Erich Fried · Ignasi Blanch

![]()


Los jóvenes pollos no sentían una especial simpatía por la mujer pelirroja que les daba de comer. Es verdad que acudían a ella atraídos por el pienso y por la chirriante llamada de la vieja campesina, pero no las tenían todas consigo. Si, por casualidad, se acercaban demasiado a ella y, de pronto, la veían, salían huyendo como alma que lleva el diablo.



Eran los llamados felices pollos libres. La gallina madre les reprochaba con frecuencia su desconfianza injusta y enfermiza, ya que la vieja mujer era su bienhechora, de eso no cabía duda. La gallina madre buscaba averiguar el origen de esa desconfianza, incomprensible a sus ojos, lo que a ella, a veces, llamaba el tedio de la granja de las gallinas.


Los jóvenes pollos, en realidad, ya no eran tan pollitos. Estaban bastante grandes y robustos. Terminaban de aprender a leer y se sentían orgullosos de sus conocimientos. Pero, en esta ocasión, no se les había notado que hubieran dejado de ser unos pollitos, pues, en su excitación, se atropellaban unos a otros, como si acabaran de salir del huevo, y el último plumón volaba en todas direcciones. Así de alterados habían venido a buscar refugio en su madre.

La vieja clueca cacareó tranquilizadora a sus polluelos hasta que dejaron de chillar. Poco a poco, consiguió averiguar el motivo de su generalizado temor.

