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UNA GENERACIÓN ENTRE DOS MUNDOS:

panorámica del final de la Guerra Fría y el amanecer del siglo XXI en perspectiva millennial

COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT HUMANIDADES

Manuel asensi Pérez

Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada Universitat de València raMón Cotarelo

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

M.ª teresa eChenique elizondo

Catedrática de Lengua Española Universitat de València

Juan Manuel Fernández soria

Catedrático de Teoría e Historia de la Educación Universitat de València

Pablo oñate rubalCaba

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración Universitat de València

Joan roMero

Catedrático de Geografía Humana Universitat de València

Juan José taMayo

Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Universidad Carlos III de Madrid

Procedimiento de selección de originales, ver página web:

www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales

UNA GENERACIÓN ENTRE DOS MUNDOS:

panorámica del final de la Guerra Fría y el amanecer del siglo XXI en perspectiva

ANTONIO JESÚS PINTO TORTOSA

tirant humanidades

Valencia, 2023

millennial

Copyright ® 2023

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Fotografía de portada de Antonio Jesús Pinto Tortosa. Pie sobre la impronta del Muro de Berlín en las calles de la capital alemana

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© Antonio Jesús Pinto Tortosa
Índice INTRODUCCIÓN ...................................................................... 9 1. Historias de vidas ................................................................................. 9 2. Aclarando conceptos y desmintiendo mitos: ¿qué es un millennial? ...... 14 3. Una premisa: el tránsito de siglo como un incierto salto al vacío .......... 16 4. Un apunte de estructura ....................................................................... 23 I. CAE EL TELÓN (1985-1991) .................................................. 33 1. Un lento y prolongado «canto de cisne» ............................................... 33 2. La caída de la «fortaleza asediada»: factores internos y condicionantes externos .............................................................................................. 40 3. De Berlín a Moscú: los 776 días que cambiaron la historia del siglo XX ..................................................................................................... 51 4. Horizonte económico para un mundo de posguerra. Las políticas de Ajuste Estructural y la consolidación del neoliberalismo: «lo que nos contaban del capitalismo era verdad» ................................................. 71
¿AÑOS DE TRANSICIÓN? (1991-2001) ................................ 99 1. La deriva conservadora de la izquierda en el mundo ............................ 99 2. Deshaciendo el embrollo: las Guerras Yugoslavas ................................ 110 3. La revolución vuelve a sacudir Latinoamérica ...................................... 134 4. Hacia una sociedad virtual: la prehistoria de la red global.................... 169 5. Nacimiento y consolidación de la Unión Europea ................................ 191 III. LAS NUEVAS AMENAZAS (INTER)NACIONALES (2001-2017) ................................................................................. 205 1. El cambio de paradigma: al-Qaeda y los atentados contra el eje Nueva York-Madrid-Londres ........................................................................ 205 2. La crisis financiera de 2008: ¿reinventar el capitalismo? ....................... 247 3. La red global como arma (1): la convulsa primavera de 2011 .............. 270 4. La red global como arma (2): el Estado Islámico y una nueva forma de conseguir prosélitos ............................................................................ 311
II.
8 Índice CONCLUSIÓN: EL CAMINO HACIA LO DESCONOCIDO (2017-ACTUALIDAD) ................................................................. 349 1. La progresiva desmovilización de la sociedad de masas: un mundo global de individuos aislados ................................................................... 350 2. La explotación de la otredad como objeto de nuestros odios: polarización política y social. De Le Pen a Trump, pasando por VOX ............. 359 3. La degradación del medio ambiente: danza de sonámbulos .................. 371 4. Somos vulnerables: la COVID-19 como memento mori del Homo Deus ................................................................................................... 380 EPÍLOGO: EL VIAJE A NINGUNA PARTE................................ 389 BIBLIOGRAFÍA .......................................................................... 397

INTRODUCCIÓN

Todas las familias felices se parecen las unas a las otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera.

L. TOLSTOI, Ana Karenina.

1. HISTORIAS DE VIDAS

La afirmación con la que L. Tolstoi comenzaba la narración de Ana Karenina resulta de gran utilidad para justificar la razón de ser de la obra que me ocupa. Y es que, si bien es cierto que no suele ser buena idea comenzar un libro justificándose, animo a los lectores potenciales a que afronten estas primeras páginas no como una excusa, sino como una explicación. Tal y como indicaba el autor ruso, «todas las familias felices se parecen unas a las otras». Es decir, observadas desde fuera y sin entrar a conocer los detalles, padecimientos y dichas de cada prole, todas ellas pueden parecernos igualmente afortunadas. Del mismo modo que, si contemplamos una foto grupal hecha con la intención de perdurar en el recuerdo de quienes la integran, observaremos una imagen de sonrisas que parece hablar de una atmósfera de cordialidad y buenas vibraciones entre sus actores. Ahora bien, y siguiendo la línea de pensamiento de Tolstoi, «cada familia infeliz lo es a su manera». En otras palabras, si hacemos el ejercicio de indagar en las circunstancias personales de cada familia, o de cada persona representada en la foto citada en el ejemplo, encontraremos complejas historias que, en circunstancias, no traslucen en la expresión de los rostros en el preciso momento en que la imagen fue capturada.

Así y no de otra forma considero que deba interpretarse la reflexión del novelista, y de este mismo modo ha de procederse al estudio preliminar de las generaciones que vivieron durante el siglo XX y que se suceden durante el siglo XXI. En mis clases universitarias de Historia Contemporánea Universal comienzo cada curso con una breve introducción a las dos guerras mundiales y el mundo de entreguerras. Al hacerlo reflexiono junto a los estudiantes sobre la generación

que vivió ambos conflictos, deteniéndonos en un aspecto central: pese a que muchos combatientes de la I Guerra Mundial (1914-1918) volvieron a las trincheras en el transcurso de la II Guerra Mundial (1939-1945), la mayoría siguió llamando a aquella “la Gran Guerra”. El motivo era simple: 1914 supuso un punto de inflexión respecto a la guerra tal y como se la había conocido hasta entonces. Así, frente a las guerras del siglo XIX, en las que la población civil podía vivir en relativa tranquilidad si se encontraba alejada del frente, a partir de la I Guerra Mundial la condición de no combatiente no eximía del riesgo de morir como consecuencia del conflicto. Porque desde aquel momento el objetivo de la guerra no sería derrotar al enemigo, sino anularlo completamente, sin distingos entre soldados y población civil. El historiador marxista británico Eric J. Hobsbawm incidió en esta idea al comienzo de su libro The Age of Extremes (1994), animando así a empatizar con una generación que, pese a haber conocido los horrores de los campos de concentración en el territorio ocupado por el Tercer Reich, fue incapaz de borrar de su memoria colectiva el impacto de la I Guerra Mundial y la dramática transformación que implicó.

Cabría concluir que aquella fue una generación especialmente desgraciada, puesto que se vio envuelta en dos conflictos de escala global que se saldaron con varios millones de muertos y la absoluta destrucción de ese mundo que conocemos como Occidente, excepción hecha de los Estados Unidos. No obstante, es lícito preguntarse: ¿fueron ellos más desafortunados que la generación siguiente? También quienes nacieron y vivieron en el contexto de la posguerra debieron afrontar una realidad dura, puesto que los años cruciales de su desarrollo vital, en los que se requiere una mejor alimentación y una permanente atención médica, coincidieron con un periodo de absoluta carestía y de incertidumbre radical hacia un futuro marcado por una nueva tensión bipolar. Si aterrizamos tales condicionantes en el caso peculiar de España el juicio se tornará especialmente crítico, pues la Guerra Civil (1936-1939) dejó al país económicamente desolado, además de sometido a un aislamiento internacional que condenó a su población a la penuria más absoluta, mientras el régimen franquista pugnaba por combatir el hambre mediante la exaltación de las esencias patrias.

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Los nacidos en la década de 1940 y 1950 constituyen la generación del baby boom, esto es, la explosión demográfica favorecida por la euforia posterior al cese de las hostilidades, sea nacionales, sea internacionales. A ellos ha correspondido asistir a la permanente amenaza de guerra nuclear, que durante la Guerra Fría pendió sobre las cabezas de la población mundial cual espada de Damocles. Ahora bien, fueron ellos igualmente quienes vivieron la bonanza relativa de los años de la Estabilización (1950s) y el Desarrollismo (1960s), cuando el turismo comenzaba a convertirse en la esencia del crecimiento económico nacional, al tiempo que funcionaba como herramienta de propaganda de una dictadura que pretendía mostrarse benévola hacia el exterior. Con los años 70 vino la democracia, asociada a transformaciones del calado de las elecciones libres, la legalización del Partido Comunista, el Estado de las Autonomías o la incorporación de la mujer al mercado laboral.

Apenas comenzaban nuestros padres y abuelos a asumir el alcance de aquellos cambios cuando los años 80 y 90 trajeron de nuevo la sombra de la penuria, pronto desterrada por la fiebre del ladrillo. El terrorismo internacional, sincronizado con el momento vital en el que sus hijos y nietos comenzábamos a formarnos en el extranjero, marcó sin duda la línea divisoria que se resistieron a cruzar. Desde entonces, entrado ya el siglo XXI, en su mayoría han optado por volver la espalda a unos cambios sociales y políticos acelerados ante los cuales su actitud parece ser la de bajar los brazos: bastante se han esforzado por adaptarse como para ahora, por fin, creerse merecedores del derecho a sentarse en el borde del camino y ver pasar al resto de los viajeros. Incluso un sector de la Generación X, nacida entre 1969 y 1980, parece haber asumido ese mismo discurso, si bien en algunos casos la resignación y la fatiga por el cambio ha dado lugar a un giro ultraconservador que en los últimos ocho años ha evolucionado hacia extremos más que preocupantes.

Llegado este punto conviene detenerse brevemente para revisar los procesos analizados con cierta perspectiva. Observadas desde la distancia, cada una de las generaciones descritas hasta ahora presentan llamativas similitudes entre sí: todas ellas han experimentado cambios dramáticos, si bien no todas ellas han padecido directamente la pérdida de vidas humanas asociadas a las dos guerras mundiales, o a una guerra civil. Todas ellas han transitado por un camino plagado

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de movimientos pendulares: desde la penuria hasta la abundancia, y vuelta a la estrechez; desde el respeto a los cánones sociales establecidos hasta la más radical contestación, y de regreso; desde el compromiso político y la sesuda reflexión ideológica hasta el descreimiento y la apatía; etc. Eso sí, en cada movimiento oscilante hacia el extremo vicioso por exceso, el péndulo ha recorrido un milímetro más, del mismo modo que, en su camino de regreso, ha recorrido un milímetro menos, de modo que las transformaciones parecen consolidarse poco a poco, con independencia de las diferentes regresiones que se han ido experimentando. Por supuesto, cada generación tiene también sus particularidades que la hacen única y excepcional, como lo son las circunstancias históricas en que se ha desenvuelto.

Ahora bien, ¿puede afirmarse lo mismo de quienes hemos nacido en los años de entre siglos, también llamados millennials? A la vista de la opinión de quienes nos preceden en el calendario, la respuesta es negativa. Con frecuencia hemos oído a nuestros mayores pronunciando afirmaciones del tipo: «los jóvenes de ahora ya no…», o «en mis tiempos sí que…», etc. Imagino que ellos mismos se vieron sometidos al mismo escrutinio por sus antecesores, pero en nuestro caso una circunstancia actúa como agravante en esa actitud de desconsideración hacia nuestra propia experiencia histórica: en términos objetivos, somos una generación que ha gozado de mejor preparación formal y de mejores condiciones de vida que aquellas otras. De resultas de ello, parece deducirse que con independencia de cuáles sean nuestros padecimientos o nuestras inquietudes, nunca llegaremos a equiparar los de nuestros padres y abuelos. Como si estuviésemos inmersos en una macabra competición por dilucidar quién ha sido más desgraciado.

Sin embargo, mi cometido en el presente libro es refutar tales posicionamientos y reivindicar que la nuestra, habiendo partido de unas condiciones materiales, sociales, políticas y culturales mejores que las precedentes, es una generación que poco tiene que envidiar a aquellas. A esta reflexión me movió una conversación telefónica con mi mejor amigo allá por marzo de 2020, cuando acabábamos de irnos a confinamiento. Con cierta periodicidad conversábamos para contarnos qué tal nos iba la vida en casa, cómo estábamos de salud y qué sabíamos de nuestras familias respectivas. Entonces, en el transcurso de una de tantas charlas, él observó: «nuestra generación va bien servida, ¿eh?». Y yo mismo, que hasta entonces había asumido

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el discurso de mis padres y menospreciaba el momento generacional que me ha tocado vivir, sentí un clic en mi interior y comencé a hacer balance hacia atrás de mis años vividos.

Si la pandemia de la COVID-19 era el punto de partida, inmediatamente, en sentido regresivo, tenía que acordarme de: la amenaza terrorista representada por el ISIS, dominante en la política internacional desde 2013; la crisis económica global de 2008, cuyos últimos coletazos se resistían a extinguirse cuando la crisis sanitaria vino a reavivarlos; la irrupción de Internet y las redes sociales como herramienta de sociabilidad, acompañando los muchos momentos de soledad de quienes hemos estado largo tiempo lejos de nuestros seres queridos; los atentados contra las Torres Gemelas y la guerra contra el llamado «Eje del Mal» entre 2001 y 2004; la instauración del euro como moneda única europea y el final de la peseta, pese a las resistencias de comercios y particulares que, hasta bien entrado 2002, siguieron cobrando en la antigua moneda; el final de las tres legislaturas encadenadas del Partido Socialista en España, unidas a los escándalos de corrupción y la crisis económica de los años 1990s; la vuelta de los conservadores al poder y el triunfo de las políticas neoliberales, reflejadas en el sector de la construcción, que pocos años después se cobraría sus víctimas en forma de debacle económica y políticas de austeridad; el conflicto de los Balcanes a comienzos de la década de 1990, cuando Estados Unidos pugnaba por mantener su papel de superpotencia mundial absoluta, tras la desaparición de su contraparte en el Este; y finalmente la caída del Muro de Berlín, la disolución de la URSS y la segunda Guerra del Golfo, primeros episodios cuya memoria consciente me llega a través de las imágenes de la televisión de mi casa, donde en 1989 solo había tres canales: la 1, la 2 y Canal Sur.

Aunque podrá discutirse el grado de incidencia de cada uno de los episodios enumerados en nuestra vida particular, lo cierto es que no estamos exentos de una memoria nutrida, traumática y trepidante de los últimos cuarenta años. En este sentido sí, nos parecemos al resto de generaciones que nos anteceden, o de «familias» que nos preceden si usamos el símil de Tolstoi, pues compartimos sus anhelos, preocupaciones y felicidades, condicionadas, como en su caso, por el contexto histórico que nos ha tocado en suerte. Y sí, también somos diferentes en la medida en que hemos sido una generación desgraciada, que nos hace peculiar por paradójica: seremos la generación

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mejor preparada de la historia, pero nos cabrá el demérito de saber, con total certeza, que quienes vienen tras de nosotros, nuestros hijos y nietos, van a vivir peor que nosotros. Del mismo modo que nosotros mismos viviremos peor que nuestros padres. Aunque solo sea por este motivo, merecemos nuestro espacio y nuestra reflexión. A ella se dedican las páginas que siguen.

2. ACLARANDO CONCEPTOS Y DESMINTIENDO MITOS: ¿QUÉ ES UN MILLENNIAL?

En las líneas precedentes he mencionado el concepto capital de este libro: la generación millennial o «Generación Y». Si en la descripción de la experiencia vital de las generaciones precedentes había especificado el marco temporal que comprendían, al referirme a la mía propia decidí dejar esta aclaración para más adelante, puesto que el objeto de este epígrafe, que será breve, no es otro que delimitar su naturaleza. Procederé a ello basándome en una de las muchas definiciones canónicas que existen sobre dicho grupo generacional, movido por un interés a medio camino entre lo reflexivo, lo científico y la labor social. Dicho esto último con todo el cariño hacia mis amigos, familiares y compañeros de trabajo que, movidos por la confusión a la que se presta la raíz de la palabra, viven en la convicción de que millennials son los que han nacido a partir de 2001 (inclusive), es decir, los hijos del nuevo milenio.

Es obvio que en estas líneas he de refutar tal convicción. Como sostuvieron Myers y Sadaghiani, la llamada «Generación Y» o generación millennial comprende a las personas nacidas entre 1980 y 1994; en mi caso, como nacido en 1983, me considero representante de y representado por el grupo, si bien comparto aún algunos rasgos con la generación que me precede, la Generación X. Los autores previamente citados señalaron que la generación millennial presenta varias características peculiares que suponen un punto de inflexión respecto a sus antecesoras: para empezar, es la primera generación que ha empleado tecnología informática desde una edad temprana (en la adolescencia tardía en el caso de quienes vivimos la infancia en la década de 1980, o durante la infancia para quienes nacieron en los años 90, si bien todo depende del contexto en el que cada cual haya

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crecido). Seguidamente, está formada por personas especialmente preparadas para desarrollar trabajo en equipo, sin duda porque su crecimiento ha ido de la mano del desarrollo de un nuevo contexto educativo en el que la cooperación y el trabajo grupal han resultado esenciales, del mismo modo que su incorporación al mundo laboral les ha puesto en contacto con entornos profesionales en los que la participación como miembros de un equipo constituye un factor fundamental (Myers & Sadaghiani, 2010, pp. 225-238).

A lo dicho anteriormente ha de añadirse una mejor preparación académica general, derivada de las mejores condiciones materiales disfrutadas en comparación con la generación de sus padres y abuelos. Y lo que es más importante, dicha formación se ha desarrollado con frecuencia en entornos multiculturales, bien por la presencia en su círculo social de representantes de diferentes culturas, o bien por una experiencia formativa que les ha conducido a otros países durante periodos más o menos prolongados de tiempo; en ocasiones, ambas circunstancias han coincidido en el tiempo. Por último, la consolidación de entornos laborales digitales que ha caracterizado a esta generación, unida al desarrollo de herramientas virtuales, ha posibilitado igualmente una mayor capacidad para la multitarea, lo cual la convierte en socialmente proactiva y laboralmente competente, a lo que se suma la amplitud de miras y la buena disposición a la colaboración previamente reseñadas (Schunk & Zimmerman, 2012).

Dejando de lado las definiciones académicas, personalmente he barajado siempre dos criterios complementarios entre sí, y alternativos al que se ha expuesto, para proceder a un auto diagnóstico y definir si uno mismo es millennial o no. El primero de dichos criterios está bastante asociado al mundo de la tecnología audiovisual, precisamente, y es el siguiente: si una persona oye las palabras “walkman”, “minicadena”, “reproductor de CD”, “reproductor de MP3” y “reproductor de MP4”, y al escucharlas las identifica como herramientas que ha manejado a lo largo de su infancia y adolescencia, con plena conciencia de su uso, es un millennial. El segundo criterio resulta un poco más jocoso, aplica al terreno futbolístico español y nuevamente parte de una experiencia muy personal: si te hiciste aficionado del Atleti porque era un equipo grande que peleaba siempre la Liga y la Copa al Madrid y al Barça, viviste su descenso de categoría como un drama personal, pero asististe a su ascenso y renacer hasta volver a

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verlo como un equipo grande ya en tu edad adulta, entonces eres un millennial.

3. UNA PREMISA: EL TRÁNSITO DE SIGLO COMO UN INCIERTO SALTO AL VACÍO

La caída del Muro de Berlín y el posterior desmoronamiento de la Unión Soviética, que desmenuzaré en detalle en el primer capítulo, parecían abrir un periodo de esperanza, alentada por el final de las tensiones bipolares y el aparentemente incontestable triunfo de la democracia liberal en el mundo (o, al menos, en el primer mundo y en la mayoría de los vestigios de la antigua URSS). Décadas de prolongada tensión, después de dos devastadoras guerras mundiales separadas por un hiato de apenas veinte años, abrían paso a un presente marcado por el entendimiento y por la relajación de las posiciones internacionales. No obstante, la realidad fue bastante más dura que ese horizonte idílico que parecía dibujarse ante los ojos de la población mundial, porque resultó mucho menos prometedora.

Para empezar, la conclusión de la Guerra Fría no estuvo exenta de reverberaciones y ecos del reparto del tablero mundial que se reprodujeron en territorios de compleja geopolítica, cuyo destino había sido siempre controvertido y habría pasado totalmente inadvertido en Occidente de no ser por un hecho capital: su condición de zona de tránsito entre Europa Oriental y Europa Occidental. Me refiero, como se podrá deducir, a la Guerra de los Balcanes, que puede concebirse como un triste epílogo de un periodo de tensiones mal resueltas, cuyo resultado no fue otro que el sacrificio de miles de inocentes en aras de la religión y el nacionalismo exacerbados, mientras realidades nacionales emergentes y de aspiraciones dominadoras como la serbia, la albana o la bosnia, pugnaban por hacer valer sus pretendidos derechos históricos sobre lo que eran realmente las ruinas de la Yugoslavia del mariscal Tito. En la medida en que la desaparición de la URSS no acarreó en absoluto la resolución de tales focos de conflicto, la década de los 90, concebida como decenio de transición entre ambos siglos, supuso una continuidad respecto al pasado más reciente, si bien los efectos de las tensiones permanecieron mucho más localizados en el espacio. Hasta el extremo de que en Occidente

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comenzó a generarse la conciencia de una geografía de la seguridad, según la cual tendíamos a identificar amplias regiones del Planeta como inseguras desde la comodidad de nuestro salón de estar, adscribiendo la seguridad únicamente al mundo y al modo de vida que nosotros conocíamos.

En el terreno político, los 90 debían haber traído, como se apuntaba previamente, la consolidación de la democracia liberal, entendida como régimen político vencedor de la pugna con el totalitarismo comunista representado por la URSS y sus estados satélite, y como único sistema capaz de conciliar unas ciertas cotas de igualdad con, por encima de todo, la garantía de las libertades individuales y el derecho a la propiedad. Como en el caso anterior, la supuesta nueva ola de esperanza no fue sino un simple espejismo, por dos motivos esenciales. Primeramente porque el comunismo, tal y como lo habían interpretado los líderes soviéticos y sus imitadores por doquier, lejos de caer, seguía vivo y representado en países no tan recónditos como la Cuba castrista, la China heredera de Mao, el Vietnam reunificado y triunfante frente a Estados Unidos, o en este caso así, la remota Corea del Norte. También en el segundo capítulo se reflexionará sobre la medida en que los así llamados regímenes comunistas representan verdaderamente el legado del pensamiento marxista; dejando de momento el debate conceptual de lado, ha de admitirse que los ejemplos citados, junto a otros en todo el globo, dicen encarnar valores de resistencia frente a la élite tradicional y dominante, y de unidad popular en el frente revolucionario que haya de implantar la justicia redistributiva en todo el orbe (aunque haya que comenzar por cada caso nacional concreto, procediendo poco a poco).

En segundo lugar, los países en los que la democracia es un hecho, en la medida en que existe un gobierno elegido cada cierto tiempo por los ciudadanos mediante elecciones libres, con una declaración básica de derechos y deberes de los individuos recogida en un texto constitucional, tampoco han acabado de encarnar los valores atribuidos a la democracia desde el punto de vista teórico. Esta afirmación nos lleva a preguntarnos por los motivos para que la democracia no haya podido consolidarse en sentido pleno ni siquiera en los países que pueden considerarse, sin miedo a errar, como ejemplos reales de un sistema democrático consolidado, tales como Estados Unidos, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, o la propia España. La respuesta

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parece sencilla: desde la crisis del petróleo de los años 70 del siglo pasado, en un contexto de preponderancia absoluta del modelo neoliberal, representado por Margaret Thatcher en Gran Bretaña y Ronald Reagan en Estados Unidos, se instauró la convicción de que allí donde la bancarrota amenace la solvencia externa de un país concreto, o allí donde la necesidad de reconstrucción mueva a buscar necesariamente fondos en el exterior, ha de priorizarse la restauración económica sobre los derechos de la ciudadanía.

Dicho de otro modo, tanto en la ya citada crisis del petróleo, como en sus ecos de los años 90, o el cataclismo global de 2008, las democracias liberales han sucumbido en masa a las exigencias de los mercados para garantizar la recuperación económica del país en cuestión. Asumiendo en la mayoría de los casos que media mucha distancia entre la urgencia de proporcionar indicadores macroeconómicos viables, que ofrezcan confianza a los inversores externos y a los prestamistas de fondos internacionales, y la realidad microeconómica del día a día de los hogares de los ciudadanos, todos los gobiernos han convenido en que los primeros han de prevalecer sobre los segundos. De modo que si hay que acceder al recorte de los salarios, a la precarización de las condiciones laborales y a la subida de los impuestos para que el país muestre mayor viabilidad a los observadores externos, se procede a ello. Se convendrá en concluir que el resultado no es otro que la estrechez económica de las familias, que obliga a auténticas piruetas laborales y temporales para salir adelante mes a mes. Sin embargo, bajo la bandera del mal llamado «bien común», tales medidas se aceptan por la población asumiendo que no queda otro remedio, en una actitud cuya explicación conduce al siguiente motivo por el que el despertar de la Guerra Fría fue aún más desolador.

Una transformación sin par experimentada por la generación que yo represento es, como se ha señalado en anteriores epígrafes, el tremendo desarrollo de los medios de comunicación y de las tecnologías de la información, hasta el extremo de la hipertrofia gruesa por exceso. Recurriendo una vez más al método confesional (esto es, a hablar desde mi propia experiencia), que tan frecuente será en las siguientes páginas, durante nuestra niñez nos acostumbramos a crecer en hogares en los que, con suerte, había un aparato de radio o transistor, reverenciado por nuestros padres y madres como el animal tradicional de compañía en las décadas de la oscuridad dictatorial, y

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un aparato de televisión. En lo tocante a este último, más allá de «la 1» y «la 2», a las que en mi caso se sumó poco después Canal Sur, las posibilidades eran nulas. Eran los 80 y los primeros 90 unos años en los que radio y televisión, sobre todo esta última conforme ganaba terreno a aquella, se concebían como herramientas de entretenimiento y de difusión cultural. A los informativos de la mañana, la tarde y la noche seguían programas de entrevistas, debates culturales, concursos de variedades y un amplio abanico de películas y series clásicas inspiradas, en la mayor parte de los casos, en clásicos también de la literatura universal. Cuando no había nada interesante que ofrecer, simplemente la programación se interrumpía y las pantallas quedaban ocupadas por la «carta de ajuste».

El año 1992 trajo en mi casa dos novedades: una de ellas se llama Alberto, mi hermano pequeño. Cuando escribo este libro está próximo a cumplir 30 años y fue, sin duda, el evento más maravilloso de nuestros días; la otra fue la irrupción de las cadenas privadas. Una buena noche los vecinos comenzaron a llamarse los unos a los otros para anunciar que ya sí, ya se podía sintonizar «el resto de canales» en nuestros aparatos particulares. Así se abrieron nuestros ojos a «Antena 3» y «Tele 5», a las que a finales de la década de los 90 se sumaría «Canal 2 Andalucía», inaugurado en 1998, con ocasión del bicentenario del nacimiento de Federico García Lorca. Todavía entonces la programación respetaba los cánones propios de los canales tradicionales, aunque de vez en cuando se atisbaban «Las Mamachicho» en los estudios del canal regentado por Paolo Vasile. Pero ya los años de entre siglos marcaron un punto de cesura con la aparición de un gran fenómeno: Gran Hermano.

El programa citado, que ha vivido constantes reediciones focalizadas en diferentes áreas de expertise (famosos, VIPs, anónimos…), y ha sido objeto de imitaciones en diferentes contextos y formatos (La Isla de los Famosos, La Isla de las Tentaciones…) supuso, a mi modo de entender, el pistoletazo de salida de ese fenómeno que se ha dado en llamar «telebasura», y que se asocia al mundo de los reality shows. Podrá argumentarse que tal mérito corresponde a Xavier Sardá y su Crónicas Marcianas, pero quienes recordamos aquellos años vemos este programa como una excepción freak en un panorama global que todavía era civilizado. En cualquier caso, retomando el argumento central, la telerrealidad ha significado el auge de otro fenómeno de no

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menor relevancia: la mal llamada «tiranía de las audiencias». El término en sí es una falacia absoluta con la cual los dueños de las grandes compañías multimedia pretenden eximirse de responsabilidad ante las consecuencias de sus actos. Cuando se les recrimina dar cabida a un tipo preponderante de programa que prestigia la discusión, los malos modos, la vulgaridad y la cochambre, su respuesta siempre es: «damos a la gente lo que la gente quiere».

Presento mis excusas por adelantado a quien se pueda ofender por lo que voy a exponer, pero tal justificación es, insisto, falaz. No falsa, sino falaz: embustera desde la conciencia absoluta de serlo. Porque la decisión última sobre lo que se incluye en una parrilla televisiva corresponde a los consejos de dirección, que fijan la línea editorial. Ergo, queridos propietarios de canales de televisión, siento discrepar con ustedes, pero ustedes no dan a la gente lo que la gente quiere en absoluto. Dan lo que les interesa dar. ¿De dónde parte ese interés? Como pesimista natural que soy me resisto a creer que todo sea producto de la casualidad, del mismo modo que quiero rehuir las explicaciones simplistas. Por ello, atisbo una concatenación de factores conducentes a la realidad televisiva que atisbamos:

De un lado, las cadenas privadas, y últimamente también las públicas, son perfectamente conscientes de su condición de competidoras mutuas. La supervivencia de cada canal depende de su cuota de audiencia, que solo consigue sobreponerse a la de los canales rivales si ofrece un producto más atractivo que ellos. Así pues, la calidad del contenido pasa a un segundo plano en beneficio del impacto, al precio que sea. Ello no quiere decir que ciertamente la audiencia ejerza su tiranía sobre editores y creadores de contenido: antes bien, significa que nutridos equipos expertos en estudios de mercado analizan el comportamiento de la audiencia para explotar los formatos más exitosos. La audiencia consumiría otro tipo de producto si se le ofreciera, porque en el fondo no se pregunta qué da la televisión antes de prenderla: simplemente se sienta delante y hace zapping, buscando un clavo ardiendo al que agarrarse para desconectar y huir de la rutina diaria.

De otro lado, puesto que con anterioridad he sostenido la prevalencia de los intereses económicos sobre la salvaguarda política de la integridad de los ciudadanos, en pro de un supuesto «bien común»,

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