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La práctica de argumentar

Mario Gensollen

Pensemos en cualquier práctica que nos agrade o que realicemos con cierta frecuencia. A mí, que me gusta la natación competitiva, me resulta útil la analogía con el nado. Así, si nadar competitivamente es una práctica, diríamos que es algo que las personas (i.e., nadadores) hacen de ciertos modos (e.g., braza, libre, espalda y mariposa), con diferentes medios (e.g., el movimiento de sus brazos y/o piernas), recursos internos (e.g., capacidad pulmonar, destreza técnica, etc.) y externos (e.g., piscina, bañador, etc.), y propósitos (e.g., participar y/o ganar una competencia).

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De este modo, y de manera análoga, argumentar es algo que hacen las personas. Esta aparente perogrullada tiene ahora, no obstante, cierta relevancia académica. Pocas veces se ha reparado en los argumentadores cuando se estudia la argumentación. Wayne Brockriede enfatizó este punto hace algunas décadas: “…un ingrediente necesario para desarrollar una teoría o una filosofía de la argumentación es el argumentador mismo. Quiero decir algo más que el mero reconocimiento de que son personas, después de todo, quienes manipulan evidencia y afirmaciones y siguen las reglas para transformar premisas en conclusiones. Mantengo que la naturaleza de las personas que argumentan, en su humanidad completa, es una variable inherente en la comprensión, evaluación y predicción de los procesos y resultados de una argumentación”. Brockriede pensó que existían al menos tres estereotipos de argumentadores. El primero —el abusador— desea imponerse y establecer una posición de superioridad respecto a sus interlocutores, y les obliga a asentir. El segundo —el seductor— engaña y cautiva, y así consigue el asentimiento. El último —el amante— busca el asentimiento libre, está abierto a cambiar de opinión y a poner en riesgo su propia posición. Sólo en el último caso, pensaba Brockriede, hay una relación equitativa, imparcial y justa entre los agentes argumentativos. Así como nadamos con ciertos medios —e.g., con el movimiento de nuestros brazos y piernas en una piscina—, argumentamos también con ciertos medios. Hay medios que no determinan cuál es la práctica que se realiza mediante ellos, hay otros que sí. Así, hay medios que se presentan en algunas argumentaciones y no en otras, sin que por ello unas constituyan ejemplares genuinos de argumentación y las otras no. Por ejemplo, resulta habitual, no necesario, que en una argumentación se inserten narraciones. A veces, dichas narraciones son simples digresiones, otras veces son ilustraciones que pueden servir como razones en favor de un punto de vista, otras (quizá) pueden constituir argumentos de suyo. El punto relevante aquí es que la presencia o ausencia de una narración no determina que estemos o no frente a una argumentación. Lo mismo podríamos decir de los ejemplos: suelen presentarse en nuestras argumentaciones, pero su ausencia no impide que algo sea una argumentación. No es el mismo caso con los argumentos. ¿Podríamos decir que estamos frente a una argumentación si los interlocutores no brindan un solo argumento? No, puesto que los argumentos son el tipo de medio que determina que estamos frente a una práctica argumentativa y no frente a otra cosa. En otras palabras, los argumentos son condiciones necesarias de la argumentación. Esto tampoco quiere decir que una argumentación esté constituida de manera exclusiva por argumentos, o que aquellas cosas que no son argumentos no sean relevantes en una argumentación.

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