El zoológico humano
Las prisiones son vitrinas. No para quienes estamos dentro, claro, sino para quienes las miran desde afuera con la fascinación morbosa de quien visita un zoológico. No nos consideran personas, sino especímenes de una especie peligrosa que debe ser estudiada, exhibida y mantenida bajo control.
Los jueces, los periodistas, los académicos, los políticos, todos tienen algo que decir sobre nosotros. Desmenuzan nuestras historias, nos reducen a cifras, nos convierten en ejemplos de lo que no se debe hacer. Nos nombran sin conocernos, nos analizan como si fuéramos poco más que bestias encerradas en una jaula de concreto.
Nos observan desde la distancia, como si fuéramos parte de un espectáculo. "Aquí pueden ver a los criminales en su hábitat natural", dicen, señalando nuestras celdas como si fueran jaulas numeradas. "Noten su comportamiento errático, su agresividad latente, su incapacidad de vivir en sociedad." Y ellos, los visitantes, asienten con la cabeza, satisfechos de que la seguridad del cristal los separa de la fauna carcelaria.
A veces, para variar el entretenimiento, nos traen proyectos de rehabilitación. Programas diseñados por quienes jamás han pasado una noche en un calabozo, pero que aseguran saber qué es lo mejor para nosotros. Nos enseñan a hacer artesanías que nadie comprará, a cultivar huertas en patios donde el sol apenas entra, a escribir cartas de arrepentimiento que nadie leerá. Nos ofrecen educación, sí, pero no la que libera, sino la que adiestra. No nos enseñan a pensar, sino a obedecer.
Las visitas son otro espectáculo. Familias que llegan con la esperanza de vernos por un rato, sometidas a revisiones humillantes, cacheadas como si también fueran sospechosas. Niños que aprenden demasiado pronto que el amor tiene un horario de visita. Madres que sostienen nuestras manos a través de barrotes invisibles, intentando convencerse de que seguimos siendo los mismos, aunque ambas sepamos que no es cierto.
Mientras tanto, afuera, los turistas del morbo siguen viniendo. Los documentales sobre cárceles cosechan millones de visitas en internet. Las series y películas muestran el encierro con una estética seductora, donde la violencia es un entretenimiento y la miseria un guion bien escrito.
En las noticias, somos la amenaza, el enemigo público, el error del sistema. Jamás el producto de él. Y así continúa la exhibición. No hay boletos, porque el espectáculo es gratis. Solo basta con encender la televisión, leer un titular, escuchar el discurso de algún político en campaña. Nos observan, nos juzgan, nos mantienen dentro de estas vitrinas de concreto. Pero lo que no saben—o no quieren admitir—es que los barrotes no encierran a las fieras. Encierran a los que el mundo se niega a comprender.