MIRES: ALEJANDRÍA 340 d.C.

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MIRES: ALEJANDRÍA 340 d.C. | Español

Cuando supe la desgracia, que Mires había muerto, fui a su casa, aunque rehuyo entrar en casa de cristianos, en especial cuando están de duelo o fiesta. Me detuve en un pasillo. No quise adentrarme más, porque advertí que los deudos del difunto me miraban con asombro manifiesto y desagrado.

Lo tenían en una gran estancia que sólo en parte veía desde el extremo en que me hallaba; abundancia de tapices preciosos y de objetos de oro y plata.

Estaba yo en pie, quieto, llorando al fondo del pasillo. Mientras, pensaba que nuestras salidas y reuniones no valdrían ya la pena sin Mires, mientras, pensaba que ya no lo vería en nuestras hermosas e indecentes veladas disfrutar y reír y recitar versos con su perfecto sentido del ritmo griego; mientras, pensaba que había perdido para siempre su hermosura, que había perdido para siempre al joven que adoraba con locura.

Unas viejas, a mi lado, hablaban en voz baja del último día de su vida que si siempre tenía el nombre de Cristo en los labios, que si tenía en sus manos una cruz— . Entraron luego en la estancia cuatro sacerdotes cristianos y con fervor recitaron oraciones y súplicas a Jesús o a María (no conozco bien su religión).

Sabíamos, por supuesto, que Mires era cristiano. Desde el primer momento lo sabíamos, cuando hace dos años entró en nuestro círculo. Pero él vivía enteramente como nosotros.

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De todos nosotros, el que más se daba a los placeres; dilapidando pródigamente su dinero en diversiones. Despreocupado por la opinión de los demás, se mezclaba por gusto en nocturnas peleas callejeras cuando, por azar, nuestro grupo con otros rivales se encontraba. Jamás hablaba de su religión. Es más, en una ocasión le dijimos que lo llevaríamos con nosotros al Serapión. Sin embargo, ahora recuerdo como si con esa broma nuestra se hubiera disgustado. ¡Ay, vienen ahora también a mi recuerdo otras dos ocasiones! Cuando hicimos unas libaciones a Posidón, se apartó de nuestro corro y a otro lado volvió su mirada. Cuando uno de nosotros, lleno de entusiasmo, exclamó: «¡Que nuestra amistad esté bajo el favor y protección del grande y bellísimo Apolo!» Mires murmuró (los demás no lo oyeron) «menos yo»— .

Los sacerdotes cristianos en voz alta pedían por el alma del joven. Observaba yo con cuánto esmero y qué intensa atención, en el ritual de su religión, se disponía todo lo conveniente para el funeral cristiano. Y de pronto me invadió una extraña sensación. De forma imprecisa sentía que Mires escapaba de mi lado; sentía que él, un cristiano, se había unido a los suyos y que yo me volvía un extraño , muy extraño; sentía además en mí cernerse una duda: acaso mi propia pasión me había engañado y yo había sido siempre un extraño para él. Afuera corrí de su espantosa casa, aprisa huí antes de que el cristianismo de los suyos me arrebatara o desfigurase el recuerdo de Mires.

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Cavafis, C. (2023). Ciento cincuenta y cuatro poemas (P. Bádenas de la Peña, traducción e introducción). UMA Editorial.

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