Domingo 21 enero 2024 • II Época, No. 8 • Editor P. Armando Flores
«Permanezcan en mi palabra» Uno de los hechos más llamativos en la historia del pueblo de Israel es, ciertamente, constatar que el vehículo privilegiado con el que Dios se dirige al pueblo y a cada uno, es el de la “palabra”. Decir que Dios usa la “Palabra” equivale a afirmar que Dios habla, es decir, Dios sale del silencio y en su amor se dirige a la humanidad. El hecho de que Dios hable implica que quiere comunicar algo íntimo y absolutamente necesario para el hombre, sin el cual no podría jamás llegar a un pleno conocimiento de sí mismo ni del misterio de Dios. El coloquio permanente entre Dios y los hombres, que caracteriza la historia bíblica, posee los rasgos de la amistad. Es un coloquio personal, que toca al hombre en lo más íntimo y lo involucra en una relación de amor, alcanzando a cada uno en su historia para estarle cercano. El hecho fundamental que sorprende a la historia dándole una orientación diferente es este: en Jesucristo Dios habla de manera plena y definitiva a la humanidad. Él es la Palabra hecha carne, la Palabra que desde siempre es pronunciada y que ahora se hace también visible. Lo que se da a conocer a los hombres es la Palabra, el Logos, el Verbo, la vida eterna… todos, términos que remiten a la idea central y fundante: la persona de Jesucristo. Se vuelven entonces muy significativas estas palabras que Jesús dirige a todos nosotros, creyentes en Él, en el Evangelio de Juan: «Permanezcan en mi palabra» (Jn 8, 31). Es la invitación a no dispersarse, sino a “permanecer en Él” con una unidad profunda y radical como la de los sarmientos a la vid (cfr. Jn 15, 1-7). En el Cuarto Evangelio, el verbo “permanecer” tiene un valor paradigmático. Permanecer en la Palabra de Dios es mucho más que un encuentro acelerado o fortuito. La Dei Verbum lo explica de modo admirable: «habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos» (No. 2). Dios no solo habla con los hombres, sino que se detiene
largamente con ellos, como verdaderos “amigos” conocidos de mucho tiempo; Dios “mora” con nosotros, permanece para compartir alegrías y dolores y dar a la vida un sentido de plenitud que no se puede encontrar en otro lugar. En su Palabra, Dios nos ilumina con la «luz de la vida» (Jn 8, 12), como bien afirma el obispo Agustín: «Si se mantienen en mi Palabra, serán verdaderamente mis discípulos, y podrán contemplar la verdad como es, no por medio de palabras fuertes, sino con su luz resplandeciente, cuando Dios nos saciará, como dice el salmo: Fue impresa en nosotros la luz de tu rostro, oh Señor (Sal 4, 7)». El Papa Francisco, en la Carta Apostólica al concluir el Jubileo de la Misericordia deseaba que «cada comunidad, en un domingo del Año litúrgico, renovase su compromiso en favor de la difusión, el conocimiento y la profundización de la Sagrada Escritura: un domingo dedicado enteramente a la Palabra de Dios para comprender la inagotable riqueza que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo» (Misericordia et misera, 7). Con la Carta Apostólica Aperuit Illis, el Papa Francisco instituyó el Domingo de la Palabra de Dios, disponiendo su celebración el III Domingo del Tiempo Ordinario. No es secundario que el Domingo de la Palabra de Dios se coloque en un período en donde la Iglesia celebra la Semana de oración por unidad de los Cristianos, confiriéndole un gran valor ecuménico y de comunión. De hecho, la Sagrada Escritura, desde siempre, es un puente de diálogo y de importante contacto también con las otras confesiones cristianas y con las otras religiones. Además, los Evangelios de este domingo, en los tres ciclos litúrgicos, conducen al inicio del ministerio de la predicación de Jesús, Verbo hecho carne. El Domingo de la Palabra de Dios permite a los cristianos, una vez más, reforzar la tenaz invitación de Jesús a escuchar y custodiar su Palabra para ofrecer al mundo un testimonio de esperanza que nos permita ir más allá de las dificultades del momento presente. En el camino que el Papa Francisco pide a toda la Iglesia cumplir hacia el Jubileo del 2025, que tiene como lema Peregrinos de esperanza, el Domingo de la Palabra de Dios se vuelve una etapa decisiva. La esperanza que surge de esta Palabra, de hecho, provoca a cada comunidad no solo a anunciar la fe de siempre, sino, ante todo, comunicarla con la convicción que da esperanza a quienes la escuchan y la acogen con corazón sencillo.
El camino del ecumenismo Jesús oró para que todos sus discípulos fueran uno (Jn 17,21),y así los cristianos no pueden perder la esperanza o dejar de orar y trabajar por la unidad. Están unidos por su amor a Dios en Cristo y por la experiencia de conocer el amor que Dios les tiene. Reconocen esta experiencia de fe el uno en el otro cuando oran, adoran y sirven a Dios juntos. Sin embargo, en las relaciones intereclesiales esto sigue siendo un desafío. La falta de conocimiento mutuo entre las iglesias y la sospecha mutua pueden debilitar el compromiso en el camino del ecumenismo. Algunos pueden tener temor porque el ecumenismo pueda conduzca a una pérdida de identidad denominacional e impedir el ‘crecimiento’de la Iglesia. Tal rivalidad entre las Iglesias es contraria a la oración de Jesús. Al igual que el sacerdote y el levita en el pasaje del evangelio, los cristianos a menudo pierden la oportunidad de relacionarse con hermanos y hermanas debido al miedo. Durante la Semana de oración por la unidad de los cristianos, pedimos al Señor que venga en nuestra ayuda, para curar nuestras heridas y así permitirnos recorrer el camino del ecumenismo con confianza y esperanza.