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Eloísa se entusiasmó con esto, dió palmadas, hizo mil monerías, y entre ellas expresó conceptos muy sensatos, mezclados con otros que revelaban ciertas extravagancias del espíritu.
—Porque verás —me dijo, juntando los dedos de entrambas manos como quien se pone en oración—, yo sé contenerme, sé consolarme cuando esas bribonadas de la aritmética me privan de hacer mi gusto. ¿Sabes lo que me consuela? pues lo mismo que me atormenta: la imaginación. Nada, que cuando me siento tocada, dejo á esa loca que salte y brinque todo lo que quiera, la suelto, le doy cuerda, y ella, al fin, acaba por hacerme ver todo lo que poseo como superior, muy superior á lo que es realmente. Soy como mi hermano, que se acuesta pensando que es Presidente del Consejo, y al fin se lo cree... Yo me acuesto pensando que soy la señora de Rothschild. Vas á ver... ¿Tengo un cuadrito cualquiera, antiguo, de mediano mérito? Pues sin saber cómo llego á persuadirme de que es del propio Velázquez. ¿Tengo un tapiz de imitación? Pues lo miro como si fuera un ejemplar sustraído á las colecciones de Palacio... ¿Un cacharrito? Pues no creas, es del propio Palissy... ¿Tal mueble?
Me lo hizo el señor de Berruguete. Y así me voy engañando, así me voy entreteniendo, así voy narcotizando el vicio... el vicio, sí: ¿para qué darle otro nombre?
IIYo me reí; pero en mi interior estaba triste. Quince años de trabajo en un escritorio me habían dado la costumbre de apreciar fácilmente las cantidades, y con esta experiencia y mi saber del precio de las cosas, pude hacer una cuenta mental. Los señores de Carrillo se habían gastado en poner casa la cuarta parte y quizás el tercio de lo que habían heredado. Tal desproporción debía traer sus consecuencias más ó menos tarde. Amonesté segunda vez á Eloísa, quien se mostró asombrada primero, ensimismada después, y me
prometió ser, en lo sucesivo, no ya económica, sino cicatera... «Vas á ver...»
Carrillo fué á buscarnos al volver de su paseo. Antes de ir á casa hicimos escala en la tienda de Eguía, donde Pepe tenía en trato un busto de Shakespeare para su despacho. ¡Qué lástima no encontrar el de Macaulay! Pero éste, por más que lo buscó afanosamente, en ninguna parte lo había. Su apetito anglo-parlamentario no pudo saciarse sino con un velador muy cursi, maqueado, chillón, que ostentaba la vista del palacio y puente de Westminster. Eloísa me indicó, cuando recorríamos la tienda, que había hecho juramento de no entrar más allí, porque se le iba la cabeza. Vimos muchos objetos de mérito y alto precio.
—Hay aquí una cosa —me dijo después mi prima en voz baja, tapándose la boca con el manguito— que la semana pasada me produjo dos noches de fiebre, con escalofríos, amargor de boca, calambres, cefalalgia y cuantos males nerviosos te puedes figurar. No era pluma lo que yo tenía en mi garganta, sino un palomar entero y verdadero.
Señalaba con la mano y el manguito á uno de los extremos de la tienda. Carrillo y su suegra examinaban una vajilla. Yo miré.
—No mires, no mires. Esto trastorna, esto deslumbra, esto ciega. No es para nosotros. Este señor Eguía se ha figurado que aquí hay lores ingleses y trae cosas que no venderá nunca.
Era un espejo horizontal, biselado, grande como de metro y medio, con soberbio marco de porcelana barroca imitando grupos y trenzado de flores que eran una maravilla. Quedéme absorto contemplando obra tan bella, digna de que la describiera Calderón de la Barca. Las flores, interpretadas decorativamente, eran más hermosas que si fuesen copia de la realidad. Había capullos que concluían en ángeles; ninfas que salían de los tallos, perdiendo sus brazos en retorceduras de mariscos; ramilletes que se confundían con los crustáceos, y corolas que acababan en rejos de pulpo. En el color dominaban los esmaltes metálicos de rosa y verde nacarino,
multiplicándose en los declivios del puro cristal. Hacían juego con esta soberana pieza dos candelabros que eran los monstruos más arrogantes, más hermosos que se podían ver; grifos que parecían producto de la flora animalizada, pues tenían uñas y guedejas como pistilos de oro, enroscadas lenguas de plata. Un reloj...
Vamos —ordenó Eloísa impaciente, desconcertada, sin dejarme acabar de ver aquello.
Y agarrando el brazo de su marido, se lo llevó hacia el coche, diciendo:
—¿Has tomado el Séspir?...
—La vajilla es preciosa —declaró mi tía Pilar, como queriendo que yo me convenciera de ello por mis propios ojos.
Pero Eloísa, ya en la puerta, repetía:
Vámonos, vámonos: no más compras. Esta tienda es la sucursal del Infierno.
A su imperioso deseo nadie pudo resistir, y nos fuimos á casa. Al día siguiente volví á la sucursal y compré las cuatro piezas aquéllas, espejo, pareja de candelabros y reloj. Costáronme unos cuarenta y cinco mil reales. ¿Pero qué significaba esto para mí? Yo tenía á la sazón en caja unos cuantos miles de duros, producto de letras que inopinadamente recibí de Jerez, y no sabía qué hacer de ellos. Había estado dudando si incorporar aquel dinero á mi cuenta corriente del Banco, ó reservármelo para caprichos y gastos imprevistos. Opté al fin por dejarlo en casa, pues la cuenta corriente me garantizaba todos mis gastos del semestre por excesivos que fuesen. Pocas veces he hecho una compra más á mi gusto. Pensaba en la sorpresa que tendría Eloísa al recibir aquel presente. Mandé que se lo llevaran á su palacio, y esperé á que ella misma me diese cuenta de la impresión que le causaba.
Cuando la ví entrar en mi casa, temblé de emoción. Venía con su hermana Camila, la cual, hablando del espejo y elogiándolo con reservas, se mostró celosa. Era ella tan prima mía como Eloísa, y tenía el mismo derecho á mis obsequios de pariente ricacho. Sí: yo
era un ricacho sin conciencia, un vulgarote que no me acordaba de los pobres. Ella tenía su casa muy mal puesta, y á mí, al primo millonario, no se me había ocurrido mandar allá ni aun media docena de sillas de madera encorvada. Esta filípica, dicha con el desparpajo que usaba siempre aquella mujer inconveniente, me llegó al alma. No tuve reparo en reconocer y lamentar la preterición, y prometí que los señores de Miquis tendrían pronto noticias mías.
A Eloísa, contra lo que esperaba, la encontré triste. Puso cara de Dolorosa, y dió á sus ojos expresión de dulce reprimenda para decirme:
—¡Qué tonterías haces!... ¡Un gasto tan enorme! Vaya, que ahora se han trocado los papeles: yo soy la aritmética y tú el entusiasmo... De veras te lo digo: si repites esas calaveradas, no te volveré á dirigir la palabra.
Camila y yo nos reíamos. Eloísa no hacía más que mirarnos con tristeza.
—Tu boca será medida. Cuenta con la media docenita de sillas — manifesté á Camila, que me respondió á gritos:
—Ha sido una broma. No me hacen falta tus obsequios. Formal, formal, te lo digo formalmente. Si me mandas las sillas, te las devuelvo.
Estaba rabiosa. Por la tarde, siguiendo la chanza en casa de mi tío, le dije:
—¿Las quieres blancas ó negras? Elígelas á tu gusto y que me manden la cuenta.
Me tiró á la cara su manguito, diciéndome: Toma... cochino.
Mi tía Pilar, secreteando en mi oído, hízome la pintura más lastimosa de la casa de su hija Camila. Tenían una salita regular, alcoba decente; pero comedor... Dios lo diera. Ponían los platos encima de un velador, y como Constantino tenía la mala costumbre de empinar las sillas para sentarse, descargando todo el peso sobre las dos patas de atrás, de la media docena que compraron no
quedaban útiles más que dos. Esta pintura hizo desbordar en mi corazón los sentimientos caritativos. Regalé á Camila un comedor completo de nogal, con aparador, trinchero, doce sillas y mesa, todo bonito, de medio lujo, sólido y elegante.
Vino á darme las gracias una mañana. Detrás de su máscara de risa y burla, advertí mal encubierta la emoción. Le temblaban los labios. Hizo mil muecas, me dió las gracias, me pegó con un bastón mío, me llamó generoso, pillo, grande hombre y gatera, demostrando en todo su incorregible extravagancia. Era, más que una cabeza destornillada, una salvaje, una fierecilla indócil criada dentro de la sociedad como para ofrecernos una muestra de todo lo incivil que la civilización contiene. Concluyó diciendo que su marido y ella habían acordado dar un banquete en honor mío y como inauguración del comedor...
—Una gran comida, no te creas: verás qué cosa más buena y más chic... Rigurosa etiqueta, ya sabes. Habrá diplomáticos, algún ministro, toda la jilife... Mi cuñado Augusto, el primo de Constantino, que estudia Farmacia, Veterinaria ó no sé qué; en fin, lo más escogido... Frac y condecoraciones. Mi marido estará en mangas de camisa; pero eso no importa. El amo de la casa, ya ves... Te daremos nidos de avestruz, fideos escarchados, pechugas de rinoceronte, jabalí en su tinta y Chateau-Peleón.
Nunca oí más disparates.
Eloísa, Raimundo y Pepe éramos los invitados. Fuí con mi primo poco antes de la hora señalada. Los señores de Carrillo no habían llegado aún.
La comida en casa de Camila.
La casa de Camila era digna de estudio por el desorden que en ella reinaba. Sicut domus homo, se podía decir allí con más razón que en parte alguna. Todas las cosas, en aquella vivienda, estaban fuera de su sitio; todo revelaba manos locas, entendimientos caprichosos. Para honrar mis muebles habían hecho de la sala comedor; en la alcoba, á más de la cama de matrimonio, había una pajarera, y lo que antes había sido comedor estaba convertido en balneario, pues Camila, que aun en invierno tenía calor, se chapuzaba todos los días. La sala había sido llevada á un cuartucho insignificante, próximo á la entrada, arreglo que por excepción me parecía laudable, pues contravenía la mala costumbre de adornar suntuosamente para visitas lo mejor de la casa, reservando para vivir lo más estrecho, lóbrego y malsano. Fuera de este rasgo de buen sentido, el conjunto de aquel domicilio no tenía pies ni cabeza. Lo más culminante en la sala era una mesa de caoba de las que llaman de ministro, y una cómoda antigua que Constantino había heredado de su tía doña Isabel Godoy. El piano se había ido á la alcoba, creyérase que por su pie, pues no se concebía que ninguna ama de casa dispusiera los muebles tan mal.
En los pasillos, Constantino había tapizado la pared con enormes y abigarrados carteles de las corridas de toros de Zaragoza y San Sebastián, y en el gabinete ocupaba lugar muy conspicuo un trofeo de esgrima compuesto de floretes, caretas, manoplas, con más una espada de torero y una cabeza de toro perfectamente disecada.
Veíase por allí, así como en el comedor, algún otro mamotreto procedente de la testamentaría de la señora Godoy. Constantino tenía en su casa todas las cómodas que no cabían en la de su hermano Augusto. Los muebles regalados por mí hacían papel brillantísimo en medio de tanta fealdad y confusión, y cuando, después de recorrer la casa, se entraba en el comedor, parecía que se visitaba una ciudad europea después de viajar por pueblos de salvajes. Lo único que hablaba en favor de Camila era la limpieza, pues todo lo demás la condenaba. Algunas de las láminas de la historia de Matilde y Malek-Adhel tenían el cristal roto. No ví una silla que no cojeara, ni mueble que no tuviera la chapa de caoba saltada en diferentes partes. Muchos de estos siniestros lastimosos, así como la decapitación de una ninfa de porcelana, y las excoriaciones de la nariz que afeaban el retrato del abuelo de Constantino, eran triste resultado de la afición de éste á la esgrima y de los asaltos que daba un día sí y otro no, yéndose á fondo y acalorándose, sin reparar que su contrario era indefenso mueble ó bien un cuadro al óleo, al cual no se podía acusar de crimen alguno como no fuera artístico.
Y á propósito de láminas, alcancé á ver, no recuerdo bien dónde, una buena fotografía de Constantino, retratado como suelen hacerlo los que presumen de atletas, esto es, con sencillez estatuaria, el cuerpo á lo gimnasta, con almilla y grueso cinturón, cruzados los brazos para que se le viera bien el desarrollo del biceps y de los músculos del tórax, y con un empaque y mirar arrogante que movían á risa. Camila estaba retratada de cuerpo entero, y se había puesto ante la máquina violentando su temperamento para salirformal; de modo que, á más de salir fea, no tenía el retrato ningún parecido.
—Habías de ver esta casa —me dijo Raimundo al oído— cuando mi hermanita se pone á tocar frenéticamente el piano, en camisa, y el mulo de su marido á dar estocadas en todo lo que encuentra al paso.
Yo no había visto nada de esto, pero lo comprendía por los efectos.
Camila nos había recibido muy al desgaire, vistiendo una batilla ligera, el pelo medio suelto, el pecho tan mal cubierto que recordaba la inocencia de los tiempos bíblicos, los pies arrastrando zapatillas bordadas de oro. Nos acompañó un momento para enseñarnos la casa, diciéndonos:
Acabo de bañarme. No les esperaba á ustedes tan pronto.
—Esta hermana mía —indicó Raimundo tiritando— siempre tiene calor. Se baña en agua fría en pleno invierno. Jamás enciende una chimenea, y es la vestal encargada de conservar el frío sagrado... ¡Demonio! la casa es una sorbetera... ¡Que me voy!
Camila nos empujó á Raimundo y á mí fuera de la alcoba, donde á la sazón estábamos, y dijo á su marido:
—Entretenme á esos tipos un rato, que me voy á arreglar.
Nos llevó Miquis al comedor, donde al punto se personaron dos perros: el uno grande, de lanas; el otro pequeño y tan feo como su amo. Ambos hicieron diferentes habilidades, distinguiéndose el feo, que marchaba en dos pies con un bastón cogido al modo de fusil, y hacía también el cojito. De repente veíamos á mi prima pasar, medio vestida, como exhalación. Iba á la cocina. Oíamos su voz en vivo altercado con la criada... después la sentíamos regresar á su cuarto... llamaba á su marido con gritos que atronaban la casa.
Será para que le alcance algo... —decía él sin mostrar mal humor—. Esto de no tener más que una criada es cargante. Si al menos estuviera yo en activo, me darían un asistente... ¡Allá voy!
Camila volvía corriendo á la cocina. Necesitaba estar en todo. Aun así, temía que aquella girafa de Gumersinda echase á perder la comida. Al poco rato, vuelta á correr hacia la alcoba. Ya estaba peinada; pero aún no se había puesto el vestido ni las botas. De pronto, oímos la argentina voz de la señora de la casa que decía con cierto acento trágico:
—Constantino, traidor... ¿qué, no pones la mesa?
El tal, dándome una prueba de confianza, me rogó que le auxiliara en el desempeño de aquella obligación doméstica.
Amigo José María, así irá usted aprendiendo para cuando se case...
Risueño y compadecido, le ayudé de buena gana. Antes había solicitado Constantino el auxilio de mi primo; pero éste, agobiado por el frío, no se apartaba del balcón por donde entraban los rayos del sol. Pronto quedó puesta la dichosa mesa. En la loza y cristalería no ví dos piezas iguales. Parecía un museo, en el cual ninguna muestra de la industria cerámica dejaba de tener representación. El mantel y las servilletas, regalo de la tía Pilar, eran lo único en que resplandecía el principio de unidad. No así los cubiertos, en cuyos mangos se echaba de ver que cada uno procedía de fábrica distinta.
No habíamos concluído, cuando entró Eloísa. Al sonar la campanilla, díjome el corazón que era ella. Raimundo abrió la puerta, y antes de que mi prima llegara al comedor, le oí estas gratas palabras:
—Pepe no puede venir. Ha tenido miedo al frío... Yo me alegro de que no salga en un día tan malo, porque puede coger un pasmo.
—Yo sí que voy á pillar una pulmonía en esta maldita casa, donde no se encienden chimeneas —dijo Raimundo cogiendo su capa y embozándose en ella.
—No viene Pepe —repitió Eloísa mirándome á los ojos; y al reparar en mi ocupación, echóse á reir—. Eso, eso te conviene... ¿Y esa loca...?
—Su Majestad está en sus habitaciones —dijo el manchego— con la camarera mayor, que es ella misma.
—Constantino —gritó Camila asomándose á la puerta—, traidor, ¿en dónde me has puesto mi alfiler?
—¡Ah! perdona, hija; me lo puse en la corbata: tómalo y no te enfades.
—¡Que siempre has de ser loca! —dijo Eloísa pasando al cuarto de su hermana para dejar abrigo y sombrero.
Al poco rato vimos aparecer á la señora de la casa, vestida con elegante traje de raso negro, bastante guapa, luciendo su hermosa garganta por el cuadrado escote. Su pecho alto y redondo, su cintura delgada, sus anchas caderas, dábanle airosa estampa. Podría parecer bella; pero nunca parecería una señora.
—¡Mujer, cómo te pones!... —exclamó Eloísa, aludiendo sin duda á la escasez de tela en la región torácica—. ¿Pero estás tonta? ¿A qué viene ese escote?... No he visto cabeza más destornillada. Y lo que es hoy no llorarás por polvos.
Lo más característico de Camila era su tez morena. Tenía á veces el mal gusto de corregir torpemente con polvos y otras drogas aquel aire gitanesco que daba tan salada gracia á su persona. Y fué tan sin tasa en aquel día la carga de polvos, que á todos nos pareció estatua de yeso; y como teníamos confianza con ella, se lo dijimos en coro.
—Pero, Camila... pareces una tahonera.
—¿Sí? —replicó ella riendo con nosotros—. Ahora veréis.
Desapareció, y al poco rato presentósenos en su color y tez naturales. Sólo las orejas quedaron un poco empolvadas.
—Si me quieren negrucha, aquí estoy con toda mi poca vergüenza.
Sin esperar á oir nuestros aplausos, pegó un brinco y echó á correr otra vez hacia lo interior de la casa. Pronto reapareció para decir á su marido:
—Nos sobra el cubierto de Pepe. ¿Por qué no avisas á tu hermano Augusto, de paso que vas por el postre?
Yo no... Ya sabes que no puede venir —replicó el marido tomando su capa para salir.
—Pues déjalo: así tocaremos á más.
Después, vuelta á la cocina, donde la oímos disputar á gritos con la girafa. Constantino no tardó en regresar, trayendo el postre en un papel, que se engrasó de la bollería á la casa. Mientras yo le abría la puerta, oí la voz de Camila que desde la cocina clamaba:
—Váyanse sentando... Allá va la sopa.
El convite fué digno de los anfitriones. Por la hora debía de ser almuerzo; por la calidad de los platos era almuerzo y comida; por la manera de estar condimentados y el desorden é incongruencia que reinaban en todo, no tenía clasificación posible. Sirviéronnos un asado, el cual para ser tal debió permanecer media hora más en el fuego. «Ustedes dispensarán que esto esté un poco crudo», nos decía Camila. En cambio, el pescado al gratin se había tostado y estaba seco y amargo. A los riñones habían echado tal cantidad de sal, que no se podían comer. Por vía de compensación, otro plato que apenas probé no tenía ni pizca...
—Pero, hija —dijo Eloísa riendo—, tu cocinera es una alhaja.
—Dispensa por hoy... —replicaba la hermana—. Se hace lo que se puede. No me critiquen, porque no les volveré á convidar.
—Descuida, que ya tendremos nosotros buen cuidado de no caer en la red otra vez —le contestó Raimundo.
Se había sentado á la mesa embozado en su capa, quejándose de un frío mortal, renegando de los dueños de la casa, y jurando que no volvería á poner los pies en ella sin hacerse preceder de una carga de leña. Al servir el segundo plato, se cayó en la cuenta de que no había vino en la mesa, de cuyo descubrimiento resultó un gran altercado entre Constantino y su mujer.
—Tú tienes la culpa... tú... que tú... Siempre eres lo mismo. Así salen las cosas cuando tú te encargas de ellas... ¡Tonta!... ¡Cabeza de chorlito!
—¡Ni fuego ni vino! —exclamó mi primo subiéndose el embozo y poniendo una cara que daba compasión. Parecía que iba á llorar.
—Que salga inmediatamente Gumersinda á buscarlo.
—No, ve tú.
—Como no vaya yo... Hubiéraslo dicho antes.
—¡Ay! qué hombre tan inútil...
—¡Qué tempestad de mujer!
—Lo mejor —dijo la señora de la casa, serenándose después de meditar un rato— es que Gumersinda vaya al cuarto de al lado á pedir dos botellas prestadas á los señores de Torres. Son muy amables y no las negarán.
Por fin trajeron el vino, y con él templó sus espíritus y su cuerpo mi primo Raimundo, decidiéndose á soltar la capa.
Camila, á cuya derecha estaba yo, me obsequiaba, valga la verdad, todo lo que permitía lo estrafalario de la comida. Su amabilidad echaba un velo, como suelen decir, sobre los innúmeros defectos del servicio. Repetidas veces tuvo que levantarse para sacar de un mal paso á la que servía, que era una chiquilla muy torpe, hermana de la cocinera. Había venido aquel día con tal objeto, y más valiera que se quedara en su casa, pues no hacía más que disparates. En los breves intervalos de sosiego, Camila nos hablaba de lo feliz que era, ¡cosa singular! ¡Feliz en aquel desbarajuste, en compañía del más inútil de los hombres! Indudablemente Dios hace milagros todavía. Para ponderarnos su dicha, mi primita no cesaba de hacer alusiones á un cierto estado en que ella creía encontrarse, y por cierto que sus indicaciones traspasaban á veces los límites de la decencia. Ya nos contaba que pronto tendría que ensanchar los vestidos; ya que había sentido pataditas... Luego rompía á reir con carcajadas locas, infantiles. Yo me confirmaba en mi opinión. No tenía seso, ni tampoco decoro.
Debo decir con toda imparcialidad que Constantino me pareció un poco reformado en la tosquedad de sus modos y palabras. Ya no hablaba de sus superiores jerárquicos con tan poco respeto; ya no decía, como cuando le conocí: «Me parece que pronto la armamos...» Creyérase que había sentado la cabeza y adquirido cierto aplomo y discreción, que no se avenían mal con su creciente robustez corpórea. Parecióme que su mujer le dominaba, cosa en verdad extraña, pues quien no tuvo ninguna clase de educación, ¿cómo podía educar y domar á un gaznápiro semejante? La
Naturaleza permite sin duda que dos energías negativas se amparen y beneficien mutuamente.
Al fin de la comida, Raimundo bebía más de la cuenta: bien claro lo denotaba, no sólo la merma del contenido de las botellas, sino la verbosidad alarmante de mi buen primo. Constantino, no queriendo ser menos, se había desatado de lengua más de lo regular. El uno contaba anécdotas, pronunciaba discursos, repetía versos y tartamudeaba penosamente las sílabas tra, tro, tru, mientras el otro decía cosas saladas y amorosas á su mujer, echándola requiebros en ese lenguaje flamenco que tiene picor de cebolla y tufo de cuadra. La discreción relativa, de que hablé antes, se la había llevado la trampa. Tal espectáculo empezaba á disgustarme.
El café, hecho por la cocinera, era tan malo, que se decidió mandarlo traer de fuera. Vino pues, el café, mal colado, frío, oliendo á cocimiento; pero nos lo tomamos porque no había otro. Raimundo y Constantino se pusieron á tirar al florete. Mi primo no podía tenerse. La casa parecía un manicomio. Eloísa, su hermana y yo nos fuimos á la alcoba, donde Camila, sentada junto á mí, hacía mil monerías, que llamaba nerviosidades. Se recostaba, cerraba los ojos, dejaba ver la mejor parte de su seno, luego se erguía de un salto, cantaba escalas y vocalizaciones difíciles, nos azotaba á su hermana y á mí, y concluía por sacar á relucir aquél su estado que la hacía tan dichosa.
Ahora sí que va de veras —nos decía—. ¡Y este bruto se ríe, y no lo quiere creer!
De pronto le entraba como una exaltación ó más bien delirio de tonterías, y cruzando las manos gritaba:
—¡Ay! ¡qué hijín tan rico voy á tener!... Más mono que el tuyo, más, más. Me parece que le estoy viendo... No os riáis... ¡Qué sabes tú lo que es esto, egoísta! Si fueras padre, verías. Y dí, ¿por qué no te casas? ¿Para qué quieres esos millones? Para gastarlos con cualquier querindanga... ¡Qué hombres! Francamente, eres
asqueroso. Eso, eso, da tu dinero á las tías. Me alegraré de que te desplumen.
De aquí volvía la conversación á las dulces esperanzas maternas. Hasta me parecía que lloraba de satisfacción.
Vaya, ¿á que no me prometes ser padrino?
Sí que te lo prometo.
Y se rompía las manos en un aplauso.
—¿Y le harás un regalo como de millonario? ¿Me dejas escoger lo que yo quiera en casa de Capdeville?
—Sí: puedes empezar.
—Bien, bien... ¡Currí... Currí!
El perro pequeño entró, obedeciendo á las voces de su ama. Puso las patas en su falda, luego en la cintura, por fin en aquel seno hermosísimo. Ella le daba besos, le agasajaba, dejábase lamer por él.
Ven acá, tesoro de tu madre, rico, alegría de la casa.
—Yo no puedo ver esto —decía Eloísa con enfado, levantándose para retirarse—. Me voy.
—No, no, hermanita; no te vayas... Lárgate, Currí, Currí... Largo, y no parezcas más por aquí.
—No, no me beses —chillaba Eloísa, apartando su cara—; no pongas sobre mí esa boca con que has estado hociqueando al perro. Tonta, loca, ¡cuándo sentarás la cabeza!... José María está estupefacto de verte hacer tonterías.
—José María no se enfada, ¿verdad? Y ahora que caigo en ello, ¿por qué no me convidas esta noche al teatro?
—Otra más fresca...
—¿Pues por qué no? Después que hemos echado la casa por la ventana para obsequiarle... El día de hoy nos arruina para todo el mes. Sí, dile que sí. José María, esta noche...
—Te mandaré un palco para el teatro que quieras. Elige tú.
—Constantino —gritó Camila, cantando la marcha real—, esta noche vamos al teatro. Mira, tú, mi maridillo irá por el palco. Dame á
mí los cuartitos.
Yo decía para mí: «No tiene decoro, ni vergüenza, ni delicadeza tampoco. Es completa. Si me obligaran á vivir con un tipo así, al tercer día me enterraban.»
Eloísa estaba disgustada y deseaba marcharse. Yo también. Busqué á Raimundo para salir con él; pero mi primo se había dormido profundamente sobre el sofá de guttapercha del comedor.
Camila le cubrió con la capa para que no se enfriase.
—Ve pronto por el palco —decía la señora de Miquis á su marido — que es noche de moda, y si tardas no habrá localidades. Vamos... menea esas zancas. ¿A qué aguardas?
El manchego no se hizo de rogar. Pronto le sentimos bajar la escalera, saltando los escalones de cuatro en cuatro.
Iré luego á casa de mamá —dijo Camila, poniendo á su hermana el sombrero y el abrigo—. Adiós, comparito.
Le dí la mano, y ella me la apretó mucho.
VIII
En que se aclaran cosas expuestas en el anterior.
Cuando bajábamos, Eloísa me dijo:
—¿Vas á venir á acompañarme?
En el tono con que esto fué dicho, conocí su deseo de que no la acompañara. Yo tampoco tenía intención de hacerlo. Aquel recelo de no aparecer juntos en público al mismo tiempo nos acometía á entrambos, revelando, no sólo la conformidad, sino también la poca rectitud de nuestros pensamientos. Ella entró en su coche y fué á la calle del Olmo; yo me bajé á pie á la Castellana para dar una vuelta. Volví á casa al anochecer, y á poco sentí llegar el carruaje de mi prima. Obedeciendo á instintivo movimiento y á una curiosidad tonta, salí á mi puerta. Tuve el pueril antojo de atisbar por el ventanillo para verla subir sin que ella me viese. Siéndome fácil hablar con ella á todas horas, ¿qué significaba aquel acecho? Nada más que el ansia del misterio, la necesidad de poner en mi pasión la sal del incidente. Aquel mirar furtivo por la rejilla de cobre era ya un paso interesante y que rompía los términos rutinarios de la vida formal para ponernos en la esfera de las travesuras, más sabrosas cuanto más anormales... La ví subir. Noté que al pasar por mi puerta la miró como deseando que estuviese abierta, ó que el azar le proporcionase un pretexto para colarse dentro. El lacayo subía tras ella con un montón de paquetes de compras. Nos vimos aquella noche en su casa. Hablé con todo el mundo menos con ella. Ambos temíamos dar á conocer nuestra conciencia, no turbada aún más que por pensamientos. Presagiábamos las
peligrosas resultas de ellos; mas no se nos ocurría extirparlos, sino simplemente evitar que nos salieran á la cara. Con Carrillo, que había cogido un pasmo, hablé de todas las clases de constipaciones posibles; describí el proceso patológico de los míos y de los de mi padre, y mi tía Pilar vino en buena hora á dar nuevos horizontes á mi erudición con preciosos datos catarrales referentes á otras personas de la familia. Hicimos luego una ensalada inglesa. Hablé de los whigs y los torys, de la reforma electoral de 1834, del Habeas corpus, de la Liga de Manchester y del bill de cereales. Sir Roberto Peel quedó hecho trizas de tanto como le manoseamos Carrillo y yo, y no salieron mejor librados lord Chatam, Cobden, Russell, Palmerston y los modernos Disraeli y Gladstone. Nos volvíamos ingleses sin saberlo, y esto precisamente cuando mi sangre andaluza, la savia paterna, obscurecía y anonadaba en mí lo que yo había recibido del sér británico de mi madre.
Cuando me retiré, despedíme de todos menos de Eloísa, que al verme en pie se marchó al cuarto de su hijo. Y me la llevaba conmigo á mi casa, in mente; la robaba como hacía mi tío Serafín con las baratijas de su gusto, y me la guardaba en mi corazón, como en un bolsillo, reducida á impalpable esencia, cuando no la subía al entrecejo para darle allí vida febril, haciéndola compañera de mis soledades. Las noches de insomnio, las madrugadas de inquieto sueño, los días tristes alambicaban mi querencia poniéndome en estado de hacer tonterías de mozalbete si se hubiera presentado ocasión de ello. No las hice, porque Dios no quiso. Pero estaba dispuesto á todo, hasta á volverme romántico y wertheriano, á pesar de que los tiempos son tan poco propicios para que un hombre se ponga en semejante estado.
Una tarde del mes de Marzo nos encontramos casualmente en la calle. Ambos nos turbamos. Nos veíamos diariamente en la casa sin experimentar turbación, y en la calle, solos, al darnos las manos, parecía que temblábamos por tal encuentro y que habríamos deseado evitarlo. Iba yo hacia el Banco de España, ella á casa de
una amiga. Nos separamos. Sin darnos cuenta de ello, por medio de una sencilla pregunta semejante á esas que se hacen por decir algo y de una respuesta más sencilla aún, nos dimos cita para aquella tarde en la casa de la calle del Olmo. Vinieron los sucesos impensada y tontamente, con ese canon fatal que equipara en el orden de la realidad las cosas más triviales á las más graves y de más peligrosa transcendencia. Las cuatro serían cuando entré en la casa. No había nadie de la familia más que Eloísa. No tuve que llamar. La puerta estaba abierta, y un operario arreglaba la entrada del gas. Sentí martilleo en las habitaciones interiores, y al pasar junto á una puerta, oí la conversación de unas mujeres que, sentadas en el suelo, estaban cosiendo alfombras. Parecióme que yo me introducía invisible, como el gas, pasando por escondidos, angostos y callados tubos. Avancé. Bien sabía yo á dónde iba. Tan seguro estaba de encontrarla como de la luz del día. Después de atravesar dos salones, ví á Eloísa de espaldas. Estaba repasando una colección de estampas puesta en voluminosa carpeta. Acerquéme á ella de puntillas; mas aún no estaba á dos pasos de su hermosa figura, cuando sin volverse dijo esto:
Sí, ya te siento; no creas que me asustas...
Mucho amor (¡oh, París, París!), muchos números y la leyenda de las cuentas de vidrio. I
A la semana siguiente, instalóse mi prima en su nueva casa. Un día antes de mudarse, estuvo en la mía por la tarde, en ocasión que yo me encontraba solo. Hablamos atropellada y nerviosamente de las dificultades que nos cercaban; ella temía el escándalo, parecía muy cuidadosa de su reputación y aun dispuesta á sacrificar el amor que me tenía por el decoro de la familia. Manifestaba también escrúpulos religiosos y de conciencia, que yo acallé como pude con los argumentos socorridos que nunca faltan para casos tales. En ninguna de las conversaciones de aquellos días nombrábamos jamás á Carrillo. Unicamente hizo Eloísa alguna tímida referencia á la equivocación lamentable de su casamiento. Fué, más que una ceguera de ella, terquedad de su mamá y tontería de su papá... No tenía ella, no, toda la culpa de su falta. ¡Pícaro mundo! ¿Por qué no vine yo antes á Madrid? Y ya que no vine antes, cuando hubiera sido ocasión de casarnos, ¿por qué vine después, cuando ya el conocerme la había de hacer tan desgraciada? En resumidas cuentas, yo tenía toda la culpa... Pero ya, ¿qué remedio...? La atracción que á entrambos nos había unido era más fuerte que todas las demás cosas del alma. Imposible luchar contra ella... ¡Pero el escándalo, la pérdida de la reputación, el murmullo de la gente, su
hijo... el pobre barbián, que cuando creciera oiría decir que su mamita no había sido buena, como deben serlo todas las mamás!...
Las delicias de amar por vez primera y única eran acibaradas por aquella zozobra punzante, por aquel miedo al qué dirán, por el presentimiento de catástrofes y desventuras que es la sombra fatídica que se hace á sí misma la vida ilegal.
Y otra cosa... ¿Cómo, dónde y cuándo nos veríamos?... Porque pensar que podría transcurrir una semana sin vernos á solas, era pensar en la eternidad de la desdicha humana. Sobre esto hablamos largamente y con cierto ahogo, sin que yo pueda precisar ahora cuáles conceptos salieron de su boca, cuáles de la mía, cuáles de entrambas á la vez y como en un solo aliento. «Nos veríamos en su casa...» «No, no: en la mía...» «No, no: en otra...» «¿Dónde?...» «Pues nos daríamos cita en tal ó cual parte...» «Yo arreglaría una casita muy cuca...»
La felicidad que me embargaba y que juntamente significaba amor, idealismo y satisfacción del amor propio, era demasiado grande para que yo pudiera encerrarla en el secreto de mi alma. No quería yo el escándalo; mi moral era aún bastante remilgada para enseñarme lo que debemos al decoro; la publicidad érame antipática; pero, con todo, mi ventura me ahogaba hinchándome el pecho, sin duda por la parte que la vanidad tenía en ella. Erame forzoso mostrar á alguien mis bien ganados laureles; yo buscaba tal vez, sin darme cuenta de ello, un aplauso á la secreta aventura. Con nadie podía tener una confianza delicada como con Severiano Rodríguez, amigo mío muy querido de toda la vida. Conocía su discreción. Él me guardaría mi secreto como yo le guardaba los suyos. También Severiano estaba enredado con una señora casada; sólo que esto era tan público en Madrid como la Bula. Contéle, pues, todo, y no se sorprendió. Se lo temía el muy pillo. Díjome, con aquél su estilo figurativo y genuinamente andaluz, que era inútil quisiera yo hacer el niño del mérito, guardando una reserva que era lo mismo que poner persianas al viento; que no intentara trastear al
público, que es animal de mucho quinqué, y, por fin, que los tiempos de notoriedad que corremos hacen imposible el tapujito, lo que viene á ser una ventaja de nuestra edad sobre las precedentes. Razón tenía mi amigo. Dos meses después, advertí que mi secreto había dejado de serlo para muchas personas, aunque las conveniencias seguían guardándose con la mayor escrupulosidad. El amor por una parte, con la dulzura de sus goces prohibidos; la vanidad victoriosa por otra, mantenían mi espíritu en estado de tensión incesante. Yo no cabía en mí de gozo. Me sentía ya capaz, no sólo de locuras románticas, sino aun de las mayores violencias, si alguien osara disputarme aquel bien que consideraba eternamente mío. Eloísa me esclavizaba con fuerza irresistible. Su tenaz cariño era pagado liberalmente por mí con exaltada pasión, con estimación, hasta con respeto, con todo lo que el corazón humano puede dar de sí en su variada florescencia afectiva. Y en cierto modo me recreaba en ella como si fuera algo, no sólo perteneciente á mí, sino hechura de mi propia pasión. Porque sí: Eloísa era más hermosa desde que estaba en relaciones conmigo; como mujer valía más, mucho más que antes. Su elegancia superaba á los encomios que hacía de ella la lisonja. Desde que se instaló en su nueva y primorosa vivienda, parecía que había subido de golpe al último grado de esa nobleza del vestir, que no tiene nombre en castellano. Todas las seducciones se reunían en ella. Y yo... ¡para que vean ustedes cómo me puse!... la miraba como miraría el artista su obra maestra. No es esto, no, lo que quiero decir: mirábala como una planta que yo había regado con mi aliento, abrigado con mi calor y fertilizado con mi dinero, criándola para goce mío y recreo de la vista de los demás. Francamente, en mi cerebro había algo anormal, un tornillo roto, como gráficamente decía mi tío al descubrir las variadas chifladuras de la familia. Yo no estaba en mí en aquella época; yo andaba desquiciado, ido, con movimientos irregulares y violentos, como una máquina á la cual se le ha caído una pieza importante. De tal modo estaba alterado mi equilibrio, que á cada momento lo daba á
conocer. Si no hacía cosas ridículas, era porque conservaba muy vivo el respeto exterior de mí mismo; pero decía majaderías, como las que antes, en boca de otros, me habían hecho reir mucho. Con la familia me hallaba algo cohibido. Temía que el tío se enfadase, que mi tía Pilar me echase los tiempos por la situación poco decorosa en que yo había puesto á su hija. Pero ninguno se dió por entendido. O no lo sabían, ó lo disimulaban. Raimundo y María Juana tampoco chistaban. Sólo Camila se permitió algunas reticencias, de que no hice caso. Toda la familia me trataba de la misma manera, con el mismo afecto y cortesía, y yo, agradecido á esta condescendencia natural ó estudiada, les correspondía redoblando con respecto á ellos mi generosidad. Era ésta en mí como una corruptela para comprar su tolerancia, ó subvención otorgada á su silencio. No cesaba, pues, de hacer regalitos á mi tía, algunos de consideración; daba cigarros y dinero á Raimundo; compré un piano á Camila, pues el que tenía estaba ya asmático, y á todos les obsequiaba un día y otro con palcos ó butacas en los principales teatros.
Pero mis arranques más costosos eran para Eloísa, á quien constantemente daba sorpresas, añadiendo á sus colecciones objetos diversos, ya un cuadrito de buena firma, ya un caprichoso mueble, antigüedad de mérito ó primorosa alhaja de moda. Grande era mi gozo cuando observaba el suyo al recibir el presente. A veces me reñía, ponía morros por aquel afán mío de gastar el dinero tan sin substancia. Nunca me pedía nada; pero muy á menudo la observé como atontada pensando en algún objeto recientemente exhibido en las tiendas de lujo. Tenía momentos de entusiasmo suponiéndose poseedora de él, ratos de tristeza considerándose incapaz de poseerlo. Precisaba calmar esta exaltación con la única medicina eficaz, la compra del pícaro objeto. Este era bien un jarrón japonés de la fábrica imperial, con la pátina antigua, ó un par de tibores de Sachsuma. Era á veces el motivo de sus ansias una delicada pieza de Wedgwood ó una credencia de ébano y marfil. A
esto añadí, por Mayo, una berlina de Binder y un piano media-cola de Erard; pero ningún capítulo subía tanto como el de alhajas, pues por el collar de perlas, la rivièrede brillantes, una pulsera de ojosde gato, una rosa suelta y varias chucherías, me dejé en casa de Marabini quince mil duritos.
Llegó el verano. La familia de mi tío tenía casa tomada en San Juan de Luz. Eloísa fué con su marido á Biarritz, de donde pasarían á París á consulta de médicos. En París me planté yo, para esperarles, y no tuve tiempo de impacientarme, pues mi prima acudió puntual á la cita. El pobre Pepe estaba delicadísimo y no podía invertir su tiempo más que en dejarse ver y examinar de las eminencias médicas, en someterse á tratamientos fastidiosos y en pasear algún rato, absteniéndose de salir de noche y de todo regalo en las comidas. Vivían en el Hotel de la calle de Scribe. Yo estaba, como siempre, en el de Helder. Fácil nos era á mi prima y á mí vernos y citarnos en la ilimitada libertad parisiense y aun hacer algunas excursiones cortas á las inmediaciones. En los cuatro días que Carrillo estuvo sin más compañía que la de un camarero, en los baños de Enghien, disfrutamos los pecadores de una independencia que hasta entonces no habíamos conocido. Eloísa iba á mi hotel. Estábamos como en nuestra casa, libres, solos, haciendo lo que se nos antojaba, almorzando en la mesilla de mi gabinete, ella sin peinarse, á medio vestir; yo vestido también con el mayor abandono; ambos irreflexivos, indolentes, gozando de la vida como los seres más autónomos y más enamorados de la creación. En nuestros coloquios, amenizados por constante reir, nos comparábamos con las dichosas parejas del barrio latino, el estudiante y la griseta, el pintor y su modelo, viviendo al día con dos ó tres francos y una ración inmensa de amor sin cuidados. Nosotros
éramos mucho más felices porque teníamos dinero y podríamos paladear mejor tanta dicha. Para gozar á nuestras anchas de la libertad parisiense, tomábamos el tren en San Lázaro y nos íbamos á San Germán, almorzábamos en la Terraza, paseábamos por el bosque, corríamos, nos acostábamos sobre la hierba... ¡Qué horas tan dulces! Como quien se contempla en un espejo, nos recreábamos en las muchas parejas que veíamos semejantes á nosotros. Componíanse de algún extranjero, ávido de echar una cana al aire, y de alguna bulevardista, por lo general de buen parecer y modales un tanto desenvueltos. En otras parejas se advertía una confianza, una intimidad que no son propias de las relaciones de un día. Eran amantes, como nosotros, que hacían una escapatoria como la nuestra, para burlar con delirante satisfacción la insoportable vigilancia de las leyes divinas y humanas. Veíamos hombres de semblante inquieto y fatigado; mujeres guapas, guapísimas, vestidas con una elegancia que cautivaba á Eloísa. Esta se fijaba en la manera de vestir de aquella gente, y en la originalidad de sus atavíos. Eran como anuncio vivo de los modistos, que por tal procedimiento hacían público reclamo de las novedades de la estación próxima.
Por la noche nos metíamos en los teatros y cafés cantantes más depravados. Era preciso verlo todo, sin perjuicio de ir por la mañana á las misas aristocráticas de la Magdalena y de la CapillaExpiatoria... El resto del día lo empleábamos en las tiendas. Eloísa quería surtirse con tiempo de muchas cosas que en Madrid habían de costarle el doble. Compraba, pues, por economía. Los grandes almacenes y los establecimientos más de moda recibían nuestra visita. También solía llevarme á casa de los célebres anticuarios de la calle Real, y á los depósitos de artículos de China, Persia, Japón y Siam. Lo japonés abundaba poco en Madrid todavía, mientras que en París estaba al alcance de todas las fortunas. ¿Cómo no apresurarse á llevar un surtido de telas, vasos, estantillos, dos ó tres biombos, lacas, y hasta las ínfimas baratijas de papel y cartón que declaran el maravilloso