10 de Mayo
DIA DE LAS MADRES

En México, el 10 de mayo de 1922, se declaró como día especial para celebrar a las Madres. A partir de esta fecha cada 10 de mayo, sin importar que día de la semana sea, se celebra a mamá. Esta tradición se ha convertido en México en uno de los días de fiesta más celebrados, donde se reúnen las familias mexicanas a festejar a sus Madres.
México fue el primer país latinoamericano en sumarse a esta conmemoración, y tal importancia adquirió la devoción a la madre que el 10 de mayo de 1949 se inauguró en la capital una gran escultura en honor a la madre.
Para la Iglesia Católica la celebración

de este mes de mayo es un homenaje y una acción de gracias hacia quien es Nuestra Madre. Como “regalos” para Ella, se suelen hacer realizar diversas acciones; el rezo del Rosario, las ofrendas florales o la meditación sobre un momento de su vida, son algunas ideas con las que se honrar a la Virgen María en este mes de mayo.
Dios le asigna una gran importancia a la madre, tan es así, que el primer mandamiento con promesa que dicta es: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tengas larga vida y te vaya bien en todo” (Éxodo 20, 12). En efecto, existe una cantidad de virtudes que Dios ha puesto en la vida de tan noble vocación:
Una madre es alegre. Ella se encarga de poner al hogar un ambiente de tranquilidad y alegría que permite que cada quien se desarrolle mejor. Está en las buenas noticias y te apoya en los malos momentos intentando animarte.
Una madre es entregada. Da su alma, su ser y su amor. Desde el alimento hasta su dedicación para el cuidado de cada hijo.
Una madre es educadora. Pues tiene la tarea especial de ayudar a dejar buenos alumnos, ciudadanos, fieles y en general personas felices para este mundo. Educa no sólo por las tardes con las tareas de la escuela, sino que
educa en el amor y educa en valores.
Una madre es paciente. Sabe esperar y entiende que cada uno de sus hijos tiene un carácter, personalidad y un ritmo de crecimiento diferente.
Una madre es silenciosa. En silencio guarda una cantidad de recuerdos, aprendizajes y experiencias para contarte cuando seas más grande, para contar a papá o para sólo mantener como secreto entre ella y Dios.
Una madre es humilde. Como María, dijo sí a la vida y a lo que ello conllevaba, reforzando con un “hágase” silencioso en su día a día. Seguramente muchas veces le toca aceptar sufrimientos por sus hijos, que en algunos casos podrían estar muy cerca de lo que María sufrió con la crucifixión de Jesús.
Una madre no sólo tiene una dimensión física, sino también una psicológica y espiritual, seguro tendrás en mente muchas más virtudes, y con ello recordarás a otras mujeres: esa tía que está presente, la maestra que te apoya en el salón de clases, la mamá de tu amiga(o) que también te ayuda con algunas situaciones, la religiosa de la iglesia, etc.
A todas esas mujeres que están presentes en nuestra vida, ¡felicidades y bendiciones! Su labor es valiosa.
Año de la oración
Las claves para imitar la oración de la Virgen María
En nuestro camino de catequesis sobre la oración, hoy encontramos a la Virgen María, como mujer orante. La Virgen rezaba. Cuando el mundo todavía la ignora, cuando es una sencilla joven prometida con un hombre de la casa de David, María reza.
Podemos imaginar a la joven de Nazaret
recogida en silencio, en continuo diálogo con Dios, que pronto le encomendaría su misión. Ella está ya llena de gracia e inmaculada desde la concepción, pero todavía no sabe nada de su sorprendente y extraordinaria vocación y del mar tempestuoso que tendrá que navegar. Algo es seguro: María pertenece al gran grupo




de los humildes de corazón a quienes los historiadores oficiales no incluyen en sus libros, pero con quienes Dios ha preparado la venida de su Hijo.
María no dirige autónomamente su vida: espera que Dios tome las riendas de su camino y la guíe donde Él quiere. Es dócil, y con su disponibilidad predispone los grandes eventos que involucran a Dios en el mundo. El Catecismo nos recuerda su presencia constante y atenta en el designio amoroso del Padre y a lo largo de la vida de Jesús (cfr. CCE, 2617−2618).
María está en oración, cuando el arcángel Gabriel viene a traerle el anuncio a Nazaret. Su “he aquí”, pequeño e inmenso, que en ese momento hace saltar de alegría a toda la creación, ha estado precedido en la historia de la salvación de muchos otros “he aquí”, de muchas obediencias confiadas, de muchas disponibilidades a la voluntad de Dios.
No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, de corazón abierto a Dios: “Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras”. Es decir, el corazón abierto a la voluntad de Dios.
Y Dios siempre responde. ¡Cuántos creyentes viven así su oración! Los que son más humildes de corazón, rezan así: con la humildad esencial, digamos así; con humildad sencilla: “Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras”. Y estos rezan así, no enfadándose porque los días están llenos de problemas, sino yendo al encuentro de la realidad y sabiendo que en el amor humilde, en el amor ofrecido en cada situación, nos convertimos en instrumentos de la gracia de Dios. Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras. Una oración sencilla, pero es poner nuestra vida en manos del Señor: que sea Él quien nos guíe. Todos podemos rezar así, casi sin palabras.
La oración sabe calmar la inquietud: pero, nosotros somos inquietos, siempre queremos las cosas antes de pedirlas y las queremos en seguida. Esta inquietud nos hace daño, y la oración sabe calmar la inquietud, sabe transformarla en disponibilidad. Cuando estoy inquieto, rezo y la oración me abre el corazón y me vuelve disponible a la voluntad de Dios. La Virgen María, en esos pocos instantes de la Anunciación, ha sabido rechazar el miedo, aun presagiando que su “sí” le daría pruebas muy duras.
Si en la oración comprendemos que cada día donado por Dios es una llamada, entonces agrandamos el corazón y acogemos todo. Se aprende a decir: “Lo que Tú quieras, Señor.
Prométeme solo que estarás presente en cada paso de mi camino”. Esto es lo importante: pedir al Señor su presencia en cada paso de nuestro camino: que no nos deje solos, que no nos abandone en la tentación, que no nos abandone en los momentos difíciles. Ese final del Padre Nuestro es así: la gracia que Jesús mismo nos ha enseñado a pedir al Señor. María acompaña en oración toda la vida de Jesús, hasta la muerte y la resurrección; y al final continúa, y acompaña los primeros pasos de la Iglesia naciente (cfr. Hch 1,14). María reza con los discípulos que han atravesado el escándalo de la cruz. Reza con Pedro, que ha cedido al miedo y ha llorado por el arrepentimiento. María está ahí, con los discípulos, en medio de los hombres y las mujeres que su Hijo ha llamado a formar su Comunidad. ¡María no hace el sacerdote entre ellos, no! Es la Madre de Jesús que reza con ellos, en comunidad, como una de la comunidad. Reza con ellos y reza por ellos.
Y, nuevamente, su oración precede el futuro que está por cumplirse: por obra del Espíritu Santo se ha convertido en Madre de Dios, y por obra del Espíritu Santo, se convierte en Madre de la Iglesia. Rezando con la Iglesia naciente se convierte en Madre de la Iglesia, acompaña a los discípulos en los primeros pasos de la Iglesia en la oración, esperando al Espíritu Santo.
En silencio, siempre en silencio. La oración de María es silenciosa. El Evangelio nos cuenta solamente una oración de María: en Caná, cuando pide a su Hijo, para esa pobre gente, que va a quedar mal en la fiesta. Pero, imaginemos: ¡hacer una fiesta de boda y terminarla con leche porque no había vino! ¡Eso es quedar mal! Y Ella, reza y pide al Hijo que resuelva ese problema.
La presencia de María es por sí misma oración, y su presencia entre los discípulos en el Cenáculo, esperando el Espíritu Santo, está en oración. Así María da a luz a la Iglesia, es Madre de la Iglesia. El Catecismo explica: «En la fe de su humilde esclava, el don de Dios encuentra la acogida que esperaba desde el comienzo de los tiempos» (CCE, 2617).
En la Virgen María, la natural intuición femenina es exaltada por su singular unión con Dios en la oración. Por esto, leyendo el Evangelio, notamos que algunas veces parece que ella desaparece, para después volver a aflorar en los momentos cruciales: María está abierta a la voz de Dios que guía su corazón, que guía sus pasos allí donde hay necesidad de su presencia. Presencia silenciosa de madre y de discípula. María está presente porque es Madre, pero
también está presente porque es la primera discípula, la que ha aprendido mejor las cosas de Jesús. María nunca dice: “Venid, yo resolveré las cosas”. Sino que dice: “Haced lo que Él os diga”, siempre señalando con el dedo a Jesús. Esta actitud es típica del discípulo, y ella es la primera discípula: reza como Madre y reza como discípula.
«María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Así el evangelista Lucas retrata a la Madre del Señor en el Evangelio de la infancia.
Todo lo que pasa a su alrededor termina teniendo un reflejo en lo más profundo de su corazón: los días llenos de alegría, como los momentos más oscuros, cuando también a ella le cuesta comprender por qué camino debe pasar la Redención. Todo termina en su corazón, para que pase la criba de la

Letanía es una palabra griega que significa oración, especialmente oración hecha en común, significa también procesión, porque esta manera de orar se usa en las procesiones.
El uso de las Letanías es antiquísimo, se remonta a los primeros siglos de la Iglesia. La más antigua es la Letanía de los santos, pero hay otras también aprobadas por la Santa Iglesia.
En honor de nuestra Madre Santísima, conocemos la más popular de todas las Letanías, la Lauretana, que es llamada así en las Constituciones de los Sumos Pontífices: Sixto V, Clemente VIII, Alejandro VII, etc., porque se usó por primera vez en el Santuario de Loreto.
La Letanía Lauretana se compone de una serie de invocaciones a María, de títulos de honor que los santos Padres le dieron, títulos que se fundan principalmente en la única e incomunicable dignidad de María Madre de Dios. Con ellos honramos su persona e invocamos su poderosa intercesión.
Las primeras invocaciones son a Dios adorable Trinidad y a Cristo
oración y sea transfigurado por ella. Ya sean los regalos de los Magos, o la huida en Egipto, hasta ese tremendo viernes de pasión: la Madre guarda todo y lo lleva a su diálogo con Dios.
Algunos han comparado el corazón de María con una perla de esplendor incomparable, formada y suavizada por la paciente acogida de la voluntad de Dios a través de los misterios de Jesús meditados en la oración. ¡Qué bonito si nosotros también podemos parecernos un poco a nuestra Madre! Con el corazón abierto a la Palabra de Dios, con el corazón silencioso, con el corazón obediente, con el corazón que sabe recibir la Palabra de Dios y la deja crecer con una semilla del bien de la Iglesia.