDITION at Kanai es una celebración del entorno natural, la cultura y el diseño, pensada para quienes buscan experiencias transformadoras en cada viaje.
Más que un resort, The Riviera Maya EDITION at Kanai es una celebración del entorno natural, la cultura y el diseño, pensada para quienes buscan experiencias transformadoras en cada viaje.



LA PONCHE TINTA GRABADA EN SAL Y MAREA
Fotografía: CORTESÍA Por: RENÉ VILLASEÑOR
Un rumor mediterráneo y ecos de plumas al tacto del papel son los sonidos que dan vida a La Ponche. Meca contemporánea del arte de contar.
Saint Tropez, siempre Saint Tropez. Las calles tocan al Mar Mediterráneo y los tejados se cubren de sol salitre. Al cruzar sus periferias, la costa arranca al turista; lo hace personaje. Se llama La Ponche el destino, y su historia, a máquina de escribir, está siendo trazada como un cadáver exquisito. Paso a paso, visita por visita, de mano en mano.

En sus habitaciones y terrazas resonaron voces que marcaron una época: Françoise Sagan, Colette, Vian, Sartre, Beauvoir. Desde ese pontón se miraron incontables aguas y veranos. En esta atmósfera se inspiraron libros Bonjour Tristesse, La Piscine—. Pero lejos de aferrarse a la nostalgia, La Ponche ha sabido reinventarse sin que el pasado padezca. Desde su reapertura en 2022, el hotel ha encarnado un nuevo capítulo. El aire, cuando no tiene otra opción, permanece fresco, íntimo, desmaquillado.


La Ponche se abre como una casa familiar. Como aquél lugar dibujado en la mente con la palabra ‘hogar’. Tarda el tiempo en llegar al almuerzo, olores a hierbas y silencios por habitar. Esa es la idea del recinto. Cada año, con el Prix Littéraire, La Ponche convoca a escritores y lectores en un esfuerzo de preservación para el alma artística del hotel. Esther Teillard fue la última ganadora de este premio con una novela: Carnes. Donde antes había jazz y seda, ahora hay carne viva y deseo.
Este entrelazado de pasado y presente se encuentra en la propia dirección —como si de película tratase— del hotel. Léa Fabrizio busca y encuentra la sensibilidad necesaria para hacerlo. La Ponche trata de conversar con fantasmas, abrazarlos, reformularlos. Cada esfuerzo permite que Sagan, desde la mesa 16, le dé la cara al mar, vigilante, viva.
Tal vez el quid está ahí, La Ponche lo sabe. Desayunos a pie de muelle, gaviotas al fondo exclamando su existencia, cigarrillos toscos en la boca de historiadores y palabras escritas dictadas por una estructura de infinita inspiración. Esa es la consigna, la esencia de Francia junto al mar. Todos son preparativos interminables que le dan sazón al muelle. El planeta respira bajo el mismo sol y aún así desde Saint Tropez parece otro.
Se puede cambiar, es necesario e importante. Pero hay lugares que no siguen el ritmo, La Ponche es uno de ellos. Viajar, llegar aquí, es dejar que el propio cuerpo cuente; la historia atestigua a esos peregrinos. Cada huésped —caminante, nómada—es una página más. Algunos, con suerte y ardientes por contar, un capítulo entero.lll



EL AJUSCO: UNA LEYENDA DE VIENTO VERDE
Fotografía: RENÉ VILLASEÑOR Por: RENÉ VILLASEÑOR
En el punto más alto de la Ciudad de México, la estela más visible de nuestro encierro, la cordillera atraviesa nubes y neblinas. Ahí, la historia respira a pulmones vacíos, el valle se sueña en colores de óleo y la poesía se reescribe en verde madroño.




Desde arriba, en la muralla que protege a este nuestro valle, casi todo lo demás carece de sentido. Anáhuac se ve completo; sus lágrimas —las pocas que se deslizan por sus mejillas— están ahí, latiendo añares. Este mismo valle, secado a palas de bronce, iluminado todo por farolillos de hojalata, se recuerda por lo vasto de sus héroes. Ahí, en el pico más alto del Águila, están los que ya no están.
Al mismo tiempo que la escena entra por los ojos, el existir —lo que viene— se escapa. No, más bien, se reconfigura. Las prioridades se intercalan, la vida se vive de cabeza, el sol se toca con el cabello y los pulmones se llenan de verde vida. Verde viento, verdes ramas.


Esta cima es parte real de una leyenda que sigue en construcción. El lienzo que se pinta desde ahí, a la Velasco, es real: es la misma de antes, idéntica a la próxima. De lejos, encuadrada por bosque verde y maleza seca vestida de amarillo, está el asfalto con sus luces y extrañas miradas. Te mira de regreso, pero eres invisible. El Ajusco —donde brota el agua— eres tú; es el primer mexica que volteó desde ahí para encontrar esa cuenca lacustre que hoy conversa con la vida de 25 millones de personas y un Xochimilco que se niega a ceder su espacio a la tierra gris nuestra.
Con fuego dormido, huellas húmedas de ríos invisibles, piedras caídas como relámpagos de Dios, el Ajusco —volcán vigilante— sigue amable, prestando sus senderos, enterrado tiempos incontables, martirizando lo ya desvanecido. Pico del Águila, especie de canela el color, planicie brotada de fuego y aire: es la estela que agrieta las manos de nuestros primeros. Lo que hubo aquí tan solo enciende las luces de un teatro casi vacío. Cada valle, cada montaña exclama al final de la obra que, sin senderos, la vida es de papel.

FUNCIÓN, MEMORIA Y MOVIMIENTO
Fotografía: RENÉ VILLASEÑOR
Con más de dos décadas dentro de la firma, Victor Sanz ha convertido a TUMI en un laboratorio de diseño funcional, donde cada pieza es una síntesis de innovación técnica, sensibilidad emocional y visión a largo plazo.
Por: DANIEL ZEPEDA
¿Qué significa diseñar para el movimiento? En un mundo que valora la velocidad pero olvida el detalle, TUMI se distingue por hacer del viaje una experiencia perfecta. Bajo la dirección creativa de Victor Sanz, la marca no solo responde a las necesidades del viajero moderno, las anticipa, las mejora y las transforma en forma en soluciones tangibles.


En un mercado donde la estética suele eclipsar a la funcionalidad, TUMI ha construido su legado sobre una premisa distinta: lujo de alto rendimiento. No se trata solo de cómo luce un objeto, sino de cómo funciona, cuánto dura y, sobre todo, de cómo empodera a quienes lo llevan. Para Victor Sanz, Director Creativo de TUMI desde 2016, esta filosofía no es un eslogan, sino el corazón mismo de la marca. “El valor fundamental de TUMI siempre ha sido ofrecer lo mejor de lo mejor al cliente”, afirma. “Lo mejor en funcionalidad, durabilidad y experiencia”.
Victor Sanz se incorporó al equipo de diseño de TUMI en 2003, con la misión de aportar una perspectiva renovada a la reconocida calidad de la marca. Desde entonces, ha moldeado una visión exigente en lo técnico, pero profundamente emocional en lo conceptual. Al asumir la dirección creativa en 2016, Sanz lideró una nueva era para TUMI, redefiniendo la experiencia del viaje para una generación de ciudadanos globales. Para él, el diseño es una herramienta para perfeccionar la vida en movimiento, anticipar necesidades, resolver problemas y elevar la forma en que nos desplazamos por el mundo.
La eficiencia, explica, es una demanda universal. “Nadie quiere perder tiempo buscando su cargador o peleando con un compartimento mal pensado”. Desde puertos de carga integrados hasta sistemas de organización intuitivos, cada decisión parte de una sola pregunta: ¿cómo facilitarle la vida al viajero? “Nuestro mayor referente siempre ha sido el cliente. Sus hábitos, frustraciones y victorias son lo que orienta nuestro proceso”.
Pero el trabajo creativo en TUMI no se limita al presente. Para Sanz y su equipo, el verdadero reto es adelantarse a lo que viene. “A veces, la tecnología aún no existe. Así que esperamos… o la creamos”. Al trabajar con materiales como compuestos de grado militar o nailon balístico, en ocasiones deben inventar procesos completamente nuevos para dotar de forma, color y sensibilidad a materiales inicialmente rígidos. Y todo eso con el fin de mejorar la experiencia del usuario.
La durabilidad y el rendimiento son principios innegociables. Pero el verdadero diferenciador de TUMI está en la conexión emocional que establece con sus usuarios. Una de sus colecciones actuales, cuenta Sanz, nació a partir de un aroma: un instante fugaz que detonó toda una narrativa de diseño. “La inspiración puede venir de una chaqueta, una canción, un olor… y cuando ves el producto final, puedes rastrear ese hilo desde la idea original hasta el último detalle”.
Esta dimensión emocional, combinada con una calidad impecable, es la razón por la que los clientes de TUMI siguen regresando. No ven sus productos como simples accesorios, sino como aliados de confianza. “Quieren saber que lo que llevan va a estar con ellos, a través de aeropuertos, continentes y tal vez décadas”. En una cultura dominada por lo efímero, TUMI apuesta por la permanencia. “Diseñamos con la convicción de que la pieza que compres hoy debe seguir sintiéndose tuya dentro de diez o quince años”.
En el fondo, TUMI trata de empoderar el trayecto, en lo práctico y en lo personal. “Nuestros productos no solo cargan objetos”, dice Sanz. “Cargan tus hábitos, tu ritmo, tu vida”. A través de un enfoque multidisciplinario y una búsqueda incansable de la excelencia, Victor Sanz sigue llevando la marca hacia el futuro, no solo respondiendo al mundo, sino moldeando la forma en que nos movemos por él.
El reto no está solo en diseñar lo que el usuario necesita hoy, sino en imaginar lo que querrá dentro de una década. Entre materiales de vanguardia y emociones intangibles, TUMI construye una línea del tiempo que no sigue modas: trasciende.
NOTAS DE UN

Fotografía: RENÉ VILLASEÑOR
“Te ofrezco la memoria de una rosa amarilla vista al atardecer

DIARIO INCONCLUSO
Por: RENÉ VILLASEÑOR
algunos años antes de que nacieras”. - Jorge Luis Borges, 1934.
Fue por esos meses en los que estuve en Japón que empecé a escribir un diario. Sabía que la fotografía no me bastaba para llevar un registro, y que, tarde o temprano, la memoria me terminaría por traicionar. En ese momento —ingenuo fui— lo único que quería era manifestar al mundo lo vivido y lo que se vivirá. Me preocupaba por un futuro desdibujado, queriendo atraparlo sin siquiera haber nacido. Dos años de la última vez que estuve en Tokio, viendo de frente al río Sumida en cualquier madrugada, iluminado inclemente por la farola de la torre más alta del país, dándole la espalda a la vida y el pasado del templo de Asakusa y, tal vez, mis intentos por querer retener todo en papel y carbón, celuloide y plata, fueron en vano.
Así aprendí —tarde, lento— que Japón no se apresura, no se entrega a uno sin querer buscarlo y, mucho menos, se guarda. Seis meses, 152 días, tardó aquél territorio de oriente en forjar la herrería con la que hoy se estalla en mi memoria. Callejones infinitos porque el siguiente es igual al anterior; pasos, millares de ellos, para agotar la posibilidad de arrepentimiento; peregrinajes diarios, donde al terminar la jornada, la persona que se refresca a la intemperie con un cigarrillo afuera de cualquier tienda de conveniencia es distinta a la que despertó. Este texto terminará en una página de internet, será visto quizás como un pobre intento de pensamiento al estilo de Arenas o Galeano. La vida seguirá, pero sin llevarse el recuerdo. No sé si amerita tanto melodrama.
Kioto, desde acá, me retiene, amordazado. No me suelta, y es el principal responsable en complejizar este ejercicio de memoria. El viento azota y quiebra los labios, las manos desde los bolsillos sudan y ese valle permanece en silencio. Desde el Monte Hiei, las dos veces que me regaló su sendero, la ciudad te regresa la mirada y exclama tu regreso. Al otro lado, Arashiyama —bosque hueco, bosque de bambú— repite el murmullo de los chistes y las risas que se quedaron. Los trenes, terribles, me regresaban a la vida y la ciudad de los templos quedaba atrás. Aquí, solo acompañaban esa voz inconfundible que se encarga de predecir cada estación, el silencio y las miradas perdidas de nosotros, los que regresamos del Kioto de ese día. A la mañana siguiente sabía, lo sabe cualquiera que haya estado allí, que repetiría el viaje.
Ese mismo tren que me sacaba de Kioto, si decidía quedarme el final de la línea, me aventaba a la Osaka de luces y carne (¿Cómo puede ser que sean solo 30 minutos los que separan estas dos ciudades?). Aquí el tiempo es fugaz. Sin reloj es fácil confundir el final de una jornada con el inicio de la siguiente. En ese momento, todos aparecen en escena.
“La cocina de Japón” es el apodo de esta urbe, una de sus tantas maneras de demostrar la calidez y la gracia que esta cultura alberga. Desde acá, en un departamento de la Ciudad de México, un recuerdo azul de las noches en Osaka llega. Entrados en calor en el espacio mínimo indispensable. El sonido es virtud de una radio de al menos 30 años de uso. Detrás de la barra, dos ancianos ansiosos por compartir lo que fuese de aquellos jóvenes que, por un tiempo, fueron sus más frecuentes clientes. Me pregunto si en ese cuarto aún está nuestro eco, si desde allá hay recuerdo ajeno de lo que escribo y describo ahora. También está Tokio. Esa fue mi última parada, mi última visita a Japón hasta entonces. Ese hervidero de emociones tan difícil de aterrizar. 40 millones de personas en esa metrópolis que pesaron en mi cuerpo hasta derribarlo. Es mucho lo que esta ciudad exige y me rendí de rodillas ante ella. Dos semanas fueron suficientes para entender que nada en el mundo se asimila a esto. Este ir y venir resultó cansado, ajeno, libre de cualquier comodidad. Esa ciudad de fantasmas se levanta ahora en mí como una bestia ingobernable. Sin embargo, Anthony Bourdain, David Bowie, Roland Barthes, están de acuerdo conmigo cuando afirmo que los sueños en Tokio se apetecen distintos. Es tal vez porque el sueño nunca acaba, y el despertar solo llega al salir.







Recuerdo haber leído a Borges —¿a quién más?— a la sombra de luna que me dieron los cipreses de Koyasan, pueblo ausente del vaivén global, y haber entendido que el camino se camina. Frase indulgente que tal vez cobre sentido con lo mío. Por cuatro días y tres noches, dejé de existir. En ese pueblo de desiertos invisibles, hombro con hombro, uno se tiene que abrir paso entre la historia y las estatuas que aún protegen mi tacto. Parece que nunca tomé el teleférico que me transportara de nuevo al lugar en el que siempre he vivido. Algo de todos se lo queda el monte Koyasan y lo entierra con las tumbas de su cementerio. Kukai aterriza aquí y los fantasmas, mi fantasma, levitan a la cadencia del sánscrito hablado. De regreso a la ciudad, la neblina iba desapareciendo para traer de vuelta lo ofrecido a pie de montaña: memoria, razón y sentimiento.
Después, el verano me llevó hasta Hiroshima. Apenas pisarla el pasado se abalanza sobre mí. Todo llegó de golpe y era claro que el aire ahí caía en los pulmones con otro sabor. En un intento de entenderlo mejor, vagué por la noche. Todo lo que sabía de aquí lo había aprendido de los libros y el cine. Pobre enseñanza. Las pruebas del pasado estaban ahí, intactas y gigantes. Todavía están en lo que soy hoy; me pregunto si aún se pueden ver. Cruzando el mar de Seto, solo accesible en ferry, está Itsukushima, que lo vio todo. Como en tantos otros lugares de Japón, aquí se vive un solo momento compartido por cualquiera que haya tenido la dicha de pisar esta arena o que la tendrá en el futuro. Aquí también dejé mi fantasma.
De regreso en el hostal a las puertas del Museo en Memoria de la Paz, la ternura es abrasadora. Recuerdo, con lágrimas en los ojos, querer contactar sin éxito a las personas que dejé en México antes de cruzar el Pacífico.
Quisiera disculpar el tono ensimismado con el que estoy escribiendo, la realidad es que no encontré otro que hiciera frente al cielo viejo que me vende ese lado del mundo. Me doy cuenta que temo ponerle el punto final a este texto. Puede que con él mi historia con el Japón que conocí termine. Porque sé que en mi inevitable regreso —espero el día— ese espacio llegará distinto. No. Yo seré distinto. Porque Japón no cambia. La historia lo ha intentado muchas veces; guerras, industrialización, turismo, las características del mundo capital. Y el país del sol naciente permanece intacto. Kioto atardecía igual que en las películas de Ozu. Hiroshima fue idéntico al que me presentó Resnais en Hiroshima Mon Amour (1959). Aún en blanco y negro el color se puede encontrar.
Llevo varios días ya frente a la página en blanco del procesador de palabras, sentado en la oficina, en la sala levemente iluminada de mi departamento o en algún café sin nombre de la Ciudad de México, tratando de hilar letras que me lleven a algún lugar del sur de Kioto. Volver a caminar por la noche iluminada de Osaka a través de palabras. Pero el ejercicio es de piedra, no se me abre, no responde, se queda quieto y no se deja llevar por el ritmo de las teclas de Bill Evans o de la trompeta de Chet Baker. Trato con música, con el sabor amargo del café, ruidos blancos, techos altos o silencio total. Mi mente rehuye a ese párrafo final. Las historias por contar llegan a borbotones y el espacio se me termina.
¿Y qué es lo que he querido decir? ¿Qué aparece en la página? Un recuerdo, una canción, un olor específico: esas herramientas que nos ligan a lugares en los que tanto se vivió. La semblanza definitiva de un tiempo lejano yace en las 1,435 palabras que componen este relato. Quiero seguir escribiendo, no quiero dejar de hacerlo o el recuerdo se termina. Japón queda ahí, en esa isla inmensa de cara al océano, y en mi campaña, una que sé compartida por otros cuantos adormecidos por lo que fue este experimento. Entre silencios, en mi madrugada, el sol se levanta en el afortunado río Kamo al margen de Kioto. Sigo ahí, no me he ido. Solo estoy esperando, diario en mano, mi propio regreso.

AREQUIPA: DONDE LA TIERRA RESPIRA DESPACIO

Fotografía: DANIEL ZEPEDA CON IPHONE 16 PRO Por: DANIEL ZEPEDA

Arequipa, al sur del Perú, se revela con calma. Esta crónica viaja desde su centro histórico de piedra volcánica hasta los silencios del altiplano, cruzando paisajes custodiados por volcanes, rituales con vicuñas y sabores ancestrales.

Ubicada a más de 2,335 metros sobre el nivel del mar, Arequipa está resguardada por tres volcanes —el Misti, el Chachani y el Pichu Pichu— que más que montañas, parecen presencias. Desde cualquier ángulo de la ciudad, sus perfiles recortan el cielo como guardianes antiguos. Bajo su sombra, la ciudad se edifica con un tono claro, casi plateado. Eso se debe al sillar, la piedra volcánica con la que se construyó buena parte de su centro histórico. Esa roca blanca transforma la luz. La vuelve suave, íntima, espiritual.

Caminar por Arequipa es como recorrer un códice tallado en piedra. Las fachadas virreinales no ocultan lo andino, ni lo moderno intenta borrar el pasado. Aquí los tiempos coexisten sin conflicto, como si la ciudad hubiese encontrado una forma de reconciliar sus capas sin anular ninguna. Lo colonial se mezcla con lo indígena, lo sacro con lo cotidiano, lo pétreo con lo vivo. No hay estridencia, pero sí una fuerza persistente.

Sin embargo, el verdadero viaje empieza cuando se decide dejar atrás la ciudad. No por falta de interés, sino porque Arequipa también se entiende mejor desde la distancia. Hay que internarse en las tierras abiertas que la rodean, donde el aire se afina y el paisaje se vuelve más vasto que comprensible. En la Reserva Nacional de Salinas y Aguada Blanca — más de 366 mil hectáreas de silencio, planicies y pastizales— lo natural no se contempla, se escucha.
Allí habita la vicuña, ese animal esquivo que parece dibujado con pincel fino. Su lana es la más delicada del reino animal, pero no se extrae a la fuerza. Se recolecta siguiendo antiguos rituales colectivos, con paciencia y respeto. La presencia de la vicuña es simbólica. Encierra una ética. Observarla pastar bajo el cielo abierto es presenciar una forma distinta de relación entre el ser humano y el entorno. Un pacto donde el asombro y el cuidado caminan juntos.
Las llamas, primas domesticadas de la vicuña, ocupan otro lugar. Se desplazan con lentitud, como si midieran cada paso. Quienes las cuidan, además de pastores, son herederos de un saber que se transmite de generación en generación. Algunos participan hoy en proyectos de turismo comunitario. No como empleados, sino como anfitriones de su propia historia. En sus palabras, en sus gestos, se percibe una forma de entender el territorio que no separa lo útil de lo sagrado.
Más adelante, la tierra se abre de golpe. El Cañón del Colca aparece como una herida inmensa: hasta 4,160 metros de profundidad que convierten al visitante en una figura mínima, irrelevante. Y, sin embargo, es aquí donde muchos vienen a encontrar algo parecido a una revelación. En la Cruz del Cóndor, al amanecer, decenas de personas esperan en silencio. No hay música. No hay pantallas. Solo espera. De pronto, el cóndor andino — esa ave mítica de los pueblos precolombinos— emerge del abismo. Lo que ocurre es un momento que, sin palabras, reordena lo que uno creía saber sobre el poder, la belleza, el tiempo.
Regresar a la ciudad después de esa inmensidad es como volver a la escala humana. Pero Arequipa no suelta fácilmente. Al contrario, tiene aún más por decir. Su cocina, por ejemplo, es también una forma de conocimiento. Las picanterías, con sus largos fogones y sus aromas penetrantes, son más parecidas a santuarios que a restaurantes. Allí, el fuego y el ají curan, convocan, cuentan historias.
Platos como el chupe de camarones —que reúne mar y montaña en una sola olla—, el caldo blanco —hecho con leche, papa, carne y chuño— o el chairo —espeso y ahumado— no se explican fácilmente. Se viven. Cada cucharada contiene algo del clima, del altiplano, de las madres que lo aprendieron de sus madres. Comer en Arequipa es aceptar que el gusto también puede ser una forma de memoria.
Y eso es lo que define a esta ciudad, su manera de enlazar lo visible con lo esencial. El fuego, el viento, la piedra y el agua no están jerarquizados, conviven. Arequipa no impone su encanto, lo deja caer lentamente, como una ceniza tibia que se posa sobre el cuerpo.
Aquí, la espiritualidad no se encierra en templos. Se encuentra en la manera en que una llama voltea a mirar, en la textura del sillar al caer la tarde, en el silencio denso de la puna. Arequipa no se ofrece al turista rápido, sino al viajero que se deja tocar. Porque viajar no es solo moverse, es dejar que un lugar nos cambie.



SHA MÉXICO: EL VERDADERO LUJO DEL
SIGLO XXI
Fotografía: BETSY DE LA VEGA TAY CON IPHONE 16
Por: JOANNA CASTILLO
SHA México redefine el lujo con salud integrativa, nutrición consciente y terapias científicas que transforman cuerpo, mente y espíritu.

Un centro de bienestar ubicado en una zona privilegiada de la Riviera Maya y convertida en una experiencia transformadora, SHA México nace del testimonio personal de Alfredo Bataller quien encontró en la nutrición integrativa una segunda oportunidad de vida; este espacio ha evolucionado hasta convertirse en un referente internacional en medicina preventiva, longevidad y bienestar integral.



La propuesta se centra en el Método SHA, un sistema científico y holístico que busca restaurar la salud desde sus raíces y empoderar al huésped con herramientas para mantenerla en el tiempo. Lo hace a través de la combinación precisa de disciplinas médicas occidentales, terapias naturales y un estilo de vida basado en la nutrición consciente, el movimiento inteligente y el descanso profundo.
Uno de sus grandes diferenciales es el Diagnóstico Preventivo Avanzado, una evaluación de salud de alta precisión que utiliza tecnología de vanguardia para medir parámetros como edad vascular, metabolismo basal, composición corporal, glicación avanzada, funcionamiento del sistema nervioso central y más. A partir de estos resultados, se diseña un plan de acción completamente personalizado.
La Nutrición SHA es otro de sus pilares esenciales. Inspirada en la medicina oriental y respaldada por estudios de Harvard y Cornell, propone una dieta alcalina, energética y antiinflamatoria que respeta la estacionalidad, prioriza lo local y se adapta a las necesidades fisiológicas y emocionales de cada persona. Además de disfrutarla en el restaurante SHAmadi, los huéspedes pueden aprender sus fundamentos en clases privadas o grupales de cocina saludable, una experiencia que trasciende el plato para convertirse en educación vivencial.
Todo a paso lento
El área de Medicina Well-Ageing está diseñada para quienes desean ralentizar el envejecimiento desde un enfoque integral. Mediante terapias como ozonoterapia, sueroterapia, estudios hormonales y genéticos, así como tratamientos como NAD & Mito-Rebalance o megadosis de vitamina C, se busca estimular la regeneración celular, revitalizar tejidos y prevenir enfermedades crónicas asociadas al desgaste del tiempo.
SHA también entiende que no hay salud física sin bienestar emocional. Su unidad de Salud Cognitiva ofrece tratamientos de última generación como la estimulación transcraneal y la fotobiomodulación cerebral, que han demostrado eficacia en la mejora del sueño, la memoria, la concentración y el manejo del estrés. A ello se suma el acompañamiento psicológico y sesiones de coaching emocional que permiten al huésped reconectar con su equilibrio interno.
Para quienes enfrentan desafíos específicos como la adicción al tabaco, trastornos del sueño, problemas digestivos o disfunciones sexuales, SHA propone paquetes especializados diseñados por equipos multidisciplinarios. Cada uno de ellos considera la condición desde su raíz, abordando tanto el síntoma como las causas subyacentes con una mirada integral.
En un entorno natural privilegiado, rodeado de arquitectura minimalista y un servicio que eleva la hospitalidad a un acto de cuidado profundo, SHA México demuestra que la salud es el verdadero lujo del siglo XXI. Aquí, el descanso no es ocio, sino un acto terapéutico. Comer no es llenar el cuerpo, es nutrir la vitalidad. Y en lugar de huir del estrés, se aprende a escucharlo como el mensajero de una vida que pide equilibrio.ii

EL ABISMO QUE TE MIRA DE VUELTA UNA CRÓNICA DESDE ARIZONA
Fotografía: DANIELA GUTIÉRREZ CON IPHONE 16 PLUS Por: DANIELA GUTIÉRREZ
Antes de llegar, lo vimos en una pantalla: un documental en IMAX sobre el Gran Cañón. Pero todas las frases trilladas de aquellos que han presenciado esta maravilla resultaron ser ciertas. Las imágenes no le hacen justicia. Las palabras tampoco, pero podemos intentar.


Experimentar el Gran Cañón desde su borde sur, o South Rim, me dejó pensando en todos mis compatriotas mexicanos que viajan a Las Vegas y deciden visitar el cañón desde su lado oeste. Siento una especie de compasión silenciosa por ellos, saber que lo que ven ahí es apenas una fracción de su vastedad. Impresionante, claro, pero limitado. No se expande ante tus ojos con esa monumentalidad que te deja sin palabras. No se despliega como un teatro geológico de color, luz y silencio. Los que saben —guardaparques, viajeros recurrentes y locales— coinciden: la verdadera experiencia está en el South Rim. Lo que sigue a continuación es una forma de llegar hasta ahí, y de entender por qué, una vez que lo ves así, el mundo parece distinto para siempre.
La mejor manera de llegar al South Rim es a través de Phoenix. Desde ahí, el camino hacia el Gran Cañón se transforma en una travesía gradual donde el paisaje va revelando la paleta mineral del desierto. Con un nuevo vuelo directo desde la Ciudad de México a Phoenix, Aeroméxico nos da una alternativa que acorta la distancia geográfica y que abre la puerta a una experiencia más profunda. En vez de la excursión exprés desde Las Vegas, esta ruta permite entender el territorio en capas: el desierto, la meseta y finalmente la grieta inmensa que parece cortar el mundo en dos. Es una forma de viajar que respeta el ritmo del paisaje.
Aunque el Gran Cañón suele robarse todas las miradas —y con razón—, lo cierto es que Arizona guarda mucho más que un solo espectáculo.
Petrified Forest es otro destino onírico. Caminamos entre troncos que eran más roca que madera, en un paisaje que parecía un sueño prehistórico. Los signos grabados en piedra, en la curiosa Newspaper Rock, nos recuerdan que la necesidad de decir “aquí estuve” es más antigua que el lenguaje mismo. Almorzamos en La Posada de Winslow, un lugar donde aún se escucha el eco de los trenes y de una época en la que este sitio era una parada llena de vida. Personalidades como Albert Einstein y Amelia Earhart se hospedaron aquí, sumando su paso al magnetismo del lugar. Fue ahí donde pensé por primera vez en el tipo de viaje que estaba haciendo: no uno que se mide en kilómetros, sino en capas. De historia. De tiempo.
Un espectáculo más, el Horseshoe Bend, aparece de pronto, al final de un sendero breve pero polvoriento, como una revelación suspendida entre roca y cielo. Desde lo alto, el río Colorado traza una curva en forma de herradura, como si la tierra hubiera decidido detenerse un segundo para admirarse a sí misma. Hay una palabra que puede traducir lo que se siente llegar: vértigo. Causa vértigo la escala imposible del paisaje y la certeza de que hay lugares donde el tiempo se dobla, como el río.
Arizona tiene esa capacidad, hace que todo parezca más claro y más lejano al mismo tiempo. En Antelope Canyon, donde la piedra ha sido tallada por el agua hasta formar una coreografía de sombras y luces, experimenté lo más cercano a desaparecer, aunque sea por minutos. El silencio en esos corredores es espeso. Como si cada curva del cañón tuviera la intención de callarte.
En Prescott, el viaje cambia de tono. Más humano, más histórico. Ahí todo parece haber sido escrito por un novelista del Viejo Oeste: Whiskey Row, con sus saloons centenarios que sobrevivieron a incendios, peleas de vaqueros y la llegada del siglo XXI; las fachadas que aún huelen a polvo y a pólvora. Aquí, el pasado se exhibe, pero también se vive en tiempo presente. Se bebe. Se recuerda a media luz, como si nunca se hubiera ido.
Tusayan, el pueblo más cercano a la entrada del Grand Canyon National Park, vive a la sombra de la maravilla. El trayecto hasta el borde sur está cargado de una ansiedad casi infantil. Debo agradecer a mis acompañantes por el gesto que tuvieron de bloquernos la vista a los que nunca habíamos visto este espectáculo en persona, de pararnos frente a una de los sitios más impresionantes que un ser humano puede observar y de permitirnos abrir los ojos solamente hasta que el abismo se desplegara frente a nosotros.
Nada te prepara. Uno se queda inmóvil frente a esa grieta colosal, no por miedo al abismo, sino porque la mente no logra abarcar su escala. En las paredes rojas y naranjas, el tiempo se ha tallado a sí mismo. Frente al Gran Cañón, uno no se siente dueño de nada. Hay que estar ahí para callarse. Para rendirse a la vastedad. Para aceptar que hay cosas que existen sin necesidad de testigos.
Primero lo recorrimos desde la seguridad de una Hummer, con un guía que hablaba de la vida silvestre y la erosión como quien cuenta historias familiares. Después, desde el aire, en un helicóptero que pasó por el corazón mismo del abismo. Y ahí estaba, el cañón. Desde el cielo se ve como una cicatriz majestuosa. Desde el suelo, como un dios dormido.

Hay viajes que no se cuentan por los lugares que se visitan, sino por lo que esos lugares te quitan. La ansiedad. El ruido. La urgencia de entenderlo todo. Arizona no se deja contar fácilmente. Pero puedo decir que, al menos por una semana, fui menos yo y más parte de la tierra. Que caminé por rutas donde el pasado no se olvida, donde el cielo no tiene fecha, donde el silencio es un idioma que todos podemos entender si dejamos de hablar. Y eso, en estos tiempos, es una forma de salvación.



Horseshoe bend, Page.
El Gran Cañón, Tusayan.
Antelope Canyon, Page.
Quebec y la elegancia

elegancia del silencio
Fotografía: ALBERTO ALCOCER Por: ALBERTO ALCOCER
Más allá de Montreal y Quebec capital, la provincia revela un invierno íntimo y sofisticado. Paisajes de montaña, experiencias culinarias únicas y una cultura que conmueve en silencio. Un viaje donde la exclusividad se mide en emociones, no en apariencias.




Cuando se habla de Quebec, es fácil pensar únicamente en su histórica capital o en la vibrante ciudad de Montreal. Pero limitarse a esas dos referencias es apenas rozar la superficie de una región que, especialmente en invierno, despliega una de las experiencias más cautivadoras de Norteamérica. Lejos del turismo masivo y del lujo desbordado —a veces sin sentido—, la provincia de Quebec ofrece un tipo de exclusividad que no se mide en etiquetas ni en estrellas, sino en vivencias únicas, en paisajes que dejan sin aliento y en una cultura profundamente orgullosa de su identidad.
El corazón de esta experiencia se encuentra en las montañas Lauréntidas, una cordillera paralela a los Apalaches que enmarca gran parte del territorio. Aquí, el invierno cobra otro significado: no es una estación que se soporta, sino que se celebra. Desde los esquiadores expertos hasta quienes solo buscan el silencio blanco del bosque desde la ventana de un cottage, todos encuentran su lugar.
Destinos como Mont-Tremblant, Mt. Sutton, Bromont o Saint-Sauveur son mucho más que estaciones de esquí. Cada uno tiene su personalidad, su ritmo y su manera de interpretar la temporada invernal. MontTremblant, por ejemplo, combina la adrenalina de sus pistas con la calidez de su pequeño village de estilo europeo. Sutton, en cambio, parece diseñado para quienes buscan el equilibrio entre deporte y contemplación. Bromont invita a explorar tanto de día como de noche, gracias a sus pistas iluminadas, mientras que Saint-Sauveur, a solo una hora de Montreal, se convierte en el refugio perfecto para escapadas cortas que no sacrifican comodidad ni belleza.
Pero la experiencia de la región no se agota en el paisaje. Se extiende a una cultura que abraza sus raíces y, al mismo tiempo, se reinventa. Montreal, en ese sentido, es el punto de convergencia. Es una ciudad cosmopolita que no ha perdido su espíritu de comunidad. Aquí, la sofisticación no es rígida; se mezcla con la creatividad, la música y la alegría de vivir. No es casualidad que esta ciudad haya sido el hogar de Leonard Cohen, cuya voz parece todavía flotar entre las calles del Plateau y los cafés de Mile End.
Pocas noches pueden compararse con la oferta de la Noche Blanca. Una cena-maridaje
en el restaurante Foxy, especialmente si la cocina está a cargo de chefs invitados como nuestra querida Daniela Soto-Innes y su equipo. La cena es mucho más que una sucesión de platillos: es un acto de comunión entre culturas, una oportunidad para degustar sabores del mundo con ingredientes locales, con el fuego abierto del Foxy como testigo y la energía creativa de Montreal como telón de fondo.
La oferta cultural es otro de los pilares de esta exclusividad serena. Por un lado, el Musée des beaux-arts de Montréal (MBAM) rinde homenaje al arte con una de las colecciones más relevantes de Canadá. Pero lo verdaderamente notable es su enfoque curatorial: moderno, vivo, profundamente conectado con el presente. Es un museo que no se limita a conservar, sino que propone diálogos, provoca preguntas y despierta emociones. Un verdadero refugio para el alma en pleno corazón de la ciudad. Por otro lado, la experiencia inmersiva “Oasis” ofrece un viaje sensorial al interior del mundo natural: desde el microcosmos de una colonia de hormigas hasta la vastedad de las galaxias. Más que una exposición, es una declaración de principios con un mensaje que resuena con fuerza: “No estamos defendiendo a la naturaleza, somos la naturaleza defendiéndose a sí misma”. Un recordatorio visual y emocional de nuestro lugar en el mundo, tan poderoso como necesario.
Pero para cada búsqueda, un momento. Lejos del ruido del mundo, hay rituales que marcan el viaje de forma indeleble. Uno de ellos es el brunch en la sala de té del Ritz-Carlton Montreal. Lejos de ser un simple desayuno tardío, se trata de una ceremonia que rescata la elegancia de los rituales británicos y los adapta a la hospitalidad cálida de Montreal. Aquí, el tiempo se detiene. Entre tazas de porcelana, scones recién horneados y conversaciones suaves, uno recuerda que el lujo verdadero no está en lo que se exhibe, sino en lo que se siente.
Así es Quebec en invierno. Es mucho más que un destino para tachar de una lista: es un territorio para habitar desde cada uno de los sentidos. Un lugar que entiende que lo verdaderamente exclusivo no necesita de excesos, sino de autenticidad. Una región que invita a mirar hacia adentro, mientras el mundo allá afuera se cubre de blanco.

MAKOTO
VAIL: PRECISIÓN JAPONESA EN LAS MONTAÑAS ROCOSAS
Fotografía: CORTESÍA Por: GABRIELA DE LA PARRA
Makoto Vail, el nuevo restaurante del chef Makoto Okuwa en Grand Hyatt Vail, fusiona tradición japonesa y diseño natural.

Entre la nieve, el silencio y la arquitectura de líneas limpias, Vail no parece el lugar más obvio para una experiencia de alta cocina japonesa. Y, sin embargo, lo es. Con la apertura de Makoto Vail, el Grand Hyatt Vail se convierte en un nuevo punto de encuentro para quienes buscan algo más que vistas espectaculares: una gastronomía que respira técnica, tradición y equilibrio.
Este es el primer restaurante en Colorado del reconocido chef japonés
Makoto Okuwa, cuya trayectoria lo ha llevado de los rigores del Edomae sushi a cocinas en Miami, Ciudad de México y São Paulo. En Vail, su propuesta se despliega con precisión y elegancia, respetando los fundamentos clásicos, pero sin miedo a reinterpretarlos en un contexto distinto.
Un menú entre el frío y el fuego
Makoto Vail ofrece una carta en la que conviven sashimi, nigiris y cortes de wagyu cocinados en robata. Cada plato parece dialogar con el entorno que lo rodea: limpio, silencioso, medido. La técnica es impecable, pero también cercana; hay una calidez inusual en el cuidado con que se presenta cada ingrediente. Es una cocina que no compite con el paisaje, sino que lo complementa.
Arquitectura que respira
El espacio, diseñado por HBA San Francisco, toma referencias del wabisabi japonés: maderas naturales, piedra, líneas que fluyen sin rigidez, ventanales que enmarcan el río Gore Creek como si fuera una pintura viva. La estética del restaurante no busca impresionar, sino relajar. El efecto es inmediato: uno entra y la temperatura interna baja.
Hay algo en la combinación de luz tenue, materiales nobles y atención al detalle que convierte la experiencia en algo más profundo que una comida.
Tradición con paso firme
Makoto Okuwa comenzó su formación a los 15 años, bajo la tutela de maestros como Shinichi Takegasa, y ha construido una carrera reconocida por la James Beard Foundation. Su cocina es rigurosa pero no solemne, y en Vail encuentra una nueva dimensión: aquí, el ritual del sushi se vive con la misma serenidad con que cae la nieve tras los ventanales.
Makoto Vail no es solo un lugar más. Es un gesto de coherencia entre forma y fondo, una conexión entre Japón y Colorado, entre el fuego de la robata y la quietud del paisaje. Una mesa donde la técnica se encuentra con el territorio —y ambos se dan tiempo para respirar.


LA CASA DE LA PLAYA: DONDE EL MAR Y LA CULTURA SE ENCUENTRAN
Fotografía: CORTESÍA Por: GABRIELA VILCHIS
La Casa de la Playa se posiciona como uno de los hoteles más exclusivos de México, combinando experiencias personalizadas y un enfoque profundo en bienestar.
En la Riviera Maya, La Casa de la Playa se ha consolidado como uno de los destinos más reconocidos del país. Con una propuesta que combina diseño, hospitalidad personalizada, sostenibilidad y cultura, este hotel boutique redefine lo que significa el lujo en México. No se trata solo de ofrecer comodidad, sino de generar experiencias memorables, profundamente conectadas con el entorno y con su origen.



En 2025 fue nombrado Resort No. 1 de México por los Travel + Leisure Best Awards, y Muluk Spa —su espacio de bienestar— recibió nuevamente la distinción Five-Star de Forbes Travel Guide. Premios que reafirman lo que sus huéspedes ya saben: aquí hay una visión clara, cuidada en cada detalle.
El hotel cuenta con 63 suites frente al mar. Cada una fue diseñada para ofrecer privacidad absoluta y, al mismo tiempo, celebrar la riqueza cultural del país. Hay camas tejidas a mano con técnicas tradicionales, acuarios con medusas cuidados en el laboratorio del hotel, piezas de arte inspiradas en la cosmovisión wixárika y mosaicos que remiten a las haciendas del siglo XIX. No hay dos habitaciones iguales, pero todas comparten un mismo principio: elegancia funcional.
Muluk Spa es un capítulo aparte. Sus rituales, inspirados en la medicina ancestral, combinan hidroterapia, esencias personalizadas, zona de hielo y cabinas con vista al mar. El enfoque es una invitación a detenerse, respirar y reconectar.
Más allá del descanso, La Casa de la Playa propone experiencias únicas: cenas privadas en cenotes, recorridos exclusivos detrás del escenario del espectáculo México Espectacular, o tours guiados por las cavernas subterráneas de Xplor. Todo bajo un mismo concepto: Exclusively Your Way, una filosofía que permite diseñar cada momento a la medida del huésped.
En cuanto a la gastronomía líquida, La Cava y La Bodega se especializan en vinos, tequilas y mezcales cuidadosamente seleccionados. De la mano de sommeliers como Sandra Fernández y Pavel Martínez, se ofrece una experiencia sensorial guiada que honra el origen de cada etiqueta.
La arquitectura merece una mención aparte: una fusión de brutalismo y materiales naturales que crea una estética sobria y cálida, integrada al paisaje. El resultado es un espacio relajado, donde naturaleza y diseño no compiten, sino que se complementan.


KYMAIA EL VIENTO DICTA LA AGENDA
Fotografía: DANIELA GUTIÉRREZ CON IPHONE 16 PLUS Por: DANIELA GUTIÉRREZ
En la costa oaxaqueña hay un refugio que entiende que la belleza está en la integración con la tierra, el mar y el tiempo.


Puerto Escondido, aquel lugar en el que las horas se dilatan bajo el peso de un cielo ancho. En una franja donde la tierra se inclina hacia el océano, Kymaia aparece como un conjunto de volúmenes que parecen haber brotado del mismo suelo.
Veintidós suites se reparten siguiendo la topografía, como si cada una buscara su propio horizonte. Arriba, las Ocean Front Suites sostienen el azul entero y lo devuelven en piscinas privadas. Más abajo, estructuras inspiradas en pirámides prehispánicas. Las habitaciones se ubican en relación con el viento, el sol, la vegetación que las rodea.
El estudio mexicano Productora ha diseñado un hotel que conversa con su memoria. Arcillas, estucos, maderas locales. Los tonos arena y la calidez de las superficies logran un equilibrio entre lo rústico y lo preciso.
La cocina extiende este diálogo con el territorio. Septimus, Huachinango Bar y La Cueva —restaurante subterráneo donde la penumbra amplifica los sentidos— componen un mapa sensorial que viaja entre ingredientes oaxaqueños y técnicas que no olvidan sus raíces. Cada plato, como cada espacio del hotel, parece construido con una sola regla: que lo esencial prevalezca.

En esta parte del mundo el silencio tiene dueño: el viento y el agua. La mayoría del tiempo los pasillos y jardines permanecen vacíos, como si el hotel hubiese sido diseñado para que el mar y la brisa ocuparan el papel principal. Está solo el rumor constante de las olas y el roce de las hojas, componiendo una banda sonora que cambia con la marea y la hora del día.
La palabra Kymaia, que en sánscrito y marathi significa “belleza y espiritualidad”, se filtra en el manejo del agua, en la energía solar, en la forma de tratar los residuos. Es un lujo que rehúye la exhibición y apuesta por la permanencia, que entiende que un huésped es también un visitante en un ecosistema.
Al amanecer, la luz entra sin prisa por las ventanas. Al anochecer, el Pacífico devuelve un rumor distinto al que trajo el día. Y entre esos dos momentos, Kymaia se sostiene como un lugar que está dispuesto a ser habitado solo por aquellos que saben apreciar las cosas simples de la vida.
LA GENTE DE LA COSTA UNA CRÓNICA DE CARTAGENA
Fotografía: DANIELA GUTIÉRREZ CON IPHONE 16 PLUS Por: DANIELA GUTIÉRREZ
La gente de la costa sonríe. Se saludan en las calles. Bromean entre ellos. Parecen ser parte de un club secreto al que los que visitamos Cartagena solo podemos aspirar a pertenecer. Quizás es por eso que uno escucha tantas historias de personas que llegaron como eso, como visitantes, y nunca más se fueron.


En esta ciudad, la palabra “calor” no solo se refiere al clima. Está en el modo de hablar, en la forma de caminar por calles que se abren y se estrechan entre balcones, en la facilidad con la que una conversación con un desconocido se convierte en invitación a un café. Hay algo en el aire, una cadencia que desacelera el paso y obliga a mirar con atención.
Esa misma cadencia parece haber inspirado una iniciativa que, en pocos años, ha empezado a cambiar la manera en que se entiende el turismo de lujo en el Caribe colombiano. Se llama Nuestra Cartagena. Es una red de hoteles, restaurantes, experiencias y proyectos locales que comparten un objetivo común; posicionar a la ciudad como un destino sofisticado, sí, pero también consciente de su historia, su entorno y su gente.
La llegada desde Ciudad de México se hace a través de un vuelo directo con Copa Airlines, cuya reputación por puntualidad y servicio impecable convierte el trayecto en parte de la experiencia. No es un dato menor, pues en el turismo de lujo, la primera impresión comienza en el embarque.
La tarde de Cartagena nos recibe con aire espeso, cargado de humedad y sal. El taxi avanza por la Avenida Santander, bordeando la costa, y el mar está ahí, omnipresente, tan abierto que parece revelar la curvatura de la Tierra. La conversación con Camilo Porras Gómez, CEO de Sulit Experiences, es tan amena que apenas notamos el tráfico provocado por reparaciones.
Camilo forma parte de Nuestra Cartagena, la plataforma cuya visión compartida es que la ciudad sea un destino sofisticado y seguro, pero también consciente de su historia y de la gente que la sostiene. El nombre no tiene significados ocultos. “Nuestra Cartagena” no se trata de tomar propiedad para dominarla, sino de cuidarla como algo propio, me explican.
Dónde quedarse
En la calle frente a la Catedral de Santa Catalina de Alejandría, Casa Carolina Hotel ocupa una casona de arquitectura colonial que ha sido restaurada sin borrar sus huellas. Desde los balcones, se observa el ir y venir de la ciudad.
A veinte minutos en lancha, el paisaje cambia. En la Isla de Tierra Bomba, Blue Apple Beach recibe a sus huéspedes con una estética relajada y la promesa de no tener que calzar zapatos en todo el día. Portia Hart, su fundadora, entiende el lujo como un equilibrio entre belleza y propósito. El hotel, certificado como B-Corp, alberga un programa de reciclaje de vidrio que ha transformado residuos en materia prima para la ciudad, y un centro de arte que ha visto pasar a chefs y creadores internacionales. Aquí, las tardes se alargan entre ceviches, música y una comunidad que mezcla locales y visitantes con la naturalidad de quien no distingue categorías.
Dónde comer
Si el lujo es una cuestión de detalles, en Cartagena comienza por la cocina. Carmen Cartagena, dirigido por Catalina Vélez y Rob Pevitts, es ejemplo de cómo un plato puede narrar el paisaje. El producto local se trabaja con técnica precisa y un sentido claro de identidad. La carta es tanto un mapa de Colombia como un diario personal.
En Getsemaní, El Beso ocupa una casa restaurada y le da nueva vida con cocina mestiza y coctelería vibrante. Es un lugar que rehúye la solemnidad del fine dining sin renunciar a la calidad. El Caribe reinterpretado con libertad y sin prisa.
La mañana, en cambio, pertenece a lugares como Nia Bakery: pan de masa madre, flores frescas, un ritmo pausado que parece hecho para comenzar el día sin mirar el reloj.
Dónde vivir Cartagena Cartagena no se agota en su arquitectura ni en sus restaurantes. Hay un pulso creativo que se expresa en otros formatos. En Lucy Jewelry, las esmeraldas colombianas (las mejores del mundo) cuentan historias que empiezan en la tierra y terminan en piezas de diseño atemporal. La Serrezuela, una antigua plaza de toros convertida en centro cultural y comercial, es ejemplo de cómo la ciudad se reinventa sin perder memoria.
La noche, por su parte, tiene sus propios códigos. Salón Tropical mezcla música y coctelería con un espíritu abierto; Casa Bohème se inclina hacia lo íntimo y lo global; y Members Only propone exclusividad sin ostentación, un espacio donde el jazz en vivo toma protagonismo.
Amare Beach Club ofrece, a orillas del mar, un día de cocina fresca, estética mediterránea y una puesta de sol inigualable.
Terminamos una noche en el callejón ancho —que no debe confundirse con el angosto— a la una de la madrugada de un miércoles. Buscamos un “cubetazo” de Costeñitas, una lager en envase verde que se queda grabada en la memoria. Hay mesas y sillas de plástico ocupando la calle, música distinta en cada puerta, y para ir al baño debo atravesar la casa de una mujer que, sin levantarse del sillón, me indica el camino mientras mira un partido de fútbol en la tele. Estos negocios son familiares: las bebidas se venden desde la entrada, la sala se convierte en pasillo y la frontera entre lo privado y lo público se borra.
La red de Nuestra Cartagena incluye también a quienes entienden el viaje como una secuencia de momentos irrepetibles. Sulit Experiences diseña itinerarios a medida, abre puertas que no aparecen en guías y ofrece acceso a lo que normalmente está reservado a insiders. Boating Cartagena lleva a los visitantes por rutas náuticas privadas, lejos de las playas saturadas, con la ciudad recortada en el horizonte. Lunático Experience propone cenas secretas y performances que cambian de ubicación y formato, siempre con un hilo conductor: la sorpresa.
En el centro de todo, la Fundación Green Apple recuerda que un destino no puede sostenerse en el tiempo si no cuida de su entorno. Su centro de reciclaje, con capacidad para procesar 200 toneladas de vidrio al mes, es un ejemplo concreto de cómo el turismo de alto nivel puede generar impacto medible y duradero.
Un lujo que no se olvida
El viaje termina, como empiezan tantas conversaciones aquí, junto al mar. Desde el malecón, el horizonte es una línea que parece infinita. Pienso en lo que me dijeron el primer día: que “Nuestra Cartagena” no es un nombre de posesión, sino de cuidado. Que este club secreto al que parecen pertenecer todos los cartageneros no excluye a los forasteros, pero exige algo más que una reserva en un hotel: pide atención, respeto, y la disposición de dejarse llevar por el ritmo local.
Tal vez por eso, quienes llegan y se quedan no lo hacen por accidente. Es que, una vez que uno se acostumbra a la sonrisa de la gente de la costa, es difícil imaginarse lejos de aquí.

Hôtel Villa Marie
Olor a nostalgia y fiebre paradisíaca en Saint-Tropez
Fotografía: CORTESÍA Por: RENÉ VILLASEÑOR
Diluvio de tiempo por hacer. Texturas, sabores, silencios, experimentos del corazón con Saint-Tropez de remitente.

El núcleo perfumado de Ramatuelle vive bajo el vaivén de la sombra arbórea. Los pinos reciben la azulísima bahía de Pampelonne. El Hôtel Villa Marie Saint-Tropez exhala un refugio de sal mediterránea. Arquitectura de villa italiana, ojos profundos de veranos de antaño y una atmósfera de esencia bohemia componen la vista. Una cadencia de respiración reinventada: soleada, lenta, profundamente terrenal.



Desde el primer paso entre sus jardines temáticos —cítricos, plantas, aromas varios— el que visita entra en una escena suspendida en el tiempo. El tono ocre de las tejas romanas dialoga con un cielo que siempre es índigo. La piedra de Francia —sabia, lejana en el tiempo— susurra solo una cosa: el verano siempre ha sido el mismo.
La experiencia continúa en Dolce Vita, restaurante y santuario. Un invernadero de coral y blanco con vistas panorámicas al mar es el espacio; el antojo es siempre pisar esta grava. La cocina, mediterránea, fresca, inicia y acaba en el Villa Marie. Rouget barbet, flores de calabacín, cordero de Crau con hierbas y los cítricos de Menton. Cada plato ofrece calor del terruño que ahí se ocupa. Todo preciso, nada es demasiado. Las estaciones dictan la carta: la historia la maniobra el menú junto con las hojas marchitas de los olivos.
Cuarenta habitaciones y cinco suites componen el breve paraíso. Incluso en ellas el mundo de raíz no se abandona, lavabos de piedra de Cassis, cabeceras artesanales y camas con dosel. El aroma de pino y jazmín flota en una sinfonía que llega desde el mar. Una estadía en lo más seminal de la existencia. Cada espacio obliga a atenuar el ritmo, a dejar que el cuerpo se reconcilie con lo de dentro.
Este estado de ánimo comienza con olor a bugambilia. La noche concluye bajo lámparas de madreperla, entre pláticas de fruta exprimida y brisa marina. En este enclave discreto de SaintTropez, la belleza está en los detalles y, al mismo tiempo, está a cualquier lugar donde se mire.
Abierto de mayo a octubre, Villa Marie SaintTropez es un testigo del tiempo, ese que se estira y no cede. Un destino de memorias febriles, dolores que llegan al partir. Un deseo por regresar a aquello que alguna vez fue presente y se escuchaba, en todas sus tonalidades, con el alma.

BANYAN TREE MAYAKOBA
QUINCE AÑOS DE UN REFUGIO ENTRE EL MANGLAR Y EL MAR
Fotografía: CORTESÍA Por: DANIELA GUTIÉRREZ
En la Riviera Maya el tiempo no se mide igual. Hay relojes solares que marcan las horas con sombra de palmeras, y mareas que dictan cuándo termina la tarde. Entre el manglar y la playa, Banyan Tree Mayakoba lleva quince años practicando una forma de hospitalidad que contradice a la prisa.
No es fácil llegar a un aniversario así sin desgastarse. La industria turística tiende a la repetición: cambiar el color de las sombrillas y decir que todo es nuevo. Aquí, la estrategia ha sido distinta. El resort no se limita a mantener su promesa de lujo tropical, la reescribe. La última versión incluye un temazcal ceremonial diseñado por el estudio Mayabsa. Antes de que existiera la palabra “wellness”, la península ya sabía que el calor y el vapor podían curar.
El lugar abrió en 2009 con una mezcla improbable: villas privadas rodeadas de manglar, servicio personalizado y un compromiso serio con la sostenibilidad, cuando eso todavía no era tendencia de mercadotecnia. Quince años después, ese compromiso sigue.
La propiedad es extensa, pero no se siente masiva. Las 120 villas, 7 Lagoon Villas y 34 suites están diseñadas para que el vecino sea más el cenzontle que otro huésped. Desde la terraza, lo mismo se puede ver una iguana que nada en el canal, que un fragmento de mar del Caribe, azul y vertical. En el Tomahawk Open Fire Latin Grill —recientemente renovado— los cortes se cocinan frente a la laguna y uno entiende que el fuego es otro lenguaje para hablar con el lugar.
Banyan Tree Mayakoba ha hecho algo raro en el Caribe: sostener su condición de ícono sin volverse postal. En el spa, reconocido mundialmente, las terapeutas egresadas de la Banyan Tree Spa Academy trabajan como si el masaje fuera un oficio heredado, una forma de conversación que prescinde de palabras.
Andrea Carneiro, directora de Ventas y Marketing, resume la celebración con una frase que podría aplicarse al espíritu de estos quince años: “evolucionar manteniendo la esencia”. Ese equilibrio, entre cambiar y seguir siendo, es el verdadero lujo aquí.
En tiempos donde todo se reinventa para seguir igual, Banyan Tree Mayakoba ofrece lo contrario, mantenerse fiel para poder cambiar. Quizá esa sea la razón por la que, desde 2009, este lugar sigue siendo lo que es. Es un santuario para los sentidos, donde el manglar no es decoración y el mar no es fondo, son parte de la conversación diaria.


Casona Sforza Un trazo en la arena
Fotografía: DANIELA GUTIÉRREZ CON IPHONE 16 PLUS Por: DANIELA GUTIÉRREZ
Uno viene a Casona Sforza por curiosidad, por el mar, por el diseño. Se queda por el silencio, por el ritmo lento.

En la costa oaxaqueña, donde el río Colotepec deja de ser agua dulce para volverse espuma, hay una estructura que se curva con la misma lógica con la que crece una raíz. A distancia parece una construcción abandonada. De cerca, es otra cosa: bóvedas, líneas que se niegan a ser simétricas, y una luz que entra por donde puede, no por donde se le pide.
La arquitectura de Casona Sforza, obra de Alberto Kalach, se hunde levemente en la arena y se curva con el mismo gesto que adoptan los árboles cuando saben de dónde viene el viento. A lo largo del día, las sombras que proyecta se mueven con una intención que parece calculada. Las once suites, todas abovedadas, se repiten como un mantra.
Kalach no quiso dibujar un hotel, sino una forma de estar. Por eso, los arcos, los muros en crudo, el paisaje de majaguas, mezquites y tabachines que lo rodea. En este lugar, el diseño condiciona la manera en que se habita.


Los detalles —una lámpara hecha con palma de Jalisco, un tapete tejido en Teotitlán del Valle, una silla fabricada en Yucatán— son parte de un sistema. Lo mismo ocurre con los aceites esenciales, las cortinas, la miel del desayuno. Todo tiene origen y trazabilidad, aunque casi nadie lo mencione.
A diez kilómetros al norte, por un camino de tierra, está Pueblo del Sol, el proyecto comunitario que sostiene buena parte del espíritu del hotel. En esa comunidad, hay talleres de alfarería, carpintería, cosmética natural y agricultura regenerativa. Las vajillas que se usan en La Bóveda, el restaurante del hotel, salen de ahí. También el café, la vainilla, el cacao y la miel. Las piezas —imperfectas, encantadoras— llegan al hotel sin envoltorios. Y sin embargo, sostienen la promesa de lo que aquí se entiende como lujo: no el exceso, sino su opuesto, el privilegio de disfrutar lo esencial.
Ese principio se extiende a la cocina de La Bóveda, dirigida por los chefs Vanessa Franco y Andrés Trujillo. El menú es un espectáculo discreto. Hay pescado del día, pan recién hecho, vegetales de temporada y respeto por el producto. El pan de yogurt que hace Franco acompañado de hummus y baba ganoush es una sorpresa. Un bocado cálido que no se esperaría fuera tan reconfortante en un clima tan caliente como el de Oaxaca. La despensa no la define una tendencia, sino el entorno, lo que se pesca en Puerto y lo que crece sin prisa. Vanessa y Andrés trabajan con granjas y cooperativas locales porque es la forma de sostener una cocina honesta. El maridaje con etiquetas nacionales e internacionales es impecable: selección bien curada, sin pretensiones, pero con carácter.
Al caer la tarde, cuando el sol baja detrás de los mangles, el silencio de Casona Sforza se llena de una forma de descanso que es lo que —imagino— sienten mis amigos que aman acampar. Yo siempre he sido más de hoteles, pero este lugar propone un poco de ambos: el lujo de un hotel bellísimo mezclado con el lujo de escuchar las olas y de dormir cuando oscurece. En ese gesto está su radicalidad.
Ese vacío —esa contención— no es falta, es elección. Una arquitectura que no busca ser mirada, una cocina que no necesita impresionar, una comunidad que no se adorna con discursos. Y sin embargo, lo que ocurre en Casona Sforza es profundamente político: es posible imaginar una forma de turismo donde el lugar no se vea obligado a fingir para ser rentable.
No es fácil. El modelo exige constancia. La decisión de trabajar con talleres locales, de cocinar solo lo que da la temporada, de construir con materiales que no vienen en catálogo, no es la más cómoda. Pero es la que permite que el hotel sea más que un refugio para turistas cansados. Lo vuelve parte de un tejido.
En tiempos donde lo “consciente” es una etiqueta, aquí funciona como práctica diaria. No como argumento de venta, sino como forma de estar. Antes de irme, veo a una pareja en la alberca, uno de los pocos espacios comunes donde el diseño se abre. No hay música. Solo el ruido del agua y la brisa del mar colándose entre los muros. La escena parece escrita con el mismo lápiz con el que se trazó este lugar: uno que no subraya, que no corrige en exceso, que deja respirar la página.

DONDE EL TIEMPO SE ESTIRA: BIENESTAR Y DISEÑO EN COAHUILA
Fotografía: CORTESÍA Por: LORENA DOMÍNGUEZ
Azul Talavera Country Club en Torreón es un refugio de lujo entre vegetación y lago. Ideal para bodas destino, con golf, gastronomía y diseño en plena armonía con el paisaje del norte.





Hay lugares donde el tiempo no se mide en horas, sino en momentos. Azul Talavera Country Club, ubicado en Torreón, Coahuila, es uno de esos sitios donde todo parece moverse más lento —y con más intención. Rodeado de vegetación del desierto y vistas abiertas al lago, este hotel redefine la idea de escapada al norte de México: lujo sin artificios, hospitalidad precisa y una conexión profunda con el paisaje.
Un escenario que invita a quedarse Con arquitectura contemporánea y una estética sobria que respeta el entorno, Azul Talavera se convierte en un refugio ideal tanto para el descanso personal como para las grandes celebraciones. Sus amplios salones interiores y espacios al aire libre en el corazón del campo de golf lo posicionan como una de las mejores opciones en el norte del país para bodas destino y eventos especiales. Aquí, los atardeceres llegan con reflejos sobre el lago y los eventos se celebran bajo cielos amplios, entre árboles nativos y una vegetación que respira el carácter del norte.
Golf, gastronomía y descanso con sello de lujo
Como parte del Azul Talavera Country Club, el hotel ofrece acceso privilegiado a uno de los campos de golf más reconocidos de la región. Con diseño cuidado y paisajes envolventes, es el lugar perfecto tanto para quienes ya dominan el juego como para quienes buscan iniciarse con calma.
La gastronomía también ocupa un lugar central. El restaurante del hotel privilegia productos locales y técnicas contemporáneas, ofreciendo desde desayunos pausados hasta cenas elegantes con vista al campo. Todo acompañado de una carta bien pensada, coctelería sobria y servicio atento.
Las habitaciones —amplias, silenciosas y con diseño sereno— están concebidas para acompañar el ritmo del día: luz natural, materiales nobles y detalles funcionales que hacen del descanso una experiencia completa.
Una escapada hacia adentro Más allá del golf y la celebración, Azul Talavera es un lugar para desconectarse del ruido. Tomar un café sin prisa. Caminar entre árboles. Para mirar el agua. Para dejar que el tiempo se estire un poco más.
Y en un país donde muchas veces las escapadas nos llevan al mar o a la montaña, descubrir que en el norte también hay lujo, naturaleza y diseño es un recordatorio de que México —en todas sus regiones— sigue guardando sorpresas. h

HÔTEL PLAZA ATHÉNÉE EL ARTE DE HACER HISTORIA
Fotografía: CORTESÍA Por: RENÉ VILLASEÑOR
En el epicentro del mundo, acaparador de pensamiento y miradas, el Hôtel Plaza Athénée escribe, habita y moldea la historia necesaria que ilumina el pasillo oscuro del olvido.




El número 25 de la Avenue Montaigne, a pasos de la Torre Eiffel, alberga una estructura que proyecta una sombra con tiempo infinito. El Plaza Athénée se extiende, calmo, sobre un espacio que la vida moderna parece haber relegado. Con el simple hecho de existir ahí, en la misma calle pisada por Proust y Gainsbourg, no necesita esforzarse por destacar; aun así, el Plaza labra, segundo a segundo, un lugar digno de belleza extraordinaria. Desde 1913, cuando abrió sus puertas en pleno París de la Belle Époque, este palacio ha sido uno de los rincones más representativos de la idiosincrasia parisina.
Más de un siglo después, el Plaza Athénée es — por más que se intente lo contrario— patrimonio arquitectónico y testimonio vivo de una historia que París ha convertido en marca propia. “Once upon a time, the palace of tomorrow”, reza su lema. Esa tensión entre memoria y modernidad se hace tangible en cada detalle: del Art Déco que recorre del séptimo piso hasta el bar, a un diseño suspendido en azul profundo que parece extraído de un sueño futurista tejido en décadas pasadas.
Christian Dior —quien instaló su casa de moda frente al hotel en 1947— dejó una huella que respira en toda su identidad. La narrativa de belleza que inauguró se alinea al ritmo de la capital global. Nada sobra; todo está donde debe. Incluso el aire parece obedecer una coreografía que solo se ensaya aquí. En el restaurante Jean Imbert au Plaza Athénée, galardonado con una estrella Michelin nueve semanas después de su apertura, cada plato reinterpreta la historia. Narra vida en cada bocado. La cubertería actúa como traductor de un lenguaje cercano al francés. Jean Imbert, de forma deliberada y por destino, se inspira en una infancia francesa que desemboca en influencias globales.
Los espacios comunes —el lobby con su cúpula floral y La Cour Jardin— poseen una grandilocuencia inesperada. El detalle es siempre protagonista: la sutileza de una moldura, el trabajo de una tela, la disposición exacta de la luz. Cada objeto parece guardar memoria propia, un susurro de historia encapsulado en terciopelo.
Las 208 habitaciones y 54 suites fueron concebidas como apartamentos parisinos: buhardillas reconocibles en cualquier idioma y desde cualquier ventana. Las vistas al Sena son equivalentes a hojear una enciclopedia humana. Los pisos de mármol evocan el sentido de altar y las paredes en tono perla reflejan un sol que ya lo ha visto todo. Cada centímetro insinúa permanencia, con confianza y certeza.
En el Plaza Athénée, el presente se forma detrás del pasado, que se muestra para ser reconocido. Este altar, creado hace más de un siglo, parecía tener su relevancia escrita de antemano: se sabía indispensable. Y, sin embargo, cuando el cuerpo se entrega al Plaza, todo comunica con puntos de exclamación: la historia no ha terminado; aún hay belleza por descubrir, memorias que arrancar de sus muros y futuros invisibles por los que merece la pena avanzar.

LA VALISE MAZUNTE UN SANTUARIO SUSPENDIDO SOBRE EL PACÍFICO
Fotografía: CORTESÍA Por: BETSY DE LA VEGA TAY
La carretera que conduce a Mazunte se retuerce entre colinas verdes y tramos de tierra que parecen conducir a ninguna parte, hasta que, de pronto, allí está La Valise Mazunte sosteniéndose como si hubiera estado siempre.


La Valise Mazunte es obra de dos nombres esenciales en la arquitectura mexicana contemporánea: Alberto Kalach e Ignacio Urquiza. Paredes de materiales locales, texturas que repiten los tonos de la piedra y la arena, volúmenes abiertos que invitan a que el viento y el sonido de las olas crucen las habitaciones sin obstáculos.
La Villa Pentágonos, diseñada por Kalach, es el corazón de esta conversación entre tierra y mar. Su estructura se despliega en ángulos que responden al contorno del acantilado, con ventanales que no enmarcan la vista, sino que la entregan sin reservas: el océano entrando en la habitación como un huésped más.
Cada suite se abre a una piscina infinita privada, un borde de agua que parece deslizarse hacia el mar. No hay televisores ni distracciones obvias, la atención está puesta en los ritmos naturales. El amanecer proyecta sombras largas sobre las terrazas; por la noche, la línea del horizonte se borra bajo un cielo saturado de estrellas.
El hotel está lo suficientemente cerca de Mazunte y San Agustinillo para sumarse a su vida cotidiana —calles de tierra, pescadores al amanecer, el olor de las cocinas abiertas— y lo suficientemente apartado para que el silencio sea un recurso abundante.
La agenda de actividades incluye un temazcal guiado por sanadores locales; sesiones de yoga bajo un cielo abierto donde las constelaciones parecen más cercanas; el ritual de liberar crías de tortuga marina y ver cómo, una tras otra, desaparecen en las olas.
La Valise Mazunte asume que el lujo y la responsabilidad no son opuestos. Su manifiesto de sostenibilidad va más allá de las prácticas básicas: se trata de preservar no solo el paisaje, sino también la cultura que le da sentido. La arquitectura evita la alteración del terreno, la operación minimiza el consumo de recursos y las experiencias buscan involucrar a la comunidad local como protagonista, no como escenario.
En un litoral donde el desarrollo turístico a menudo amenaza con homogeneizar la costa, este hotel se mantiene como ejemplo de que es posible crear un espacio de alto nivel sin despojar al lugar de su esencia.ll


THE PENINSULA PARIS APRENDER A HABLAR EL
IDIOMA DEL TIEMPO
Fotografía: CORTESÍA
Por: DANIELA GUTIÉRREZ
París tiene esa costumbre de no presentarse del todo, se deja descubrir por fragmentos. Entre estos fragmentos, en la Avenue Kléber, un número –el 19– contiene un palacio que ha cambiado de nombre, de funciones, de huéspedes, pero no de papel. The Peninsula Paris se abre como un libro con demasiadas vidas para contarlas todas. Antes de ser hotel fue escenario de intrigas diplomáticas, refugio de soldados, salón de banquetes y laboratorio de conspiraciones. En 1928, George Gershwin escribió aquí parte de An American in Paris . En 1973, delegaciones de cuatro países se sentaron en estos salones para negociar el fin de la guerra de Vietnam. El eco de esas conversaciones todavía parece flotar en los techos artesonados.
El edificio fue inaugurado en 1908 como el Hotel Majestic. Su fachada, de piedra blanca y balcones de hierro forjado, parecía diseñada para que los coches de caballos se detuvieran exactamente en el punto donde la luz de la tarde embellece cualquier llegada. Después, convertido en oficinas gubernamentales, sobrevivió décadas de burocracia antes de que un proyecto minucioso lo devolviera a su vocación original.
En 2014, tras seis años de restauración, abrió como The Peninsula Paris. El objetivo no era recrear un pasado, sino permitir que todos convivieran: los espejos antiguos y el mármol recién cortado, la memoria de los salones de baile y el silencio controlado de una suite insonorizada. Como en cualquier buena historia parisina, la clave está en lo que se insinúa.






Hoy, entrar en el vestíbulo es caminar hacia un París que aún cree en el peso de un saludo lento, en la coreografía de un portero que abre la puerta sin interrumpir la conversación que mantiene en voz baja. Afuera, la Avenue Kléber sigue su flujo de taxis y pasos rápidos; adentro, el tiempo parece haber sido recortado y cosido de nuevo, esta vez con hilo invisible.
El restaurante L’Oiseau Blanc , en la azotea, toma su nombre de un avión que en 1927 intentó cruzar el Atlántico antes que Lindbergh y desapareció. Desde las mesas, París se despliega sin pudor: la torre, los tejados, el arco.
The Peninsula Paris no vive de los fantasmas de su historia, pero los deja sentarse a la mesa. Aquí se puede imaginar a Gershwin tarareando en un rincón, a los diplomáticos discutiendo en voz baja, todo como parte de un continuo.
Al salir, uno se detiene en el umbral y ve la Avenue Kléber de nuevo. El tráfico, la gente con bolsas, los turistas buscando ángulos para fotografiar el Arco de Triunfo. Pero durante un instante, antes de que la ciudad vuelva a reclamar su ritmo, se siente la impresión de haber habitado un capítulo que París no presta a cualquiera.

