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Gaudete No. 40 - 8 septiembre 2024

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Escuchar y Hablar

Escuchar y Hablar

Año de la oración

Cómo hablar con Dios en momentos difíciles

En los salmos escuchamos las voces de orantes de carne y hueso, cuya vida, como la de todos, está plagada de problemas, de fatigas, de incertidumbres. El salmista no responde de forma radical a este sufrimiento: sabe que pertenece a la vida. Sin embargo, en los salmos el sufrimiento se transforma en pregunta. Del sufrir al preguntar.

Y entre las muchas preguntas, hay una que permanece suspendida, como un grito incesante que atraviesa todo el libro de lado a lado. Una pregunta, que nosotros la repetimos muchas veces: “¿Hasta cuándo, Señor? ¿Hasta cuándo?”. Cada dolor reclama una liberación, cada lágrima invoca un consuelo, cada herida espera una curación, cada calumnia una sentencia absolutoria. “¿Hasta cuándo, Señor, debo sufrir esto? ¡Escúchame, Señor!”: cuántas veces nosotros hemos rezado así, con “¿hasta cuándo?”, ¡basta Señor!

Planteando continuamente preguntas de este tipo, los salmos nos enseñan a no volvernos adictos al dolor, y nos recuerdan que la vida no es salvada si no es sanada. La existencia del hombre es un soplo, su historia es fugaz, pero el orante sabe que es valioso a los ojos de Dios, por eso tiene sentido gritar. Y esto es importante.

Cuando nosotros rezamos, lo hacemos porque sabemos que somos valiosos a los ojos de Dios. Es la gracia del Espíritu Santo que, desde dentro, nos suscita esta conciencia: de ser valiosos a los ojos de Dios. Y por esto se nos induce a orar.

La oración de los salmos es el testimonio de este grito: un grito múltiple, porque en la vida el dolor asume mil formas, y toma el nombre de enfermedad, odio, guerra, persecución, desconfianza... Hasta el “escándalo” supremo, el de la muerte. La muerte aparece en el Salterio como la más irracional enemiga del hombre: ¿qué delito merece un castigo tan cruel, que conlleva la aniquilación y el final? El orante de los salmos pide a Dios intervenir donde todos los esfuerzos humanos son vanos. Por esto la oración, ya en sí misma, es camino de salvación e inicio de salvación.

Todos sufren en este mundo: tanto quien cree en Dios, como quien lo rechaza. Pero en el Salterio el dolor se convierte en relación: grito de ayuda que espera interceptar un oído que escuche. No puede permanecer sin sentido, sin objetivo. Tampoco los dolores que sufrimos pueden ser solo casos específicos de una ley universal: son siempre “mis” lágrimas. Pensad en esto: las lágrimas no son universales, son “mis” lágrimas. Cada uno tiene las propias. “Mis” lágrimas y “mi” dolor me empujan a ir adelante con la oración. Son “mis” lágrimas que nadie ha derramado nunca antes que yo. Sí, muchos han llorado, muchos. Pero “mis” lágrimas son mías, “mi” dolor es mío, “mi” sufrimiento es mío.

Antes de entrar en el Aula, he visto a los padres del sacerdote de la diócesis de Como que fue asesinado; precisamente fue asesinado en su servicio para ayudar. Las lágrimas de esos padres son “sus” lágrimas y cada uno de ellos sabe cuánto ha sufrido en el ver este hijo que ha dado la vida en el servicio de los pobres. Cuando queremos consolar a alguien, no encontramos las palabras. ¿Por qué? Porque no podemos llegar a su dolor, porque “su” dolor es suyo, “sus” lágrimas son suyas. Lo mismo es para nosotros: las lágrimas, “mi” dolor es mío, las lágrimas son “mías” y con estas lágrimas, con este dolor me dirijo al Señor.

Todos los dolores de los hombres para Dios son sagrados. Así reza el orante del salmo 56: «Tú has anotado los pasos de mi destierro; recoge mis lágrimas en tu odre: ¿acaso no está todo registrado en tu Libro?» (v. 9). Delante de Dios no somos desconocidos, o números. Somos rostros y corazones, conocidos uno a uno, por nombre. (Papa Francisco, Audiencia General, 14 de octubre 2020.)

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