Domingo 7 enero 2024 • II Época, No. 6 • Editor P. Armando Flores
La Verdadera estrella es la Palabra de Dios En la solemnidad de la Epifanía la Iglesia sigue contemplando y celebrando el misterio del nacimiento de Jesús salvador. En particular, la fiesta de hoy subraya el destino y el significado universales de este nacimiento. Al hacerse hombre en el seno de María, el Hijo de Dios vino no sólo para el pueblo de Israel, representado por los pastores de Belén, sino también para toda la humanidad, representada por los Magos. Y la Iglesia nos invita hoy a meditar y orar precisamente sobre los Magos y sobre su camino en busca del Mesías (cf. Mt 2, 1-12). En el Evangelio hemos escuchado que los Magos, habiendo llegado a Jerusalén desde el Oriente, preguntan: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Hemos visto su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo» (v. 2). ¿Qué clase de personas eran y qué tipo de estrella era esa? Probablemente eran sabios que escrutaban el cielo, pero no para tratar de «leer» en los astros el futuro, quizá para obtener así algún beneficio; más bien, eran hombres «en busca» de algo más, en busca de la verdadera luz, una luz capaz de indicar el camino que es preciso recorrer en la vida. Eran personas que tenían la certeza de que en la creación existe lo que podríamos definir la «firma» de Dios, una firma que el hombre puede y debe intentar descubrir y descifrar. Tal vez el modo para conocer mejor a estos Magos y entender su deseo de dejarse guiar por los signos de Dios es detenernos a considerar lo que encontraron, en su camino, en la gran ciudad de Jerusalén. Ante todo encontraron al rey Herodes. Ciertamente, Herodes estaba interesado en el niño del que hablaban los Magos, pero no con el fin de adorarlo, como quiere dar a entender mintiendo, sino para eliminarlo. Herodes es un hombre de poder, que en el otro sólo ve un rival contra el cual luchar. En el fondo, si reflexionamos bien, también Dios le parece un rival, más aún, un rival especialmente peligroso, que querría privar a los hombres de su espacio vital, de su autonomía, de su poder; un rival que señala el camino que hay que recorrer en la vida y así impide hacer todo lo que se quiere. Herodes escucha de sus expertos en las Sagradas Escrituras las palabras del profeta Miqueas (5, 1), pero sólo piensa en el trono. Entonces Dios mismo debe ser ofuscado y las personas deben limitarse a ser simples peones para mover en el gran tablero de ajedrez del poder. Herodes es un personaje que no nos cae simpático y que instintivamente juzgamos de modo negativo por su brutalidad. Pero deberíamos preguntarnos: ¿Hay algo de Herodes también en nosotros? ¿También nosotros, a veces, vemos a Dios como una especie de rival? ¿También nosotros somos ciegos ante sus signos, sordos a sus palabras, porque pensamos que
pone límites a nuestra vida y no nos permite disponer de nuestra existencia como nos plazca? Queridos hermanos y hermanas, cuando vemos a Dios de este modo acabamos por sentirnos insatisfechos y descontentos, porque no nos dejamos guiar por Aquel que está en el fundamento de todas las cosas. Debemos alejar de nuestra mente y de nuestro corazón la idea de la rivalidad, la idea de que dar espacio a Dios es un límite para nosotros mismos; debemos abrirnos a la certeza de que Dios es el amor omnipotente que no quita nada, no amenaza; más aún, es el único capaz de ofrecernos la posibilidad de vivir en plenitud, de experimentar la verdadera alegría. Los Magos, luego, se encuentran con los estudiosos, los teólogos, los expertos que lo saben todo sobre las Sagradas Escrituras, que conocen las posibles interpretaciones, que son capaces de citar de memoria cualquier pasaje y que, por tanto, son una valiosa ayuda para quienes quieren recorrer el camino de Dios. Pero, afirma san Agustín, les gusta ser guías para los demás, indican el camino, pero no caminan, se quedan inmóviles. Para ellos las Escrituras son una especie de atlas que leen con curiosidad, un conjunto de palabras y conceptos que examinar y sobre los cuales discutir doctamente. Pero podemos preguntarnos de nuevo: ¿no existe también en nosotros la tentación de considerar las Sagradas Escrituras, este tesoro riquísimo y vital para la fe la Iglesia, más como un objeto de estudio y de debate de especialistas que como el Libro que nos señala el camino para llegar a la vida? Creo que, como indiqué en la exhortación apostólica Verbum Domini, debería surgir siempre de nuevo en nosotros la disposición profunda a ver la palabra de la Biblia, leída en la Tradición viva de la Iglesia (n. 18), como la verdad que nos dice qué es el hombre y cómo puede realizarse plenamente, la verdad que es el camino a recorrer diariamente, junto a los demás, si queremos construir nuestra existencia sobre la roca y no sobre la arena. Pasemos ahora a la estrella. ¿Qué clase de estrella era la que los Magos vieron y siguieron? A lo largo de los siglos esta pregunta ha sido objeto de debate entre los astrónomos. Kepler, por ejemplo, creía que se trataba de una «nova» o una «supernova», es decir, una de las estrellas que normalmente emiten una luz débil, pero que pueden tener improvisamente una violenta explosión interna que produce una luz excepcional. Ciertamente, son cosas interesantes, pero que no nos llevan a lo que es esencial para entender esa estrella. Debemos volver al hecho de que esos hombres buscaban las huellas de Dios; trataban de leer su «firma» en la creación; sabían que «el cielo proclama la gloria de Dios» (Sal 19, 2); es decir, tenían la certeza de que es posible vislumbrar a Dios en la creación. Pero, al ser hombres sabios, sabían también que no es con un telescopio cualquiera, sino con los ojos profundos de la razón en busca del