LA CONSTITUCIÓN DE PORTUGAL

RUI MANUEL MOURA RAMOS
JOÃO CARLOS LOUREIRO
SUZANA TAVARES DA SILVA
SUZANA TAVARES DA SILVA
María José añón roig Catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia ana Cañizares Laso Catedrática de Derecho Civil de la Universidad de Málaga
Jorge a. Cerdio Herrán
Catedrático de Teoría y Filosofía de Derecho. Instituto Tecnológico Autónomo de México
José raMón Cossío díaz Ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y miembro de El Colegio Nacional
María Luisa Cuerda arnau Catedrática de Derecho Penal de la Universidad Jaume I de Castellón
CarMen doMínguez HidaLgo Catedrática de Derecho Civil de la Pontificia Universidad Católica de Chile eduardo Ferrer MaC-gregor Poisot Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM owen Fiss Catedrático emérito de Teoría del Derecho de la Universidad de Yale (EEUU)
José antonio garCía-CruCes gonzáLez Catedrático de Derecho Mercantil de la UNED
José Luis gonzáLez CussaC Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Valencia
Luis LóPez guerra Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid
ángeL M. LóPez y LóPez Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla
Marta Lorente sariñena
Catedrática de Historia del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid
Javier de LuCas Martín
Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia
víCtor Moreno Catena
Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Carlos III de Madrid
FranCisCo Muñoz Conde
Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
angeLika nussberger
Catedrática de Derecho Constitucional e Internacional en la Universidad de Colonia (Alemania) - Miembro de la Comisión de Venecia
HéCtor oLasoLo aLonso
Catedrático de Derecho Internacional de la Universidad del Rosario (Colombia) y Presidente del Instituto Ibero-Americano de La Haya (Holanda)
LuCiano PareJo aLFonso
Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III de Madrid
ConsueLo raMón CHornet
Catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Valencia
toMás saLa FranCo
Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Valencia ignaCio sanCHo gargaLLo
Magistrado de la Sala Primera (Civil) del Tribunal Supremo de España
eLisa sPeCkMann guerra
Directora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM
rutH ziMMerLing
Catedrática de Ciencia Política de la Universidad de Mainz (Alemania)
Fueron miembros de este Comité:
eMiLio beLtrán sánCHez, rosario vaLPuesta Fernández y toMás s. vives antón
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Profesores de Derecho
Universidad de Coimbra
Traducción de: Gabriel Moreno González
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La presente obra, dentro de la colección Las Constituciones Iberoamericanas, pretende ofrecer una visión introductoria de la Constitución Portuguesa que tenga en cuenta no sólo sus disposiciones normativas, sino también su efectiva puesta en práctica hasta la actualidad. Se dirige, pues, primordialmente al público interesado en un conocimiento inicial de la realidad constitucional portuguesa y en las cuestiones y problemas, tanto de índole jurídica como práctica, que en ella se plantean.
La actual Constitución de la República Portuguesa constituye el sexto texto que, a lo largo de la historia política de este país, ha respondido a la necesidad de, concretando los ideales del constitucionalismo, trasladar la sede de la soberanía a la Nación considerada como un todo, asegurar la garantía de los derechos fundamentales y garantizar la separación de poderes en el interior de la organización política del Estado. En este primer capítulo comenzaremos haciendo una breve referencia a los primeros cinco textos que buscaron este mismo objetivo, para abordar enseguida el contexto en el que surgió y evolucionó hasta nuestros días la actual Constitución de 1976.
A tal fin haremos una sumaria alusión al constitucionalismo monárquico (Constitución de 1822, Carta Constitucional de 1826 y Constitución de 1838), para pasar después al constitucionalismo republicano (Constitución de 1911) y al constitucionalismo autoritario (Constitución de 1933).
Después de un primer intento, que se revelaría frustrado y que se tradujo en que, aún bajo el dominio napoleónico (1808), se le pidió al invasor el establecimiento de un documento de gobierno, el movimiento constitucional se va a imponer en torno a la revolución liberal de 24 de agosto de 1820. Sin pretender poner en cuestión ni a la dinastía de los Bragança ni el papel reconocido a la religión católica, el impulso revolucionario va a marcar la voluntad de autogobierno de la Nación, con particular énfasis en la afirmación de la independencia ante Inglaterra, en el regreso del monarca (D. Juan VI) que permanecía en Brasil más allá de la ocupación napoleónica de la metrópoli y de la guerra que siguió, y en la sustitución de la monarquía absoluta típica del Ancien Régime por un gobierno representativo, asentado en instituciones que, respetando los derechos fundamentales y el princi-
Rui Manuel Moura Ramos, João Carlos Loureiro y Suzana Tavares da Silvapio de separación de poderes, respondiese al principio democrático, cuya interacción se debería hacer en el marco de una Constitución escrita.
La redacción de este texto, antecedida de las Bases de 1821, vino a ser el fruto del trabajo de las Cortes Generales, Extraordinarias y Constituyentes de 1821, convocadas con este objetivo, y en las cuales los delegados tuvieron como inspiración, fundamentalmente, la tradición constitucional inglesa, la experiencia convencional francesa y el sistema de la Constitución española de Cádiz. El periodo de discusión y aprobación parlamentaria de la primera Constitución portuguesa (que transcurrió entre 1821 y 1822, pues fue firmada y promulgada el 23 de septiembre de 1822 y aceptada y jurada por don Juan VI el 1 de octubre), fue no obstante un periodo también de cierta convulsión política, con episodios que llegaron a incluir el intento de disolución de las Cortes y de subida al trono de Don Miguel de Braganza, el segundo hijo del monarca, partidario del regreso al absolutismo. Durante el mismo periodo, las Cortes derogaron algunas de las medidas adoptadas durante la permanencia del soberano portugués en Brasil y exigieron el regreso a Portugal de Don Pedro de Braganza, hijo primogénito del Rey y putativo heredero al trono, que permanecía en aquel país en calidad de Príncipe Regente sin haber acompañado a la Familia Real en su regreso a Portugal. El alejamiento progresivo entre los dos Reinos separados por el Atlántico (recuérdese que a partir de 1815 Brasil integraba el “Reino Unido de Portugal, Brasil y los Algarves”, constituyendo con estos una unión real), se agravó y condujo a la declaración de independencia de aquel territorio, proclamada por Don Pedro de Braganza el 7 de septiembre de 1822, el cual vino a ser coronado como Emperador del Brasil con el título de Pedro I, justo antes de la promulgación de la primera Constitución portuguesa.
La misma convulsión política marcaría el periodo de institucionalización de los poderes previstos en la Constitución, convulsión que incluiría hasta un movimiento contrarrevolucionario exitoso, dirigido por el Infante Don Miguel (la Vilafrancada, de 28 de mayo de 1823), por cuya causa las Cortes, ya electas, serían disueltas y se reinstauraría la vigencia, el 4 de junio siguiente, de las “leyes fundamentales del
Reino”, con las que se extinguía el primer (extremadamente corto) periodo de vigencia de la Constitución de 1822, que incluso sería anulada por decreto real de 18 de junio.
El regreso al orden jurídico del Ancien Régime no impidió, con todo, el desarrollo de diversas iniciativas tendentes a la preparación de una “Carta de ley fundamental de la Monarquía portuguesa”, que no pasó aun así del estadio de mero proyecto (entre ellos destaca el Proyecto de Ley Fundamental de la Monarquía Portuguesa de 1823, elaborado por una Junta creada al efecto por el Rey don Juan VI y donde sobresalía la figura de Ricardo Raimundo Nogueira). Entretanto, un segundo movimiento insurreccional (la Abrilada, de 30 de abril de 1824) terminó, gracias a la decisiva intervención del cuerpo diplomático acreditado en Portugal, con la derrota de los insurgentes y la dimisión del infante don Miguel (que había sido previamente nombrado “generalísimo del ejército portugués”) y su partida al destierro, reafirmándose así la posición más moderada de su padre, el Rey D. Juan.
Con la muerte de D. Juan VI el 10 de marzo de 1826 se abre la crisis sucesoria, motivada por la circunstancia de que el sucesor natural (Don Pedro de Braganza, el primogénito) era Emperador de Brasil, lo que llevó a que volviese a ser defendida sin éxito la candidatura de su hermano Don Miguel. Proclamado Rey de Portugal, Don Pedro decreta entonces, el 29 de abril de 1826, la Carta Constitucional de la Monarquía Portuguesa (siguiendo el parámetro de la Constitución de Brasil otorgada por él el 25 de marzo de 1824 e inspirada en los textos constitucionales que marcaron, en Europa, el periodo pos-napoleónico), y acto seguido abdica del trono en favor de su hija primogénita, Doña María, entregando la regencia a su hermano D. Miguel con la condición de que éste jure la Carta Constitucional y se case con su hija, con Doña María (su sobrina carnal). Sin embargo, después de este juramento D. Miguel interrumpió en la práctica la vigencia de aquel texto constitucional al convocar, siguiendo los parámetros tradicionales del Antiguo Régimen y no los términos previstos por su hermano, las Cortes Generales del Reino, el 3 de mayo de 1828, las cuales lo proclamaron Rey absoluto el 28 de junio siguiente.
La Carta Constitucional, que vendría a ser el instrumento de más duradera vigencia en las casi nueve décadas de constitucionalismo monárquico portugués (1822-1910) buscó un término medio entre el principio de soberanía popular y el principio monárquico, presente en la circunstancia de que el poder constituyente era ejercido, siguiendo su libre voluntad, por el monarca (a diferencia de residir “esencialmente en la Nación”, como ocurría en la Constitución de 1822). Era al Rey a quien le correspondía el ejercicio de un nuevo poder (el llamado “poder moderador”), al lado de los clásicos poderes legislativo (repartido entre la Cámara de los Pares y la Cámara de los Diputados, en el marco de una organización bicameral), el ejecutivo y el judicial.
La restauración de la Carta (y de los derechos de Doña María de la Gloria en relación al trono) vino a ser la causa de una guerra civil, conducida por Don Pedro que, abdicando del trono brasileño, reunió las fuerzas liberales en la Isla de Terceira (Azores) en 1831, desembarcando enseguida en el norte del país en julio de 1832 y ocupando la ciudad de Oporto, que en breve sería cercada por las tropas absolutistas de su hermano. Después de un año de cerco a la ciudad, las fuerzas liberales consiguieron organizar una escuadra que, tras una victoria naval en el cabo de San Vicente, desembarcaría en el Algarve dirigiéndose a Lisboa, ocupada el 24 de julio de 1833 al verse abandonada por las tropas de Don Miguel. Mientras tanto, el cerco a Oporto fue levantado y, después de una intervención extranjera (de la Cuádruple Alianza), las tropas absolutistas fueron derrotadas dos veces, firmándose la paz el 26 de mayo de 1834 mediante la Convención de Évora Monte, que determinó la subida al trono de Dña. María (que entretanto juraría la Carta) y el exilio definitivo de D. Miguel, restaurándose la vigencia de la Carta Constitucional el 15 de agosto de 1834.
Este segundo periodo de vigencia de la Carta Constitucional sería también interrumpido, ahora por la Revolución de 9 de septiembre de 1836, en la que los insurrectos exigieron a la Reina, además de la dimisión del Gobierno, la proclamación de la Constitución revolucionaria de 1822. El éxito de la revolución llevó a Dña. María II a abolir, al día siguiente, la Carta Constitucional y a jurar la Constitución de 1822, que inició así un segundo (y último) periodo de vigencia. Con-
vocadas y elegidas las Cortes Constituyentes, persistió una intensa inestabilidad política, con periodos de suspensión de garantías, éxito de revueltas, proclamación de la Carta en diversas partes del país y variedad de gobiernos, que con todo no impidió el desarrollo de los trabajos constituyentes, que culminaron en la aprobación y jura real de una nueva Constitución, en vigor desde el 4 de abril de 1838, y que viene a sustituir a la de 1822. El nuevo texto aparece como resultado de un pacto entre el soberano y la representación nacional (y no ya solo como un producto de la voluntad de aquel), extingue el poder moderador del monarca (alejándose así, también en este aspecto, de la Carta Constitucional), mantiene el sistema bicameral, y disminuye fuertemente los poderes del Rey, buscando una conciliación entre el principio de la soberanía nacional y el principio monárquico.
Pero este compromiso, así intentado, fue también de corta duración, ya que el 27 de enero de 1842 un golpe de Estado conducido por Costa Cabral puso fin a la vigencia de la Constitución de 1838 y repuso de nuevo la Carta Constitucional otorgada por Don Pedro.
Sin embargo, la vigencia de la Carta no mantendría hasta la extinción del régimen monárquico su versión original, siendo sucesivamente modificada por diversas revisiones (los Actos Adicionales de 1852, 1885, 1895-1896 e 1907). El primero, de 5 de julio de 1852, ampliaría la base del sufragio popular, manteniendo no obstante su naturaleza censitaria, y exigiría la previa aprobación por las Cortes de los compromisos internacionales del Estado, reforzando su competencia también en materia financiera y de las cuentas públicas, tanto en la fiscalización del ejecutivo (permitiendo la creación de comisiones parlamentarias de investigación) como en la previsión de leyes especiales para el gobierno de cada una de las provincias ultramarinas. Asimismo, abole la pena de muerte para los delitos políticos. El segundo Acto, de 24 de julio de 1885, reforzaría los mandatos de los miembros del Cuerpo Legislativo (Pares y Diputados); modificaría la composición de la Cámara de los Pares (hasta entonces de exclusiva nominación regia) introduciendo las categorías de Pares electivos y de Pares por derecho propio, siendo de libre designación real solo los pares vitalicios; desarrollaría el ejercicio del poder moderador y
garantizaría el derecho de reunión. Ya el tercer Acto, de 1895-1896, modificaría de nuevo la composición (y también las condiciones de designación) de la Cámara de los Pares, concretaría los términos de la intervención de las dos Cámaras en el proceso legislativo, y perfeccionaría las disposiciones de carácter financiero. Por último, el cuarto, de 1907, modificaría otra vez la composición de la Cámara de los Pares y atribuiría al Tribunal Supremo de Justicia la competencia para el enjuiciamiento de la responsabilidad penal de los Ministros de Estado.
Con la proclamación de la República, el 5 de octubre de 1910, en el contexto de un movimiento insurreccional de breve duración y exitoso, la dirección política del país recayó en las manos de un Gobierno Provisional hasta la aprobación de una nueva Constitución (24 de agosto de 1911). Más allá de las medidas iniciales (disolución y prohibición de constitución de partidos monárquicos, amnistía general para los delitos contra la religión, de desobediencia, uso de armas y bombas), y de algunas reformas de calado (entre las cuales destaca la ley del divorcio y la de protección de los hijos ilegítimos, la institucionalización del registro civil, la reglamentación de la huelga y el lock-out, la ley de imprenta y la separación de la Iglesia del Estado), este Gobierno se ocupó del impulso de una Asamblea Constituyente que debería escribir una nueva Constitución, para lo cual fue aprobada la respectiva ley electoral. Electa el 28 de mayo de 1911, la Asamblea inició sus trabajos el 19 de junio siguiente, concluyéndolos el 21 de agosto del mismo año con la aprobación de la nueva Constitución.
La Constitución republicana marcó naturalmente una ruptura con las anteriores al hacer obedecer toda la estructura del gobierno al principio democrático, apartando la legitimidad dinástica típica del sistema monárquico, y al subrayar el carácter laico del Estado. Además, se caracterizó por conservar la sede de la soberanía en la Nación (lo que no implicaría aún la universalidad del sufragio, aunque mitigase el carácter censitario), tal y como hacían las constituciones anteriores, y por no innovar tampoco en relación a la separación de poderes y al régimen representativo. Se asentaba así en una visión liberal de la sociedad, patente en el extenso catálogo de derechos fundamentales garantizados (pero en el que los derechos sociales y económicos
ocupaban un lugar particularmente reducido), y consagraba una estructura organizativa de los poderes del Estado en el que al legislativo (ejercido por el Congreso, formado por el Senado y la Cámara de Diputados) le correspondía un papel esencial (que la práctica vendría a reforzar), al mismo tiempo que el Ejecutivo (en el que encontramos al Presidente de la República y al del Gobierno) aparecía con una función nítidamente subordinada. Por otro lado, el reconocimiento de la fiscalización judicial de constitucionalidad de las leyes (que se añadió a la del control político que sobre ellas ejercía el Congreso) vino a reforzar el Poder Judicial.
Las características del sistema (así como las circunstancias en las que sería puesto a prueba) no facilitaron su adaptación a la realidad. Por otro lado, la polarización y agresividad, tanto de las fuerzas políticas organizadas como de los actores colectivos de más diversa naturaleza, no fueron extrañas a la excesiva inestabilidad política y gubernamental que se vendría a verificar y que se mantendría de forma prácticamente constante durante el tiempo de vigencia de las instituciones creadas
El ocaso de estas instituciones llegaría con un golpe militar (entre los diversos que se fueron sucediendo en las primeras décadas del siglo XX) que, el 28 de mayo de 1926, pondría término al régimen democrático parlamentarista que constituía la primera forma de estructuración política de la República portuguesa.
A pesar de las divergencias que pronto se manifestaron entre los líderes del movimiento insurreccional, la clausura del Parlamento que determinaron pocos días después del derrumbe del poder constituido sugería un distanciamiento de las instituciones en que este poder se asentaba y los propósitos que animaban a los golpistas. Algo que se vendría a confirmar con el establecimiento de la Dictadura Militar, que se mantendría hasta la entrada en vigor de una nueva Constitución (en un sistema en el que los poderes se concentraban en el Gobierno, desprovisto de control parlamentario y que respondía ante un Presidente de la República electo). En un primer momento, caracterizada por el ejercicio del poder (directa o indirectamente) por parte de
los propios militares envueltos en el golpe, y por la emergencia de los problemas financieros, que se presentaban como la cuestión esencial a la que la República debía hacer frente. Y después, por la respuesta que les fue dada, a partir de una situación política en la que el titular de la cartera de Finanzas (Salazar) fue reconocido con una preeminencia singular en el seno del Gobierno, el cual se vio beneficiado, ante el éxito de su acción gubernamental, por una posición de liderazgo en el interior del sistema que poco a poco se iba creando, asumiendo una forma jurídico-política nueva con el texto constitucional que, sometido a plebiscito el 19 de marzo de 1933, entraría en vigor, una vez aprobado, el 11 de abril siguiente.
La Constitución de 1933 implica una ruptura significativa con el constitucionalismo anterior, pretendiendo instituir una forma de Estado (designada, en Portugal, como Estado Novo) que superase la heredada desde los orígenes del constitucionalismo patrio (y que se basaba en el individuo, en las concepciones liberales y en el parlamentarismo de base partidaria), sustituyéndolo por una República corporativa, “basada en la igualdad de los ciudadanos ante la ley y en la participación (interferência, sic) de todos los elementos estructurales de la Nación en la vida administrativa y en la elaboración de las leyes”.
El régimen se concebía así reconociendo esos elementos estructurales (cuya mejor expresión era la Cámara Corporativa, a la que más tarde se le reconocía un papel importante en la propia elección del Presidente de la República), subordinando los intereses de los individuos y de los grupos a los de la Nación en su conjunto y “admitiendo” un pluralismo normativo de acuerdo con la autonomía que aquellos les era reconocida.
El carácter autoritario de la Constitución se reflejaba en el régimen de los derechos fundamentales (en el que los derechos económicos, sociales y culturales eran objeto de una previsión más cuidada que en los textos anteriores), en gran medida sometidos a la discrecionalidad del legislador y al carácter programático establecido en la constitución económica. Y también se manifestaba en la estructura políticoorganizativa del Estado, que aspiraba a ser un Estado fuerte en el que el Parlamento (Asamblea Nacional) tuviese un papel y una responsabilidad mucho menores de los que generalmente les era reconocidos