JUAN VÁZQUEZ DE MELLA Y FANJUL
La renovación del tradicionalismo español
FERNANDA LLERGO BAY
tirant humanidades
Kratos. Política, ética y humanismo
La renovación del tradicionalismo español
FERNANDA LLERGO BAY
tirant humanidades
Kratos. Política, ética y humanismo
La renovación del tradicionalismo español
Manuel Asensi Pérez
Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada Universitat de València
Ramón Cotarelo
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia
Mª Teresa Echenique Elizondo
Catedrática de Lengua Española Universitat de València
Juan Manuel Fernández Soria
Catedrático de Teoría e Historia de la Educación Universitat de València
Pablo Oñate Rubalcaba
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración Universitat de València
Joan Romero
Catedrático de Geografía Humana Universitat de València
Juan José Tamayo
Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Universidad Carlos III de Madrid
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FERNANDA LLERGO BAY
tirant humanidades
Ciudad de México, 2023
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Fe, naturaleza y articulación social, frente a la tiranía moderna
Dr. Rafael Alvira DomínguezEsta obra de la doctora Fernanda Llergo es un excelente estudio histórico de una figura tan interesante como poco conocida. Las razones de esta marginación son las mismas que le convierten ahora en un autor de gran interés. La seriedad y profundidad con las que se enfrenta al entramado político moderno hacen que nos podamos fijar en él, en un momento histórico en el que ya solo quienes viven de intereses y visión muy cortas se empeñan en mantener, como si tuviera vida eterna, un sistema y un conjunto de ideas que están —y estuvieron desde su introducción revolucionaria— fuera de lugar.
Apostrofar a algo como «fuera de lugar», en el lenguaje coloquial, es calificarlo como equivocado, con una existencia aparente, pero imposible en sí misma, porque precisamente no tiene «mismidad». Si bien la famosa tesis del «padre de la Metafísica» —Parménides de Elea— pide muchos matices, hay en ella un fondo indudable: si algo no es, no tiene verdad, es apariencia, y esta es su «lugar». También, por tanto, y «a pesar de Parménides», la apariencia «es», «existe», solo que, al no ser verdadero su lugar, pasa a depender de las volubles decisiones de cada sujeto individual.
Cada uno coloca la realidad —en este caso, la política— en el lugar que le interesa, y si cambia de intereses, hace lo mismo con ella. Es lo que en la Grecia clásica se llamó la Sofística, que ha reaparecido en los últimos siglos Ilustrados. La Sofística tuvo dos presentaciones, una moderada y otra radical. La primera sostenía que somos libres de todo —no hay una «verdadera realidad» que se nos imponga— menos de las «leyes de la razón». Es racionalista y políticamente, constitucionalista. La segunda iba más lejos, y afirmaba: si soy libre, y si no hay «realidad externa» que se me imponga, ¿por qué he de
Rafael Alvira Domínguezobedecer a una Razón que es mía? Se trata de la variante voluntarista y políticamente anarquista o radical-liberal.
De hecho, la Ilustración moderna rinde culto primero a la Razón Política —llena de espíritu matemático—, pero luego ha de hacer un continuo esfuerzo para evitar el paso a las posiciones voluntaristas. El —en este punto— matematicismo racional puro de un gran padre de la democracia, —J.J. Rousseau—, según el cual podríamos todos ser plenamente libres e iguales, lo que le lleva incluso a condenar los partidos políticos, se manifiesta como mera imaginación.
Así pues, la forma moderada racional de la democracia se muestra como mera «apariencia», o, dicho de otro modo, la Razón Ilustrada no es —al revés que en Parménides— homogénea con el «ser», y se muestra como pura apariencia imposible de traducir a realidad. La democracia pudo entonces reflexionar más a fondo sobre sus principios, pero, en lugar de hacerlo, buscó una solución de «tapadera», rápida y «de compromiso». Eso fue el «invento» de Sièyes: la llamada «democracia representativa» de partidos. Ella parece ser todavía moderada y racional, pero está lejos de serlo.
En efecto, si, a pesar de la imposibilidad de una democracia pura, se sigue empeñado en que todos somos, en la esfera política, plenamente libres e iguales —otra cosa es en cuanto seres humanos— hay que aceptar una nueva apariencia, a saber, la ficción del «pueblo soberano», «maravilla» conceptual y lingüística, en la que no se sabe quien es el pueblo —en medio de los odios partidistas— y se desconoce que la soberanía no es de este mundo, aparte de que si solo existiera un pueblo de iguales, la soberanía carecería de sentido.
El carácter meramente aparente tanto de la plena libertad/igualdad como del correspondiente «pueblo soberano» abre el paso a otra nueva apariencia: el Estado. Él es el «desdoblamiento» del pueblo soberano, que ha de aceptar —muy de mala gana— que para convertir las ideas en vida práctica real y concreta, ha de organizarse, siendo así que, sin embargo, la idea de organización es extraña a un pueblo de libres e iguales. En las tesis de compromiso se dice que en unas
cosas eres dependiente —organizado— y en otras no, y que queda un ámbito en el que se respeta a todos libertad e igualdad.
Eso fue lo que se pensó tras la irrupción de la democracia representativa, y para preservar lo fundamental se hablaba, por ejemplo, de «igualdad ciudadana», «libertades políticas» o «servicio público», una expresión esta última que ha comenzado a usarse cada vez menos, por su imposibilidad: se sirve a alguien. Con todo, es interesante desde el punto de vista del Estado.
Como señala Hegel, el Estado es el «Dios objetivo», pues por un lado y en cuanto tal, es imperceptible para los sentidos, pero, por otro, tiene todo el poder soberano. Por ello, el problema para la democracia representativa es cómo organizamos el Estado, ya que, una vez más, se nos presenta la apariencia, que persigue mortalmente al sistema: ¿el Estado nos organiza, o lo organizamos nosotros? Dado que un «Dios objetivo» en sociedad es una nueva ficción, el Estado ha de ser organizado por unos pocos —el pueblo entero, supuesto que exista, no sabe ni puede hacerlo— y «vendido» a la «opinión pública» —otra apariencia democrática— por otros pocos. Entre paréntesis, repito que llamo aquí en todo momento «apariencia» no a algo inexistente, sino a algo que no existe según su propio concepto. La opinión nunca es pública, sino que se ofrece al público, y su finalidad principal hoy no es dialogar, sino subyugar. Los medios no informan, sino que crean opinión.
Al final, esta serie de despropósitos conduce a lo que vemos: lo que hay es una lucha continua por el poder del Estado, primero para organizarlo y luego para controlarlo. Y eso es voluntarismo, porque tanto lo uno como lo otro, depende de una decisión que no puede convertirse en plenamente racional, dada la variedad de personas, circunstancias y cambios continuos, tanto de las libertades individuales como del tiempo. Una legitimación democrática pura será siempre kelseniana —o sea— aparente, antes que schmittiana. Y solo hay tres formas principales de Estado democrático: si manda la libertad —por tanto, los poderosos— se pide el Estado mínimo liberal; si triunfa la igualdad —por tanto, los demagogos— se pide el Estado
máximo, totalitario; si triunfa un equilibrio, en caso de que la clase media sea muy rica tenemos los antiguos USA, y si es menos rica, el «Estado Providencia» europeo.
El equilibrio parece sin duda la mejor fórmula, la única que, en principio, puede funcionar de modo razonable, como ya señaló Aristóteles hace 2.400 años. Con todo, y como se ha demostrado cada vez más estos últimos años, mantiene, e incluso agudizado, un problema característico de la democracia: el desinterés, derivado en este caso, no solo del individualismo de su entendimiento de la libertad y la igualdad, sino de la vida placentera privada. Una sociedad donde la tasa de nacimientos no llega a la mitad de lo imprescindible, y en la que, por el contrario, es enorme la cantidad de divorcios, abortos, maltrato moral de los niños, mutación del magisterio y la educación en enseñanza de meras técnicas de manejo, soledad de los ancianos, arrinconamiento de la religión, etc., es una sociedad —por más que se quiera ocultar— triste, además de abocada a su desaparición. Es esto lo que vieron inmediatamente los grandes pensadores contrarrevolucionarios, que fueron seguidos por los mejores —aunque no muy conocidos— estudiosos políticos de los últimos siglos. Es difícil citarlos hoy, pues vivimos cada vez más bajo un totalitarismo larvado, pero es —a mi modo de ver— de los que hace falta aprender, no para repetirlos, sino como inspiración en orden a salvar una sociedad que se nos muere en las manos. Cada uno a su modo diferente, E. Burke, L. de Bonald, J. de Maistre, el «último» A. de Tocqueville, Adam Müller, F.C. von Savigny, Donoso Cortés, R. Kirk, E. Voegelin, etcétera, pusieron el dedo en la llaga. Y, junto a ellos, un español, ahora un tanto olvidado pero extraordinario, que la doctora Llergo ha sabido rescatar: Juan Vázquez de Mella.
¿Cuáles son los puntos en los que coinciden la mayor parte de los autores citados? No es difícil ver que se encuentran en lo que el pensamiento clásico-tradicional llamaba el área de la prudencia política. Ella no es una ideología prefabricada que se quiere aplicar, sino que toma en cuenta y armoniza de forma adecuada los conceptos universales y la realidad particular, el objeto, el sujeto y la circunstancia, la
base teórica y el saber práctico. Es imposible que una sociedad esté bien organizada, y bien gobernada, si no responde a criterios sólidos de prudencia política. ¿Qué criterios?
El ser humano es una unidad de lo espiritual, lo psicológico y lo físico; pero también somos seres con una relación especial entre pasado, futuro y presente; además, seres que viven en un continuo juego entre lo constante, lo cambiante y lo perfectible. Al respecto, lo que caracteriza a estos pensadores es que —a diferencia de los modernos— respetan todas estas realidades como algo dado, que podemos perfeccionar, pero no suprimir y, mucho menos, ignorar.
Dejar de lado el fondo espiritual, la forma psicológica y física, y el variable entramado de todo ello, que es la cultura, supone chocar de plano con la realidad humana. Es fundamental tomarlo en cuenta, y de ahí el interés por la identidad de las sociedades, que hoy se quiere abandonar en nombre del matematicismo de la racionalidad democrática. Además, espíritu, psique y biología tienen cada una su espacio y tiempo propios. Hay un espacio y un tiempo espirituales, psíquicos y «biológicos», y es de gran importancia política tenerlo en cuenta.
Desconocer el «tiempo» y el espacio adecuado en el que ha de encuadrarse lo espiritual, lo psíquico y lo «biológico» y la unidad de ellos, es condenarse al desorden y al mal gobierno. Pensar democráticamente que la inspiración e iniciativa de una libertad total es capaz de organizar la persona y la sociedad, es vivir en la pura imaginación, o en la mera abstracción.
La realidad se nos ofrece como una multiplicidad unificada ya dada. No podemos percibir sensiblemente, pensar ni querer, sin aceptarla de ese modo, aunque descubrimos que a veces caemos en el error. Gracias a esta experiencia, tan profunda, comprendemos que hemos de coordinar nuestra vida con la perfección de la realidad, o bien contribuir a perfeccionarla en los casos anómalos; y también podemos intentar construir algo nuevo, pero lo hacemos siempre desde unos condicionamientos: la inspiración de lo dado —es la tesis
aristotélica de que la técnica copia a la Naturaleza— y los límites que lo dado me permitan.
Esta tesis tan bonita, y tan verdadera, de novedad es la que usan los mejores pensadores tradicionalistas, como Mella, y es muy superior a su contraria, a saber, el concepto moderno de progreso, que minimiza e incluso pretende al final suprimir esos condicionamientos, desde la imaginación de una libertad puramente «creativa». El ser humano, si respeta y agradece lo recibido, puede generar instrumentos nuevos, pero no puede hacerlo en el plano de la Naturaleza básica, sobre todo, la propia. Podemos conocernos mejor, pero no inventarnos.
De ahí que, si la idea moderna de progreso es conceptualmente «humo», eso se note especialmente en lo referente a la persona y su organización social, a la Antropología Filosófica y a la Filosofía Política. No se puede ni organizar ni gobernar una sociedad sin tener en cuenta lo dado, a saber, en este caso, el «pasado» transcendental e histórico. Por pasado «transcendental» entiendo la ética y la religión. Ningún ser humano puede vivir sin criterios —no podría juzgar— ni falto de fe —el ateísmo, por ejemplo, es una fe, porque no se puede demostrar—. El problema, al respecto, del concepto moderno de progreso, es que engendra una fe con un objeto meramente imaginario, y una ética sin criterio sólido alguno: el futuro imaginario no da criterios.
Vázquez de Mella, en la línea de los autores citados, comprendió muy bien el tema. De ahí todo su planteamiento. Hay que tomar muy en serio la Ética y la fe, pues son clave en la vida humana. Tanto más viva y buena es la Ética y la fe de una persona y de una sociedad, tanto mejor es. El intento moderno de sustituir la Ética por meras leyes o técnicas ha sido, como vemos hoy, un fracaso espectacular. Pero mayor aún es el de haber enviado la fe —la religión— a la mera vida privada, lo que es imposible.
Ya J.J. Rousseau se dio cuenta: la democracia necesita una «religión civil del Estado». Sin embargo, una religión solo privada, no puede competir con una de toda la sociedad, y lo vemos hoy: cada vez más para las personas cristianas —sobre todo católicas— la situación
política va siendo más incómoda. O, lo mismo al revés, no resulta fácil vivir en una sociedad islámica sin ser musulmán. Mella no se deja engañar: quien quiere mandar tu religión a lo privado, al final no hará otra cosa que intentar imponer su religión a todos. De ahí que él aspire a consolidar la religión católica como bien político, pues, además, ella es la única que alberga comprensión por los diferentes: fe sin fanatismo.
Otro punto básico es el institucional. Las instituciones juegan en sociedad, el mismo papel que las virtudes en la vida personal. Estas abren luz, enriquecen interiormente, dan consistencia y, por tanto, fiabilidad, junto a facilitar la rapidez de acción. Pero todo eso ha de surgir y cristalizar en y desde lo dado y la vida: no puede ser un esquema elaborado por un grupo de «expertos». Familia, municipio, magisterio, regiones, etc. son la clave. Y las instituciones —como las virtudes— son varias, pero funcionan con perfección solo en la armonía entre ellas, para la cual piensa Mella que, tanto la Iglesia Católica como la monarquía, juegan un papel relevante. Como decía el maestro Álvaro d’Ors, la república es la forma política de una sociedad de individuos; la monarquía, de familias. Un tema interesante, aunque imposible de tratar aquí.
Qué pide Mella: primero respetemos, pero luego potenciemos las instituciones legítimas que ya existen, y procuremos armonizarlas y ponerlas todas juntas al servicio de un bien común, que es común no solo porque busca el bien de todos, sino porque entiende que el respeto a la diversidad pertenece a ese bien. Se trata de una idea básica en su pensamiento, y de ahí su preocupación por los que han quedado en mala situación, «fuera de lugar social», «fuera de las instituciones». Lo cual no es socialismo, sino «sociedalismo»: no hay que protestar para luego engendrar un mero y pobre «colectivo social», sino que hay que generar —positivamente— sociedad. Por eso es un adelantado de la «Doctrina Social» de la Iglesia.
Fernanda Llergo ha tenido la inteligencia, la honradez y la valentía de escribir una obra muy seria, muy bien construida y escrita, sobre un autor que quizás estaba lejos de sus planteamientos. Si los
principios y las estructuras hoy vigentes en el mundo, sobre todo occidental, han pasado a ser objeto de fe —al convertir en religión el fundamento del sistema político—, ella se ha dado cuenta que es profundamente humano pensar la fe, tanto si tienes una profunda, como —y es lo que hoy sucede— si es tan superficial, tan aparente.
No hay orden político posible, ni buen gobierno, sin una cierta fe común y verdadera, sin el respeto a la Naturaleza y a lo mejor de la historia heredada, ni sin una articulación política que sea vital, y que, por ello, se construya de «abajo a arriba», y no desde despachos y lugares ocultos. Mella lo supo ver. Fernanda Llergo lo ha sabido redescubrir de modo brillante y por eso su libro no es solo un excelente trabajo historiográfico, sino una invitación a pensar en profundidad los fundamentos de la política y del gobierno.