Al contrario

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«Confiar en patrones viejos y conocidos puede dar seguridad, pero también traerte problemas. Animarte a hacer lo contrario puede ser la mejor manera de salir de una situación estancada. Este libro logra sintetizar una enorme cantidad de investigación psicológica en unas pocas estrategias prácticas que parten justamente de eso: hacer lo contrario. Aprende a manejar el estrés en el trabajo, los roces en la relación y la preocupación constante con nuevos comportamientos y consejos bien útiles.»

– Alexander Rozental, profesor de psicología, psicólogo clínico y autor

«Un recordatorio importante de cómo solemos sabotearnos sin querer, y consejos útiles para romper con esos patrones.»

«La guía perfecta para cuando tu intuición te lleva directo al desastre.»

– Sandra Beijer, autora y bloguera

Para Julian, Iris y Behnaz

Título original: Tvärtom

© Stefan Pagréus, 2024

Publicado por acuerdo con la editorial Bonnier Fakta, Estocolmo (Suecia) y Casanovas & Lynch Literary Agency S.L.

© de la traducción, Carmen Cremades, 2025

© Ediciones Kōan, s.l., 2025 c/ Mar Tirrena, 5, 08918 Badalona www.koanlibros.com • info@koanlibros.com

ISBN: 978-84-10358-27-0 • Depósito legal: B-16817-2025

Maquetación: Cuqui Puig

Impresión y encuadernación: Imprenta Mundo

Impreso en España / Printed in Spain

Todos los derechos reservados.

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Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

1ª edición, octubre de 2025

Stefan Pagréus OIRARTNOCLA

7 estrategias para reducir

el estrés (4), la preocupación (5) , la ansiedad (3), el desánimo (1) , la autocrítica (7), y mejorar el sueño (6) y las relaciones (2)

Jerry: «Si todos tus instintos están equivocados, entonces hacer lo contrario tendría que ser lo correcto.»

George: «¡Exacto! Voy a hacer lo opuesto. Antes me quedaba sentado sin hacer nada, y lo lamentaba el resto del día. Así que ahora voy a hacer al revés… ¡y voy a hacer algo!»

– Seinfeld, «The Opposite»

PRÓLOGO

Como psicólogo, todo el tiempo me encuentro con personas que están lidiando con distintos tipos de problemas. La mayoría intenta resolverlos con estrategias que parecen razonables, suenan lógicas y hasta parecen completamente correctas. Solo que los llevan, sin darse cuenta, directo al desastre.

Como terapeuta me sorprende ver cuántos de mis pacientes empeoran su situación. Muchas veces, el verdadero problema es justamente la manera de enfrentarlo.

La solución, para sorpresa de muchos, suele ser empezar a actuar de una manera que parece contraintuitiva, rara o directamente equivocada. Es decir, hacer lo contrario. De eso trata este libro: de cómo dejar de seguir tu instinto y, en cambio, hacer justo lo opuesto. Y cómo eso puede ayudarte a sentirte mejor, a estar más contento, tener menos miedo, dormir bien, estresarte y preocuparte menos, llevarte mejor con los demás y dejar de machacarte.

El libro tiene siete capítulos, cada uno dedicado a los problemas más comunes con los que solemos batallar. Y un capítulo final que, en cierto sentido, es el más importante de todos.

Está pensado, sobre todo, para los que están bien, más o menos bien, o a ratos no tan bien. Pero si te sientes realmente mal o estás pasando por dificultades psicológicas graves, este libro no va a ser suficiente. En ese caso, mi consejo es —lo adivinaste— hacer lo contrario: busca ayuda profesional, ya sea de un médico o psicólogo, cuanto antes.

INTRODUCCIÓN

Este libro es para quienes no se sienten del todo bien —ya sea ahora, a veces o de tanto en tanto—. Se centra en siete problemas comunes relacionados con el bienestar mental y propone una idea sencilla, aunque contraintuitiva: hacer lo contrario de lo que te dice tu instinto.

Las estrategias y técnicas que vas a encontrar en este libro están respaldadas por la ciencia, y además sé que funcionan por experiencia directa con cientos de personas. La verdadera pregunta es: ¿por qué funcionan tan bien? O quizá deberíamos preguntarnos lo contrario: ¿por qué nuestras estrategias instintivas funcionan tan mal? ¿Por qué es tan común que el instinto nos sugiera hacer justo lo que termina empeorando las cosas? Que aumente nuestra ansiedad, tristeza o estrés, que nos aleje de quienes queremos, que nos quite el sueño y nos deje atrapados en pensamientos negativos hasta volvernos realmente infelices. Como si, para aliviar la picazón de mosquito en la frente, nuestra reacción automática fuera darnos con una sartén.

Después de millones de años de evolución, uno esperaría que el cerebro supiera manejar al menos lo básico, ¿no? Pero ahí está la paradoja: probablemente se explique porque el mundo en que habitamos hoy no se parece en nada al de antes. Y en el camino hemos cambiado por completo lo que entendemos por «el sentido de la vida».

Vivir y reproducirse

Quizá las estrategias del cerebro sean, en el fondo, una respuesta bastante eficaz —incluso brillante— a una sola pregunta: ¿Cómo logro que este pobre cuerpo aguante un día más y tenga otra oportunidad de tener un poco más de sexo? Puede sonar como una definición bastante pobre del sentido de la vida, pero en realidad eso está en el centro mismo del proceso evolutivo de todo ser vivo que respira en este planeta. El objetivo siempre ha sido evitar la muerte y transmitir los genes a la siguiente generación. Cosas como el disfrute, la felicidad o la paz interior han estado mucho más abajo en la

lista de prioridades, y puede que incluso hayan sido un obstáculo para la supervivencia. Visto así, muchos de nuestros comportamientos problemáticos empiezan a tener algo más de sentido.

Tomemos, por ejemplo, la ansiedad y la preocupación. Qué fácil nos resulta imaginar que va a pasar lo peor. Pero la investigación muestra que, en realidad, casi nunca sucede. En un estudio sobre el tema, se demostró que el 91 % de las cosas que la gente temía... jamás ocurrieron. Falsa alarma. Y en los casos en que sí pasaron, rara vez fueron tan catastróficas como uno se imaginaba. Sabiendo lo improbables que son estos temidos escenarios —y el sufrimiento que causan—, uno podría preguntarse: ¿por qué nos preocupamos tanto? Pero esa sería la pregunta equivocada. Desde una perspectiva evolutiva, preocuparse ha sido, probablemente, una estrategia muy eficaz para sobrevivir.

Imagina que vas caminando por el bosque y oyes un crujido en los arbustos, un poco más adelante. Puedes suponer que solo fue el viento entre las ramas y seguir tu camino. O temer lo peor y asumir que hay un lobo al acecho entre la maleza.

Si optas por el camino más seguro y te equivocas, no pasa gran cosa: te asustas y das media vuelta. Pero si actúas con imprudencia y tienes mala suerte, te puede suceder como a Caperucita Roja. En muchos casos, suponer lo peor ha sido una estrategia más segura. Preocuparse ha salvado vidas. Por eso esa tendencia se ha extendido con tanta eficacia en la especie humana.

Pero el mundo de hoy es radicalmente distinto, y muchas de las amenazas que antes ponían en riesgo nuestra supervivencia ya no existen. Esa transformación, fruto de la cultura y la creatividad humanas, ocurrió a gran velocidad. La evolución, en cambio, avanza lento. Todos cargamos con un hardware obsoleto de cientos de miles de años entre las orejas. Y no, no podemos deshacernos de la preocupación así como así.

Además, hemos creado toda una nueva serie de cosas por las que preocuparnos: las cuotas de la hipoteca, las fechas de entrega en el trabajo que se nos vienen encima, o si esos jeans nuevos realmente nos quedan bien de atrás. Nada de eso pone en riesgo la vida, por supuesto. Pero el cerebro solo tiene un sistema del miedo, y reacciona igual frente a cualquier amenaza, por trivial que sea.

Más estrategias de la Edad de Piedra

La tristeza y la depresión también pueden entenderse desde esta misma perspectiva.

Cuando estamos bajos de ánimo, nuestra reacción más común suele ser aislarnos, tomar distancia, escondernos del mundo. Y, sin embargo, ¿no resulta paradójico que busquemos la soledad y evitemos justo aquello que da sentido y alegría a la vida, justo cuando más necesitamos compañía, afecto y un poco de diversión?

Algunos científicos han planteado si la depresión podría tener cierta ventaja evolutiva o adaptativa. Una de las teorías sugiere que sería una respuesta a situaciones difíciles, una especie de señal que lanzamos al entorno para decir: «necesito ayuda, cuídenme un poco».

Durante la mayor parte de nuestra existencia, los seres humanos hemos vivido en comunidades pequeñas, rodeados de familiares y amigos con quienes teníamos lazos muy estrechos. En un entorno así, el aislamiento de una persona se notaba enseguida. ¿Por qué Roger no sale de la cueva y se queda ahí, todo apagado?

Hoy llevamos vidas más independientes, cada uno en su casa, muchas veces en ciudades donde el contacto con el entorno es esporádico y apenas conocemos el nombre de nuestros vecinos. Quizá ese impulso de aislarse cuando uno está triste funcionaba, en su origen, como una señal de auxilio.

Pero ahora ya no sirve: solo terminamos perdidos en nuestra soledad, atrapados en pensamientos oscuros.

Comparaciones tramposas

¿Y qué pasa con el exceso de vueltas mentales? ¿Por qué nos castigamos tanto y no dejamos de repasar lo que salió mal? La relación que no funcionó. El trabajo que no conseguimos. La metida de pata en la fiesta de fin de año. El pasado no se puede cambiar, entonces, ¿qué sentido tiene?

Tal vez lo hacemos para no volver a cometer los mismos errores. En un mundo más peligroso, como el de nuestros antepasados, dar vueltas a los fra-

casos y analizar en detalle qué podríamos haber hecho distinto pudo haber sido clave para la supervivencia.

Pero el mundo moderno ha llevado esos mecanismos mentales al extremo. Ya no nos comparamos con Roger en la choza de al lado, sino con Elon Musk y Kim Kardashian, con modelos en ropa interior en el metro y personajes perfectos en las series. Siempre hay alguien más rico, más exitoso, con la piel más suave, mejores chistes e hijos más lindos. Rara vez sentimos que somos los mejores en algo —ni siquiera buenos—. Y con menos que eso, ya alcanza para volverse autocrítico.

Del amor al conflicto

Quizá los desafíos que nos plantean el amor y las relaciones tengan que ver, al menos en parte, con el desajuste entre nuestra biología y nuestra cultura. ¿Por qué cuesta tanto estar en pareja y ser feliz? ¿Por qué terminamos discutiendo con las personas con las que vivimos, a veces hasta el punto de que la relación se desgasta y se rompe?

Quizá la vida en pareja era más sencilla y había menos roces en una sociedad sin jornadas laborales de cuarenta horas, donde no existía la obsesión por el éxito ni esos ideales inalcanzables sobre la salud, el cuerpo y el sexo. ¿O será, de forma más radical, que no estamos hechos para llevarnos bien todo el tiempo? Vivimos en una cultura que romantiza la idea del amor para toda la vida. Pero si prestamos atención a cómo vivimos en la práctica, lo que predomina es más bien una monogamia en serie: compartimos un tiempo con alguien, luego se termina… y empezamos otra historia.

Que un mamífero se mantenga fiel a una sola pareja durante más de un cuarto de hora ya es, de por sí, bastante excepcional. La monogamia solo se da en un tres a cinco por ciento de los animales vivíparos. Se cree que esto se debe a que, una vez nacida la cría, el macho tiene poco que aportar. La madre amamanta y cuida, y muchas veces las crías ya están listas para arreglárselas solas en cuanto se les acaba la leche.

En nuestro caso, las cosas son distintas. No podemos simplemente ponerle una papilla en la mano al niño y mandarlo a enfrentarse al mundo en cuanto dejamos de amamantar. Necesitamos cuidados durante mucho más tiempo. Y contar con dos personas adultas que se ocupen parece haber sido una ventaja.

Pero después, cuando los hijos ya pueden valerse por sí mismos —para decirlo sin rodeos—, ¿hay algún beneficio real para los padres en seguir juntos? Algunos estudios señalan que quienes tienen varias parejas a lo largo de su vida suelen tener más hijos. Si el objetivo evolutivo es maximizar la transmisión de nuestros genes, tal vez tenga sentido pasar a una nueva pareja. Además, es difícil saber de antemano qué combinación genética va a resultar más exitosa. Quizá convenga aplicar una estrategia de diversificación —una especie de seguro genético— y tener hijos con distintas personas, en lugar de poner todos los huevos en la misma canasta.

Que el amor empiece con una pelea es discutible, pero las separaciones casi siempre lo hacen. Tal vez deberíamos entender las peleas y los conflictos como un mecanismo que nos empuja a distanciarnos y buscar una nueva pareja. ¿Y si no fuera un error, sino parte de cómo estamos diseñados?

Felicidad, diversión y otras modernidades

Aquí estamos, con un cerebro diseñado para otra época y otro mundo. Un mundo peligroso y despiadado, sin calefacción en las casas, sin escuelas ni hospitales, sin medicamentos, cañerías, supermercados, móviles, Google, residencias para mayores, licencias por maternidad o paternidad, neveras, cápsulas de café, snacks y salsas listas para mojar. Hoy reemplazamos órganos y dientes cuando dejan de funcionar, cobramos ayudas para cuidar a nuestros hijos, votamos a nuestros gobernantes y vivimos con leyes que nos obligan —más o menos— a tratarnos bien. Hemos logrado postergar la muerte unos cincuenta años: la vejez ya no es una rareza, es la norma. Claro que no todo es perfecto y hay amenazas importantes en el horizonte, pero, en el día a día, estamos más protegidos que nunca.

Muchas de nuestras estrategias instintivas parecen haber perdido vigencia hoy. Además, hemos redefinido el sentido de la vida. Sobrevivir y reproducirnos, con todo el mérito que eso tiene, ya no es suficiente para nosotros: es una meta demasiado pobre. Hemos decidido que la vida debe ser mucho más que eso, que debe incluir cosas como la felicidad, la alegría, la autorrealización y las relaciones significativas. Y con toda razón.

Ya reescribimos el briefing. El problema es que el cerebro no parece haberse enterado. Hora de hackearlo.

Vive un poco menos naturalmente

Los métodos que encontrarás en este libro van, en muchos casos, en contra de lo que tu intuición considera razonable. No nos salen de forma natural. Si decides ponerlos en práctica, probablemente atravieses momentos de leve incomodidad y confusión. No estamos acostumbrados a hacer lo contrario. Y sin embargo no te son del todo ajenos. Porque si eres como la mayoría de nosotros, ya usas estrategias con esta lógica en tu vida cotidiana. Por ejemplo, cuando vas al gimnasio o te abstienes de comer algo rico. Nada más antinatural que eso. Desde una perspectiva estrictamente evolutiva, gastar energía sin necesidad —y encima negarse a reponerla— es una completa locura. Pero la evolución no podía prever que crearíamos una vida en la que no hay que moverse para conseguir el almuerzo (ni para evitar ser el de otro), y en la que los carbohidratos rápidos siempre están al alcance de la mano. Hemos tenido que aprender a compensar todo eso por nuestra cuenta. Por eso siempre será más fácil devorar una chocolatina en el sofá que subirse a la bicicleta fija y empezar a sudar. Del mismo modo, es posible que las estrategias que compartiré contigo nunca lleguen a parecer del todo naturales. Sin embargo, igual que el ejercicio y una alimentación equilibrada, es muy probable que te ayuden a sentirte mejor. Quizá incluso a vivir un poco más. Y a tener más sexo. Así que no te desanimes: ¡al contrario!

TE AÍSLAS CUANDO LA VIDA SE PONE

DIFÍCIL

Decaído, sin ganas ni fuerzas. La mayoría de nosotros ha pasado por períodos de desánimo. Todo parece un poco gris y apagado, y los pensamientos alegres o positivos brillan por su ausencia. A veces es fácil identificar la causa. Puede ser que hayamos atravesado algún tipo de contratiempo, decepción, fracaso o pérdida. Tal vez has tenido una racha difícil en el trabajo, un conflicto puntual, o estás lidiando con problemas de dinero, salud o en una relación.

Contratiempo / Pérdida

Tristeza / Desánimo

Otras veces cuesta más identificar qué es lo que no anda bien. Es más bien una sensación que se ha ido instalando poco a poco: uno puede sentirse inquieto, tener pensamientos oscuros sobre el futuro o experimentar sentimientos de culpa difíciles de nombrar.

Cuando aparecen esos pensamientos y emociones, es común —muy común— que sintamos el impulso de aislarnos y encerrarnos. Surge una necesidad de estar solos y lamer nuestras heridas. Total, nada nos motiva o entusiasma, ¿para qué intentarlo, entonces?

Cuando me siento así, es habitual pensar que, si veo a alguien y se da cuenta de que no estoy bien, voy a tener que hablar del tema y arruinar la charla. Así que prefiero no quedar, y cuando los amigos me escriben, les digo que no. «Ahora mismo no soy buena compañía, tengo que estar mejor primero.» Dejo pasar la salida a correr, porque todo se me hace cuesta arriba. Y ceno cualquier cosa, lo primero que haya —una bolsa de patatas, por ejemplo—,

porque ¿quién tiene energía para cocinar? Me quedo más tiempo en la cama. Pienso: «Necesito descansar. Y mientras duermo, al menos me olvido un rato de todo esto.» En casa, en silencio, empiezo a darle vueltas a por qué me siento así, con la esperanza de encontrar una explicación o una salida.

Tristeza / Desánimo

Aislarse

Decir que no

Darle vueltas a todo

A veces, claro, ese desánimo puede desaparecer por sí solo. Pero muchas veces, en lugar de mejorar, uno empieza a sentirse cada vez peor. Y como era de esperar, terminamos cayendo en un círculo vicioso.

Tristeza / Desánimo

Aislarse

Decir que no

Darle vueltas a todo

Y no es tan raro, en realidad. Cómo nos sentimos es, en gran medida, el resultado de todo lo que hacemos para cubrir nuestras necesidades básicas. Quedamos con amigos porque somos seres sociales y nos hace bien compartir con otros. Hacemos ejercicio y nos movemos para que el cuerpo y el cerebro funcionen como deben. Dormimos según un ritmo que por lo general se ajusta a lo que necesitamos. Comemos de forma más o menos variada para obtener los nutrientes esenciales. Y dedicamos tiempo a nuestras aficiones porque nos dan alegría y nos recargan de energía.

Cuando dejamos de lado una o varias de estas cosas —e incluso todas—, empezamos a sentirnos peor y la vida se nos hace cuesta arriba. ¿Y qué pasa con las vueltas mentales? Más adelante hablaremos de por qué rara vez nos ayudan a mejorar o a encontrar una salida. Ocurre más bien lo contrario.

Hooked on a Feeling1 da-da-da-da

Qué locura, la mente humana. Uno de sus trucos más sorprendentes es que puede vislumbrar el futuro. Tenemos la capacidad de imaginar, proyectar y fantasear con lo que podría pasar antes de que ocurra. Esta habilidad parece ser exclusivamente humana. Y probablemente sea eso lo que explica por qué somos nosotros —y no los pinzones o las nutrias— quienes terminamos adueñándonos del planeta.

Podemos imaginar tanto cosas buenas como malas que podrían pasar, y eso influye en cómo actuamos. Es como probar un bocado del futuro. Una supercapacidad. Pero, para orientarnos, solemos guiarnos por lo que sentimos. Las emociones tiñen nuestros pensamientos, nuestras expectativas y nuestras decisiones.

Y estamos extrañamente atrapados por la emoción del momento, la que sentimos aquí y ahora. Hace tiempo (mucho antes de que existieran los teléfonos móviles), un grupo de investigadores hizo un experimento interesante. Se situaron junto a una cabina telefónica. Cuando las personas salían, después de hacer su llamada, les preguntaban cómo de felices se sentían con su vida.

1. Una canción pop de 1968, popularizada en los años 70 por la versión del grupo sueco Blue Swede. Su distintivo ritmo y el coro «ooga-chaka» la convirtieron en un clásico de la cultura pop.

A la mitad de las personas se les había dejado una moneda sobre el teléfono. Al entrar en la cabina, la encontraban y podían usarla para hacer su llamada. El otro grupo no encontraba nada. Lo que reveló el experimento fue que quienes habían tenido la «suerte» de encontrar la moneda se consideraban más felices que los demás. Es decir, toparse con una simple moneda había influido —sin que lo notaran— en cómo evaluaban toda su vida: el trabajo, la salud, las relaciones, el amor y el sentido de todo.

Un ejemplo quizá aún más concreto aparece en un estudio que mostró que la gente toma peores decisiones al hacer las compras de la semana si acaba de almorzar. La sensación de saciedad del momento hace que subestimen cuánta comida van a necesitar más adelante. En otras palabras, las emociones tienden a sabotear nuestra capacidad de ver las cosas en perspectiva.

Cuando imaginamos el futuro, lo hacemos muy influidos por las emociones que sentimos en el momento. Eso moldea nuestros pensamientos y

Emoción
Pensamiento
Acción

la manera en que decidimos actuar. Así vamos, la mayor parte del tiempo, avanzando por la vida guiados por lo que sentimos:

Que las emociones marquen la agenda no suele ser un problema, especialmente cuando estamos de buen ánimo. Las emociones positivas nos vuelven entusiastas, curiosos, nos dan ganas de hacer cosas. Nos hacen sentir que será genial ver a Matilda y a Pedro el sábado. Que salir a correr un rato valdrá la pena. Que definitivamente se justifica pasar tres horas frente a los fogones para preparar un ossobuco alla milanese como Dios manda. Y que una escapada a Copenhague en Semana Santa suena, sencillamente, maravillosa.

Pero, por desgracia, toda moneda tiene su reverso. Cuando la vida se percibe gris, apagada y desalentadora en el presente, las señales que recibimos son otras. Señales que nos hacen difícil imaginar que algo de lo que hagamos pueda llegar a resultar divertido o gratificante. Seguro que Matilda se va a poner a hablar de su madre y sus líos de siempre. Seguro que justo empieza a llover cuando salga a correr. Tres horas frente a los fogones… tiempo que no voy a recuperar jamás. ¿Y los daneses con sus smørrebrød? Al final, no deja de ser un simple sándwich, ¿o no?

Las emociones negativas se posan sobre nosotros como un manto húmedo y nos hacen creer que todo es —y seguirá siendo— aburrido, malo y sin sentido. Pensamos que, mientras nos sintamos así, no vale la pena hacer nada. Nos volvemos pasivos, retraídos, sin iniciativa. A menudo empezamos a darles vueltas a las cosas, en un intento fallido de provocarnos otra emoción. Y terminamos hundiéndonos aún más. Porque no podemos simplemente decidir sentir otra cosa: está fuera de nuestro control.

Entonces, ¿qué podemos hacer para sentirnos mejor? Si creemos que la clave es esperar a que aparezca una emoción distinta, no nos queda otra que tener paciencia. Hay algo de lo que podemos estar seguros: la emoción que sentimos ahora, en algún momento, será reemplazada por otra. Como el clima. Después de la lluvia sale el sol. La pregunta es: ¿es una llovizna pasajera o estamos atrapados en un temporal? Si es lo segundo, puede que tengamos que esperar bastante. Pero si no quieres esperar, ¡haz lo contrario!

HAZ LO CONTRARIO: ACTÚA COMO SI TE SINTIERAS BIEN

Es posible que hayas notado que el círculo negativo que describí antes era, justamente, un círculo. La mayoría podemos estar de acuerdo con la idea de que sentirse mal nos lleva a actuar con desgana, a apagarnos y retraernos. Pensamos en nuestras emociones como algo que nos sucede. Nos deprimimos y optamos por encerrarnos en nosotros mismos. Esto es verdad.

Rara vez se nos ocurre que también puede funcionar al revés. Uno puede estar de buen ánimo, sentirse genial. Ni una nube en el cielo. Pero entonces pasa algo que cambia las circunstancias y, con ellas, nuestro comportamiento. Tal vez te fracturas un pie y empiezas a andar con muletas. Te quedas en casa, no vas a trabajar, dejas de ver a tus amigos, duermes mal y no puedes salir ni hacer lo que te apasiona, aunque no quieras otra cosa más que eso. Todo eso afecta tu estado de ánimo, y podrías terminar atrapado en el mismo bucle de antes. Porque sí: lo que sentimos influye en lo que hacemos. Pero también funciona al revés. Y ahí está lo interesante: si nuestras acciones pueden cambiar cómo nos sentimos, entonces también es posible entrar en un círculo virtuoso.

Hacer cosas que nos gustan (ver a los amigos, salir, moverse)

Alegría, sentido de conexión

Como no podemos simplemente decidir sentirnos bien, tenemos que entrar por otra puerta: la de nuestras acciones. Hay que dejar las emociones a un lado, al menos por ahora. Puede parecer raro, incluso contrario a lo que solemos escuchar: que hay que seguir el corazón, hacerle caso a la intuición. Pero en este momento, nuestras emociones no son una brújula confiable. Tenemos que encontrar otra manera de orientarnos.

Ponte en marcha y empieza a sentirte mejor

Si hiciéramos las compras de la semana justo después de comernos una Big Mac, ya sabemos que no conviene guiarnos por lo que sentimos. Para no terminar con la nevera vacía el jueves, necesitamos otra estrategia. Podemos usar una especie de algoritmo: por ejemplo, una lista de compras basada en cuánta comida solemos consumir.

Y lo mismo pasa con el estado de ánimo cuando la vida se pone cuesta arriba. Las emociones nos desorientan. Por eso, la pregunta clave no es: «¿Qué tengo ganas de hacer ahora mismo?», porque la respuesta probablemente sea: «Nada». Una pregunta más útil sería: «¿Qué hacía cuando me sentía mejor?». Si logras recrear eso —o algo parecido—, hay buenas probabilidades de que empieces a sentirte mejor.

Acción Pensamiento

Demasiado de unas cosas, demasiado poco de otras

Cuando nos sentimos desanimados, solemos hacer más de ciertas cosas y menos de otras, en comparación con cómo actuamos cuando estamos mejor. Un buen primer paso es identificar cuáles son esas cosas. Escribe una lista con lo que estás haciendo demasiado —tus excesos— y otra con lo que estás haciendo poco —tus carencias—. Si consigues que esa lista refleje con claridad tu situación, ya tendrás un buen panorama de lo que puedes empezar a cambiar.

EXCESOS CARENCIAS

Descansar demasiado Dormir bien

Suspirar Hacer ejercicio

Jugar al Candy Crush Ver a amigos

Darles demasiadas vueltas a las cosas Cocinar

Compararme con los demás Ver series

Comer sándwiches Limpiar

Revisar Instagram Leer

Algunas cosas a tener en cuenta al escribir tu lista:

Escribe cosas que realmente haces e intenta ser lo más claro y específico posible. Pon el foco especialmente en aquellas que podrías empezar a cambiar ya mismo. Si puedes describir con qué frecuencia o en qué medida las haces actualmente, es señal de que son concretas y útiles para trabajar.

Si te descubres apuntando emociones —por ejemplo, «sentirme feliz» como una carencia—, intenta precisar qué significa eso en términos de comportamiento. Pregúntate: si me sintiera feliz, ¿qué cosas haría más o menos, concretamente? Escribe esas cosas en su lugar.

Si se te ocurren cosas que sabes —o crees— que te harían bien, ponlas por escrito, aunque nunca las hayas hecho antes. Tal vez tengas la sensación de que te sentaría bien caminar por el bosque, hornear galletitas o manejar una moto de cross. ¡Anótalas en la lista de «Carencias»!

Tu lista, por supuesto, es completamente personal y refleja solo lo que tú piensas y sientes. Lo importante es reconectar con aquello que te gusta, así que olvídate de las expectativas generales o de lo que otros podrían haber puesto.

Empecemos

1. Ahora tienes una lista con cosas que haces en exceso y otra con cosas que haces poco. Lo más importante es enfocarte en esta última: los faltantes. La lista de excesos es útil porque te da una idea general, pero solo señala lo que conviene evitar. En cambio, la lista de faltantes ofrece una guía más concreta: te indica qué hacer. Pon foco en ella y deja que esas actividades vayan desplazando, de forma natural, las de la columna de excesos. Algunas tareas —como ordenar o hacer la cama— quizá no sean especialmente divertidas ni estimulantes, pero solemos hacerlas igual porque sabemos que nos sentimos mejor cuando están hechas. Así que inclúyelas también.

2. Organiza y realiza algunas de las actividades de la columna de «carencias» para esta semana. ¿Por qué no una por día?

3. Cierra el libro y haz algo pequeño ahora mismo, como mandar un mensaje a alguien o preparar tu bolso de entrenamiento.

4. Enfócate en hacer, no en cómo te hace sentir. Si no todo resulta divertido desde el principio, ten paciencia: ya llegará.

«La acción es el antídoto contra la desesperanza.»

Querido diario

A veces no es fácil saber qué cosas nos hacen sentir bien. Si ese es tu caso, utiliza este diario como apoyo. Escribe, día a día, lo que hagas durante esta semana. Subraya en verde las actividades que te resulten agradables o te den energía. Usa rojo para las que te parezcan aburridas o te quiten energía.

Horario Lunes Martes Miércoles

06:00-07:00

Hid

06.00–07.00

06.00–07.00

07:00-08:00

06.00–07.00

07.00–08.00

07.00–08.00

08:00-09:00

07.00–08.00

08.00–09.00

08.00–09.00

09:00-10:00

08.00–09.00

09.00–10.00

09.00–10.00

10:00-11:00

09.00–10.00

10.00–11.00

10.00–11.00

11:00-12:00

10.00–11.00

11.00–12.00

11.00–12.00

11.00–12.00

12:00-13.00

12.00–13.00

12.00–13.00

12.00–13.00

14:00-15:00

14.00–15.00

14.00–15.00

16:00-17:00

14.00–15.00

16.00–17.00

16.00–17.00

16.00–17.00

17:00-18:00

17.00–18.00

17.00–18.00

17.00–18.00

18:00-19:00

18.00–19.00

18.00–19.00

18.00–19.00

19:00-20:00

19.00–20.00

19.00–20.00

20:00-21:00

19.00–20.00

20.00–21.00

20.00–21.00

20.00–21.00

21:00-22:00

21.00–22.00

21.00–22.00

21.00–22.00

22:00-23:00

22.00–23.00

22.00–23.00

22.00–23.00

23:00-01:00

23.00–01.00

23.00–01.00

23.00–01.00

01:00-04:00

01.00–04.00

01.00–04.00

01.00–04.00

04:00-06:00

04.00–06.00

04.00–06.00

04.00–06.00

Y amarillo para las que estén en un punto intermedio. Concéntrate en lo verde: organiza tu tiempo y procura hacer más de esas actividades en las próximas semanas.

Jueves

Sal de tu cabeza

Cada persona vive el desánimo a su manera. Lo que cada quien necesita hacer —más o menos— para empezar a sentirse mejor puede variar. Pero hay un patrón que se repite: te conviertes en una persona pasiva, que ha dejado de hacer cosas en el mundo real y se ha quedado atrapada en su cabeza. Dar vueltas a las cosas es más la regla que la excepción, y eso tiende a perjudicarnos de una manera muy concreta. Hablaremos de esto en el capítulo 5.

Esto hace que la mayoría de la gente se sienta bien

Quiero hacer hincapié en algo: rodearte de personas que te importan —y que se interesan por ti— es esencial, y todavía más cuando estás desanimado. Estar con otros te ayuda a tomar distancia, a ganar perspectiva, y es un descanso necesario a tanto dar vueltas a tus asuntos en la cabeza. A muchas personas que se sienten desanimadas les cuesta planear encuentros con amigos con anticipación, por miedo a no tener ganas cuando llegue el día. Entonces esperan a sentirse bien para proponer algo, pero cuando por fin lo hacen, los amigos ya tienen otros planes.

¡Es hora de terminar con esa costumbre! Empieza a agendar encuentros con otras personas para dentro de una o dos semanas. Y no canceles las citas, sin importar cómo te sientas ese día. Tener actividades programadas en el calendario suele generar una sensación general de movimiento, de que hay algo que esperar. A veces tengo que insistir para que mis pacientes más reticentes salgan a ver a sus amigos. Y casi siempre vuelven más animados. Los amigos son una maravilla, ¿no? ¡Asegúrate de ver a los tuyos!

Pero ¿no me estoy engañando?

Cuando estamos con el ánimo por el suelo, podemos empezar a restar valor a los momentos de alegría o disfrute. A veces escucho decir: «Siento que solo estoy escapando de lo que realmente me pasa». O: «Sí, lo paso bien cuando estoy con amigos, pero en cuanto cruzo la puerta, todo parece otra vez gris».

Pensar así es ver las cosas al revés. Los seres humanos estamos hechos para estar en movimiento, hacer cosas, relacionarnos con otros. No para quedarnos en casa, rumiando pensamientos y mirando la pared. Al salir y activarte, generas las condiciones naturales para sentirte mejor. Cuando eso pasa, lo más común es que el bienestar llegue solo.

¿Has perdido algo que no puedes recuperar?

A veces nos sentimos desanimados porque hemos perdido algo. Tal vez se terminó una relación. O se mudó un buen amigo. O quizá una enfermedad o una lesión nos impide hacer lo que deseamos.

Es fácil ceder a la idea de que, si no puedes tener exactamente lo que quieres, entonces no vale la pena intentarlo. Pero no te hagas eso. Busca actividades que te transmitan una energía similar. En vez de ver a tu ex, queda con tus amistades. Si tu mejor amiga vive lejos, compartid una cerveza por videollamada. Y si no puedes correr, sal a caminar.

Estoy haciendo exactamente lo mismo que hacía cuando

me sentía bien

A veces, incluso cuando seguimos con nuestras rutinas —hacemos ejercicio, socializamos, nos mantenemos activos— el malestar persiste. Puede deberse a preocupaciones, ansiedad, problemas de sueño, estrés o dificultades en las relaciones. El desánimo suele ir de la mano de otros factores, que también exploraremos en los próximos capítulos. Te invito a seguir leyendo.

Acepta la situación

No todos los días son buenos. Así de simple. Si no logramos aceptar que hay momentos difíciles, todo se vuelve más arduo de lo que hace falta. Muchas veces empezamos a culparnos por sentirnos mal, y eso solo nos trae más estrés, ansiedad y desánimo.

En lugar de pelear contra molinos de viento, lo mejor que podemos hacer es aceptar la situación. Aceptar no significa rendirse ni resignarse ante lo que no está bien. Todo lo contrario: te invito a que hagas todo lo que esté a tu alcance para cambiar lo que sí puede mejorar. Pero también tenemos que estar dispuestos a reconocer que la vida, a veces, es dura y complicada. Huir, resistirse o negarlo no ayuda. Al contrario, muchas veces eso nos lleva a quedarnos atrapados en el malestar y a criticarnos más de la cuenta.

Lee el capítulo 7 y empieza a entrenar tu capacidad de abrirte a lo difícil y tratarte con más amabilidad. Como harías con cualquier otra persona.

Para terminar

Las emociones, tarde o temprano, cambian. Sigue haciendo aquellas cosas que sabes que te hacen bien. No caigas en la tentación de aislarte, encerrarte odejar de moverte, porque eso puede agravar y alargar el bajón. Si tu estado de ánimo no mejora con el tiempo, pide ayuda: agenda una cita con tu médico. Podrías estar atravesando una depresión, y en ese caso necesitas tratamiento.

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