

JUSTICIA Y NUEVA CONSTITUCIÓN
COMITÉ
CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH
María José Añón Roig
Catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia
Ana Cañizares Laso
Catedrática de Derecho Civil de la Universidad de Málaga
Jorge A. Cerdio Herrán
Catedrático de Teoría y Filosofía de Derecho.
Instituto Tecnológico Autónomo de México
José Ramón Cossío Díaz
Ministro en retiro de la Suprema
Corte de Justicia de la Nación y miembro de El Colegio Nacional
María Luisa Cuerda Arnau
Catedrática de Derecho Penal de la Universidad Jaume I de Castellón
Carmen Domínguez Hidalgo
Catedrática de Derecho Civil de la Pontificia Universidad Católica de Chile
Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot
Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
Owen Fiss
Catedrático emérito de Teoría del Derecho de la Universidad de Yale (EEUU)
José Antonio García-Cruces González
Catedrático de Derecho Mercantil de la UNED
José Luis González Cussac
Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Valencia
Luis López Guerra
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid
Ángel M. López y López
Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla
Marta Lorente Sariñena
Catedrática de Historia del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid
Javier de Lucas Martín
Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia
Víctor Moreno Catena
Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Carlos III de Madrid
Francisco Muñoz Conde
Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
Angelika Nussberger
Catedrática de Derecho Constitucional e Internacional en la Universidad de Colonia (Alemania)
Miembro de la Comisión de Venecia
Héctor Olasolo Alonso
Catedrático de Derecho Internacional de la Universidad del Rosario (Colombia) y Presidente del Instituto Ibero-Americano de La Haya (Holanda)
Luciano Parejo Alfonso
Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III de Madrid
Consuelo Ramón Chornet
Catedrática de Derecho Internacional
Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Valencia
Tomás Sala Franco
Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Valencia
Ignacio Sancho Gargallo
Magistrado de la Sala Primera (Civil)
del Tribunal Supremo de España
Elisa Speckmann Guerra
Directora del Instituto de Investigaciones
Históricas de la UNAM
Ruth Zimmerling
Catedrática de Ciencia Política de la Universidad de Mainz (Alemania)
Fueron miembros de este Comité:
Emilio Beltrán Sánchez, Rosario Valpuesta Fernández y Tomás S. Vives Antón
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JUSTICIA Y NUEVA CONSTITUCIÓN

ANTONIO BASCUÑÁN RODRÍGUEZ
RODRIGO P. CORREA G.
GUILLERMO JIMÉNEZ
SAMUEL TSCHORNE
RICARDO LILLO
CARLOS CORREA ROBLES
Autores
tirant lo blanch
Valencia, 2023
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PRESENTACIÓN
La administración de justicia no figuró entre las principales demandas que desembocaron en los procesos constitucionales iniciados bajo los segundos gobiernos de la Presidenta Bachelet y del Presidente Piñera. El constitucionalismo occidental, sin embargo, siempre ha considerado que la constitución debe regular las bases fundamentales de la organización y actividad judiciales. No es por ello de extrañar que las constituciones chilenas reflejen esta convicción, regulando en ocasiones incluso más allá de lo aconsejable. Tampoco sorprende que el proyecto de nueva constitución enviado al Congreso Nacional por la Presidenta Bachelet contuviera un capítulo dedicado a “La Jurisdicción” que, no obstante su epígrafe, esencialmente reproducía las reglas de la actual constitución. Tampoco fue de extrañar que la Convención Constitucional 2021-2022 creara una comisión dedicada, entre otras materias, a los “sistemas de justicia”. A diferencia de lo ocurrido con el proyecto Bachelet, esta comisión propuso reglas muy distintas de las vigentes, algunas de las cuales parecen haber contribuido significativamente al rechazo del proyecto de nueva Constitución.
Estas propuestas de regulación constitucional de la judicatura reflejan una dificultad característica de la reforma judicial. Podría llamarse un problema de distancia. Para la ciudadanía, los tribunales aparecen lejanos. Son parte de un mundo dominado por una profesión que se le presenta como arcana y con la que el ciudadano medio espera no tener que interactuar. Quizás la ciudadanía mira ese mundo con desconfianza —así al menos lo indican las encuestas de opinión— pero eso no significa que tenga una opinión formada sobre las reformas que deberían introducírsele. Por el contrario, la judicatura es el mundo en que jueces y abogados se desempeñan cotidianamente y del cual dependen profesionalmente. Su interés personal determina que para ellos este mundo esté demasiado cerca, distorsionando sus juicios sobre sus defectos, virtudes, y posibles reformas.
La judicatura es demasiado importante para dejarla entregada al azar o al equilibrio de los intereses particulares comprometidos. De su adecuada organización depende la sujeción del poder al derecho y la existencia de una administración de justicia accesible, oportuna y eficaz. Las contribuciones de este volumen intentan situarse en la distancia adecuada y, desde allí, criticar tanto la regulación constitucional actual como aquellas propuestas en los dos proyectos de nueva constitución de los últimos años, para terminar con propuestas de reglas para una nueva constitución. La universidad tiene una posición privilegiada para ello: sus profesores examinan los sistemas jurídicos chileno y comparados con atención. Por otra parte, la universidad provee un espacio de libertad. Sus profesores responden a variadas concepciones del mundo. Por eso, las propuestas que se avanzan en este volumen no son necesariamente consistentes entre sí ni representan la posición oficial de la universidad. La universidad comprometida con el debate público nacional, pone a disposición estas propuestas con las que espera ayudar al éxito del proceso constitucional chileno.
La Facultad de Derecho de la Universidad Adolfo Ibáñez agradece la generosa contribución del National Endowment for Democracy, sin la cual la publicación de esta obra no habría sido posible.
EL PODER JUDICIAL EN LA CONSTITUCIÓN
ANTONIO BASCUÑÁN RODRÍGUEZ RODRIGO P. CORREA G.
“Llama la atención el laconismo con que nuestra Carta trata del Poder Judicial, pues él hace contraste con la minuciosidad que ha empleado al organizar el Poder Lejislativo i el Ejecutivo. […] La experiencia ha demostrado que la Constitución obró bien al proceder como lo hizo.”
Jorge Huneeus Zegers, La Constitución ante el Congreso (1880) II-235
CONSIDERACIONES GENERALES
Como es bien sabido, la parquedad con que la Constitución de 1833 reguló la Administración de Justicia se remonta a la Constitución de 1828 y se explica históricamente por el propósito de no obstaculizar para el futuro la reforma legal de la organización de los tribunales y los procedimientos judiciales heredados de la monarquía española. Aunque esa necesidad ya había sido satisfecha, la Constitución de 1925 mantuvo la parquedad de sus antecesoras.
A partir de la Constitución de 1980 la evolución de la regulación constitucional de la judicatura siguió una línea moderadamente incremental, expresada en las leyes de reforma constitucional 18.825 (1989), 19.519 (1997), 19.541 (1997), 19.597 (1999),
20.050 (2005) y 20.045 (2008). Ese incremento fue mantenido por el Proyecto de Ley de Reforma Constitucional de la Presidente Bachelet (Boletín 11.617-07: “PLRC-2018”, arts. 77-83). La propuesta de una nueva constitución elaborada por la Convención Constitucional el año 2022 (“PNC-2022”) llevó esa línea incremental al paroxismo, regulando tanto la organización de los tribunales (“Sistemas de Justicia”: arts. 307-341) como su gobierno por un nuevo órgano de carácter no jurisdiccional (“Consejo de la Justicia”: arts. 342-349).
La lección del siglo XIX a la que alude la cita de Jorge Huneeus sigue vigente. La regulación de la organización y atribuciones de los tribunales de justicia y de los procedimientos judiciales es una materia de competencia eminente del legislador. Naturalmente, la introducción de una reforma drástica requiere un nuevo grupo de reglas en la constitución. No obstante, si tal reforma goza de esa aceptación generalizada que se supone que caracteriza a una constitución, entonces sólo se requiere que su diseño básico tenga rango constitucional y eventualmente un mínimo de regulación transitoria de rango legal. Lo que debe evitarse en todo caso es la tendencia constatable a partir de 1980 de elevar al nivel constitucional las reglas que la codificación del siglo XIX hizo obvias para la cultura jurídica chilena. La idea de que lo que la historia ha hecho legalmente obvio tiene que ser recogido por la constitución es una patología del constitucionalismo. Lo legalmente obvio tiene por destinatario al juez, no al legislador. Tratándose de tribunales y procedimientos judiciales, la deliberación democrática no tiene por qué auto inhibirse por completo respecto de posibles diseños institucionales futuros alternativos a la tradición. Por ejemplo, la instancia final de adjudicación no tiene por qué subordinarse al principio de inexcusabilidad en todas las cuestiones de su competencia. La introducción de la admisión discrecional por ese tribunal supremo, al modo del certiorari estadounidense, puede ser la solución adecuada al problema de la sobrecarga litigiosa. Del mismo modo, un jurado íntegramente formado por legos es un tribunal que no puede ser obligado a fundamentar su veredicto al modo del juez letrado. El deber de fundamentación de las sentencias es un principio esencial de la codificación, no del orden constitucional.
SEPARACIÓN DE PODERES Y PODER DE JUZGAR
Desde la constitución de los Estados Unidos de Norteamérica de 1787 resulta una obviedad para el derecho occidental que el principio de separación de poderes es un imperativo constitucional y que su consagración requiere asegurar en la constitución tres condiciones institucionales básicas: la exclusividad del poder de juzgar, la independencia del juez y la sujeción del juez a la ley.
La exclusividad del poder de juzgar significa que ni el poder ejecutivo ni el poder legislativo pueden ejercerlo. Eso se extiende a todo otro órgano estatal que no sea un tribunal. Esta prohibición es directa y categórica tratándose de la aplicación de las leyes penales. Tratándose de la aplicación de otra clase de leyes la configuración del ámbito reservado a la judicatura se encuentra abierta a la contribución del legislador. La independencia del juez es garantizada mediante su inamovilidad o designación quam diu se bene gesserit, es decir, la seguridad de su permanencia en el cargo remunerado salvo por el transcurso del eventual plazo de duración o por incurrir en causales de destitución legalmente previstas.
La sujeción del juez a la ley solo se puede garantizar negativamente en la constitución, como declaración de su independencia respecto de la voluntad de los demás órganos estatales o fuerzas políticas. El desarrollo completo de ese imperativo requiere diseños institucionales procedimentales complejos, que han de quedar en manos del legislador y descansa en definitiva en el grado de vigencia que tenga en la cultura jurídica el respeto por el derecho constituido por los órganos del Estado, que en la tradición europea continental heredada por Latinoamérica son la legislación y la reglamentación. Esto último no puede ser obtenido directamente mediante el establecimiento de disposiciones constitucionales, pero sí puede verse erosionado por esas disposiciones, al menos en lo que respecta a dos órdenes de cosas: la aplicación directa por los tribunales del derecho internacional público, especialmente de la Convención Americana de Derechos Humanos, y la admisibilidad de la consideración de estándares morales, en ambos casos con preeminencia al derecho producido por los órganos del Estado.
Respecto de la primera cuestión, es sabido que a partir de 2006, precisamente en un caso que involucró al Estado de Chile (Almonacid Arellano et al v. Chile, §124), la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha afirmado que la convención exige ser aplicada directamente por los tribunales de los Estados parte con prioridad respecto de cualquier otra norma de derecho interno, lo que ella denomina “control de convencionalidad”. La PNC-2022 acogió esta idea de una manera tan radical (arts. 15-1, 307-1, 307-3, 311) como inconsistente. Porque concentrar el control de constitucionalidad de la ley y del reglamento en una corte constitucional, como ella lo hacía [arts. 377 y 383 letras a) a f)], no es consistente con autorizar (imponer) a todos los tribunales el ejercicio de ese control de convencionalidad. Esto demuestra que en rigor la tesis de la Corte descansa en dos argumentos infundados, por más extendida que se encuentre su aceptación.1 El primer argumento consiste en sostener que el art. 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos impone el control de convencionalidad a los Estados parte.2 Se puede conceder a la Corte que la Convención obliga a los Estados partes a contemplar en su derecho interno un procedimiento eficaz de protección de los derechos humanos frente a actos que los violen o amenacen violarlos. Pero eso no implica que dicho procedimiento deba tener el carácter de un control difuso de convencionalidad. Ninguna disposición de la Convención lo exige y ello tampoco se deduce de la atribución a la Convención de un rango jerárquico equivalente o superior a la constitución. Un orden jurídico moderno no es un mero sistema de normas de diferentes jerarquías (eso es un orden normativo ideal axiomáticamente racionalizado) sino también y principalmente un sistema de competencias y procedimientos. Los Estados son soberanos para decidir los
1 Ejemplar al respecto es la obra premiada por el Tribunal Constitucional el año 2015 de Constanza Núñez Donald, Control de Convencionalidad: Teoría y Aplicación en Chile, Cuadernos del Tribunal Constitucional N° 60, páginas 31 y siguientes.
2 “Art. 2. Deber de Adoptar Disposiciones de Derecho Interno Si el ejercicio de los derechos y libertades mencionados en el artículo 1 no estuviere ya garantizado por disposiciones legislativas o de otro carácter, los Estados Partes se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades.”
El poder judicial en la constitución
rasgos de ese sistema. Por tal razón, basta con que exista(n) alguna(s) competencia(s) y procedimiento(s) para hacer valer eficazmente la prioridad de las normas sobre derechos humanos para que su respeto se encuentre jurídicamente garantizado en los términos exigidos por la propia Convención. Este por lo demás es el único punto de vista consistente con el hecho de que la admisibilidad de una queja ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos requiera que se encuentren agotados los recursos de jurisdicción interna contra el acto o norma impugnados.3
El segundo argumento de la Corte consiste en sostener que la prohibición a los Estados de invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado, establecida en el art. 27 de la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados, implica que ninguna sentencia judicial puede válidamente poner al Estado en condición de incumplir un tratado. Pero la inoponibilidad de una norma de derecho interno en el nivel del derecho internacional no implica su invalidez como norma de derecho interno, ni la del acto que la aplica. Solo implica la consecuencia obvia de que ningún Estado puede auto exonerarse de cumplir sus obligaciones internacionales. Pertenece a la legítima prerrogativa de cada Estado decidir de qué manera el deber de cumplir con sus obligaciones internacionales produce efectos institucionales en su derecho interno.4 Eso pasa por decidir si el tratado es o no de aplicación directa y si
3 Arts. 46(1)(a) y 61(2) de la Convención-.
4 Esta razón demuestra la impropiedad de una regla como el art. 96-1 de la Constitución de España, recogida el año 2005 en el inciso quinto del art. 54-1 de la Constitución chilena vigente, que declara a los modos válidos de poner término a un tratado internacional conforme al derecho internacional como único procedimiento constitucionalmente válido de modificarlo o derogarlo. La regla es innecesaria para el derecho internacional, particularmente tratándose de Estados parte en la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados. Y es contraproducente en el plano interno, porque judicializa con efectos inciertos (¿nulidad de derecho público?) cualquier problema de incumplimiento de obligaciones convencionales internacionales. La mejor manera de asumir democráticamente y conforme al principio de separación de poderes las obligaciones internacionales del Estado es entendiendo que su cumplimiento es a la vez un deber jurídico en el plano internacional y primariamente un deber político en el plano interno. Contraer y cumplir obligaciones internacionales del Estado es un aspecto principal de la política de relaciones exteriores de cada gobierno.
velar por su observancia es competencia de todo tribunal o solo de algún tribunal en especial. En suma, existiendo un control concentrado de la constitucionalidad de la ley y de los actos del Estado, incluso si la convención internacional es de aplicación directa, el control de convencionalidad respectivo a lo sumo puede ser incorporado en ese sistema de control concentrado. Eso, claro, si es que la constitución aspira a ser coherente.
En lo que respecta ahora a la segunda cuestión señalada, esto es, la declaración constitucional de la admisibilidad de la consideración judicial de estándares morales con preeminencia respecto del derecho estatal, ella exige ser abordada en dos sentidos distintos.
En su sentido clásico parece bastante obvio que la sujeción del juez a la ley no obliga a incurrir en un absurdo desde el punto de vista de los principios y las valoraciones que fundamentan el derecho vigente. El imperativo de evitar el absurdo implica en casos extremos la prioridad de consideraciones morales arraigadas en el derecho. Cómo dar cuenta de la tensión que ello implica para el deber de sujeción a la ley no es asunto de la constitución sino de la teoría del derecho. Tampoco le incumbe a una constitución establecer una metodología de la aplicación de la ley para la evitación de esos absurdos, aparte de los procedimientos para el control de constitucionalidad (y convencionalidad) de la ley. Basta con una disposición como el art. 20-3 de la Ley Fundamental de la República Federal Alemana.5
En su sentido más reciente la cuestión se plantea como una transferencia directa a los tribunales de ciertos principios de política legislativa, ya sea derivados del derecho internacional público, principalmente del soft law, o asumidos como postulados de una moralidad política incontrovertible. Ese es un error profundo de diseño constitucional que debe ser evitado, si es que se quiere mantener la separación de poderes que define una democracia representativa. La distinción entre política y derecho, y la consecuencia de que el juez está subordinado al derecho pero no a la política, es esencial para la vigencia de ese principio. Las directrices de política legislativa tienen su función específica en el debate parlamentario durante el procedimiento
5 “La legislación está subordinada al orden constitucional, el poder ejecutivo y la judicatura están subordinados a la ley y al derecho”.
El poder judicial en la constitución
de formación de la ley. Su comprensión y asunción por los órganos más pluralmente representativos de la voluntad soberana es un elemento indispensable para su legitimación democrática. Por eso la ley no es un modo cualquiera de cumplir esas directrices, susceptible de ser revisado y reformulado por cualquier juez a la luz de ellas. La ley y el reglamento constituyen el derecho, el cual provee al tribunal de las razones relevantes para justificar su decisión.
III
MATERIAS A SER REGULADAS POR LA CONSTITUCIÓN
La tradición constitucional chilena ha considerado como materias de regulación constitucional relativas a la administración de justicia la mención de los tribunales que la integran, los requisitos para ser juez, la duración en el cargo, el modo de nombramiento, el modo de remoción, las atribuciones jurisdiccionales de la Corte Suprema y las atribuciones de gobierno de la misma Corte (su “superintendencia directiva, correccional y económica”). A eso se agrega reglas relativas a derechos o garantías de derechos relevantes en el ámbito judicial o de ejecución de las sentencias, la regulación de la justicia electoral, al menos mencionada desde 1833, y desde 1972 la regulación del Tribunal Constitucional.
Dados los términos de esta contribución, se excluye de ella a las reglas sobre derechos y garantías de las partes en juicio (con cargo a la regulación de los derechos fundamentales) y a la justicia electoral (con cargo a la regulación del régimen electoral). Una novedad de esta contribución es que propone fusionar en un mismo capítulo de la constitución la regulación de la administración ordinaria de justicia y de la justicia constitucional.
En nuestra opinión están dadas las condiciones para proceder a un ajuste importante del diseño institucional de la Corte Suprema y la justicia constitucional. El arraigo de la práctica de la Corte Suprema en salas especializadas y el descrédito que afecta al Tribunal Constitucional ofrecen la oportunidad para fusionar ambos órganos en uno solo, la nueva Corte Suprema, y redefinir las atribuciones de ésta con
cargo a la creación de al menos cuatro nuevas Cortes Superiores: la Corte Superior Civil, la Corte Superior Penal, la Corte Superior Administrativa y la Corte Superior Laboral y Previsional. A este nuevo diseño institucional se suma una nueva regulación de la acción de amparo constitucional.
En lo demás, lo que corresponde a la constitución es simplemente identificar la estructura básica de los tribunales ordinarios de justicia (tribunales de instancia, cortes de apelaciones, cortes superiores y Corte Suprema) y autorizar la creación de tribunales especiales o modos alternativos de juzgar al del juez letrado inamovible, como el tribunal de jurado o las autoridades indígenas, exigiendo siempre la inserción de todas las decisiones jurisdiccionales en algún nivel de la judicatura ordinaria.
Para la elaboración de esta propuesta se ha asumido que la forma de gobierno establecida en la constitución es la actual: un Presidente de la República elegido popularmente y un Congreso bicameral simétrico. Esa asunción no implica adhesión a ese diseño institucional. Las funciones que esta propuesta atribuye al jefe de gobierno, al ministro de justicia y a una comisión parlamentaria son fácilmente asignables sus equivalentes en un régimen parlamentario.
INDEPENDENCIA EXTERNA E INTERNA DEL JUEZ
El aspecto más innovador de la PNC-2022 se encuentra en la supresión del gobierno judicial por la Corte Suprema y su transferencia a un nuevo órgano constitucional, el Consejo de la Justicia. Esta innovación tiene dos caras, una negativa y otra positiva, que es indispensable distinguir y evaluar por separado.
La cara negativa de la propuesta consiste en privar a un tribunal, la Corte Suprema, del poder gubernativo sobre los demás tribunales. El principio que inspira este aspecto de la propuesta consiste en distinguir la jerarquía jurisdiccional, dada por las competencias de revocación de sentencias previas que reconocen los diversos procedimientos judiciales, de la jerarquía administrativa y disciplinaria. La finalidad que persigue esa distinción es la de eliminar motivaciones
El poder judicial en la constitución
distintas de la aplicación del derecho que puedan incidir en la decisión del juez, como lo son sus expectativas de promoción. A esto se lo denomina independencia interna del tribunal.
La cara positiva de la propuesta consiste en someter a todos los jueces, incluidos los que integran la Corte Suprema, a la evaluación de su desempeño por el nuevo Consejo de la Justicia, quien además interviene en su nombramiento y ejerce sobre ellos potestad disciplinaria. El principio que inspira este aspecto de la propuesta es la legitimación democrática del gobierno de la judicatura, expresado en la composición de ese órgano: ocho jueces elegidos por sus pares, dos funcionarios o profesionales del sistema de justicia, no jueces, elegidos por sus pares; dos integrantes elegidos por los pueblos y naciones indígenas y cinco personas elegidas por ambos cuerpos legislativos en sesión conjunta.
El principio que inspira la cara negativa de la propuesta es correcto. La independencia interna de los tribunales debe ser constitucionalmente asegurada tanto como la independencia externa, esto es, frente a los demás órganos del Estado y las distintas fuerzas políticas y sociales. Pero todo lo que la PNC-2022 aparentemente logra como independencia interna frente a los tribunales superiores jerárquicos lo sacrifica al Consejo de la Justicia. Por eso se trata de una propuesta inconsistente. . Pues dada la conformación y atribuciones del Consejo de la Justicia el efecto institucional del diseño propuesto consiste en hacer que la actual falta de independencia interna de los jueces inferiores jerárquicos sea remplazada por una falta de independencia externa de todos los jueces del sistema. Es decir, lo único que la propuesta logra es eliminar la actual independencia externa de los tribunales de justicia.
El error de la PNC-2022 consiste en el principio que inspira su cara positiva. En una democracia representativa la legitimación de la judicatura está dada fundamentalmente por su sujeción a la ley. Como eso depende en definitiva de la cultura jurídica vigente, no puede ser obtenido directamente mediante un diseño institucional. Ciertamente, el procedimiento para designar a los jueces en sus cargos es importante, en la medida en que un buen diseño impide lo que de otro modo podría ser una cooptación de la judicatura por un determinado gobierno. Pero ese riesgo también está contenido
por el suficiente aseguramiento de la independencia del juez una vez designado. Lo que de nuevo conduce el problema a la independencia interna: la pretendida democratización del gobierno judicial en los términos de la PNC-2022 es un eufemismo para designar la pérdida total de independencia de los jueces.
La manera de hacer efectiva la independencia interna de los jueces es poniendo término a la idea de la carrera judicial. Esto parece contraintuitivo, dado que la promoción por mérito y el descenso por demérito es una idea racionalizadora básica en las organizaciones de personas con membresía indefinida. Pero aquí radica la diferencia de la función judicial respecto de las demás funciones públicas y empleos privados. Precisamente porque se espera que cada tribunal sea independiente de todos los demás en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales es que no puede entenderse al cargo judicial como un peldaño dentro de un escalafón. Por cierto, un juez puede considerar como parte de su propósito biográfico el desempeño de cargos judiciales con mayores atribuciones o responsabilidades y mejor remuneración. Pero que un juez permanezca satisfactoriamente en su cargo no constituye una anomalía o déficit organizacional de la administración de justicia, sino por el contrario, una consecuencia institucional natural de su inamovilidad.
Para poner término a la idea de la carrera judicial se requiere satisfacer cuatro condiciones básicas. En primer lugar, que el incremento de la remuneración del juez no dependa exclusivamente de su promoción, ni su detrimento pueda ser consecuencia de una evaluación negativa de su desempeño. En segundo lugar, que la potestad de imponer sanciones disciplinarias a los jueces no corresponda al órgano encargado de su nombramiento y de la evaluación de desempeño. En tercer término, que los cargos en los tribunales superiores de justicia estén sujetos a un plazo de duración, razonablemente extenso pero no indefinido como el cargo de juez de instancia. Y por último, que el acceso a cargos judiciales en los tribunales superiores de justicia se encuentre abierto a abogados que no son jueces. Es razonable que en la provisión de esos cargos se asigne alguna preferencia a los postulantes que son jueces, pero no al punto de excluir por completo a postulantes que no lo son. El incremento de la competencia que implica la apertura a la provisión de cargos desde la