27308c

Page 1


La cancha del sol

(The Sunshine Court)

ALL FOR THE GAME (4)

TRADUCCIÓN DE

LOURDES UREÑA PÉREZ

Nora Sakavic

Primera edición: Junio de 2025

Título original: The Sunshine Court

© 2024 Nora Sakavic © de la edición en español: A. C. KAKAO BOOKS – Libros por la diversidad, 2025 www.kakaobooks.com – bookskakao@gmail.com Reservados todos los derechos.

Ilustración de cubierta: Xènia Ferrer Traducción: Lourdes Ureña Pérez Correcciones: Ángel Belmonte Rodes Maquetación: Scarlett de Pablo Impreso en la UE.

El diseño de colección de KAKAO BOOKS es obra de Diana Gutiérrez. El logotipo está diseñado por Rodrigo Andújar Rojo.

ISBN: 978-84-128067-7-9

Depósito legal: B 10392-2025

Thema: YF

IBIC: YF

Jean

Jean Moreau recuperó la consciencia a trozos y fue armando pieza a pieza el puzle de su ser como cada mañana. Tenía la mente nublada y la sensación le resultaba tan ajena como la pesadez en los brazos. Josiah solía limitarse al ibuprofeno para aliviar los dolores del equipo, incluso cuando tenía que encargarse de los destrozos de Riko. Si había tenido que recurrir a algo más fuerte, a Jean le esperaba una sorpresa de lo más desagradable. Aparte de las punzadas de dolor que le surcaban el cuero cabelludo hasta la coronilla, un calor abrasador se había apoderado de la zona de la nariz y los pómulos. Jean levantó una mano con dificultad y trazó las líneas de su propio rostro con dedos delicados. Los puntos y las vendas tenían una textura rugosa y familiar, y el dolor que floreció al aplicar un poco de presión confirmó sus sospechas de que había vuelto a romperse

la nariz. Sin duda los Cuervos se aprovecharían de ello durante las próximas semanas para mantenerle a raya. No tendría más opción que protegerse de sus golpes y retroceder en lugar de avanzar como debería.

Le dolía el cuello, pero la piel de la zona parecía estar intacta y, en medio de aquel delirio difuso, Jean tardó un buen rato en recordar lo que había pasado. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando el recuerdo de las manos de Riko apareció por fin claro en su mente, apretando más fuerte y durante más tiempo que nunca. El miedo le había hecho olvidar su lugar y había intentado zafarse de Riko. Este respondió destrozándole el rostro a puñetazos. A Jean se le revolvió el estómago al pensar en la paliza a la que el amo iba a someter a Riko por haber roto la regla de oro: golpear solo donde nadie pueda ver las marcas. El dolor solo conseguiría que Riko redoblara su crueldad.

Jean dejó caer la mano muy despacio y se esforzó por abrir los ojos. Tras varios intentos, lo que vio fue un techo desconocido. Hacía cinco años que la familia de Jean lo había vendido al Castillo Evermore; a estas alturas conocía cada centímetro del estadio mejor de lo que conocía su propio cuerpo. Aquella habitación no formaba parte del Evermore, no con unas paredes tan claras y unas ventanas tan amplias. Alguien había colgado una manta azul oscura de la varilla de las cortinas para evitar que entrara la luz, pero aun así unos rayos de sol pintaban rayas naranjas sobre la cama.

¿Un hospital? En un momento de pánico, se contó los dedos de las manos y los pies. Le dolían las manos, pero aún podía moverlas. La falta de dedos rotos lo reconfortó un poco, pero ¿qué le había pasado en la pierna? Sintió un dolor insoportable al mover la rodilla izquierda, seguido por un latigazo de calor en el tobillo. Solo quedaban un par de semanas para el partido contra los Troyanos, el partido que determinaba el paso a semifinales y decidiría el campeonato, y aquello no parecía que fuera a curarse rápido.

Jean intentó incorporarse y se arrepintió de inmediato. El dolor que le atravesó el cuerpo desde el abdomen hasta la clavícula era tan agudo que el estómago le dio un vuelco. Inspiró muy despacio con los dientes apretados y el pecho se le llenó de punzadas por el esfuerzo. El recuerdo de Riko moliéndole a patadas una y otra vez mientras él intentaba protegerse el torso le heló la sangre en las venas. Hacía años que Riko no le rompía las costillas. La última vez Jean no había pisado la cancha en once semanas y, cuando el amo hubo acabado con él, Riko no había podido jugar durante una. No podía estar pasándole otra vez, no podía, pero el simple roce de su mano contra el costado le provocó un mareo de dolor.

Se obligó a sí mismo a mirar a su alrededor mientras se mordía el labio hasta casi hacerse sangre. La ausencia de aparatos médicos contradecía su teoría del hospital. Estaba en el dormitorio de alguien, pero eso no tenía ningún sentido. En la mesita de noche junto a la cama había un reloj despertador, una lámpara y dos posavasos desparejados. La cómoda alargada que había contra la pared del fondo estaba cubierta de libros y joyas. Justo al lado, una cesta de la colada llena a rebosar.

Y de repente Jean solo tuvo ojos para una cosa. Lo único importante en aquella habitación era la joven sentada en la silla a los pies de la cama. Renee Walker tenía los brazos cruzados sobre las rodillas y los calcetines apoyados en el reposapiés. A pesar de su postura relajada y su expresión tranquila, lo observaba con ojos penetrantes. Jean le devolvió la mirada mientras esperaba a que todo aquello cobrara sentido.

—Buenas tardes —dijo ella por fin—. ¿Cómo te encuentras? Por un instante estuvo de vuelta en el Evermore, presenciando el momento en el que el amo le dijo a Riko que Kengo había fallecido. El amo tenía que viajar a Nueva York en el jet privado mientras Riko se quedaba a cargo de los Cuervos en su ausencia. Riko sabía de sobra que no debía protestar por no po-

der ir, pero aun así siguió al amo hasta la puerta, desamparado. Jean había podido disfrutar de veinte segundos de libertad y los había malgastado en enviar un mensaje de advertencia a Renee. Supo lo que se avecinaba cuando Riko volvió a por él y echó a andar hacia el Ala Negra, pero no podía desobedecer.

Su mente repasó por encima los recuerdos de la violencia despiadada de Riko, pero todo lo que vino después estaba borroso: gritos amortiguados a miles de kilómetros de distancia, el ruido distante de la carretera durante un viaje doloroso y eterno, y el olor a cigarrillos y whisky mientras un hombre cargaba con su cuerpo flácido y anestesiado hacia el interior de una casa que no conocía. «No», pensó Jean. «No, no, no».

No quería preguntar, pero no tenía opción. Tuvo que intentarlo tres veces antes de poder hablar a través del nudo que se le había formado en la garganta:

—¿Dónde estoy?

Renee lo miró sin pizca de remordimiento, inamovible.

—En Carolina del Sur.

Jean movió las piernas hacia el borde de la cama con intención de levantarse, pero el dolor fue tan intenso que casi le hizo vomitar. Boqueó en un intento por respirar mientras el pulso le retumbaba en los ojos y en las yemas de los dedos. Era vagamente consciente de que Renee se había movido hasta detenerse frente a él. Ni siquiera la había oído levantarse, pero ahora estaba examinando sus costillas con cuidado.

—Tengo que levantarme —dijo, como si pudiera controlar su cuerpo lo más mínimo.

Parpadeó para despejar las manchas negras que le nublaban la vista, dividido entre la sensación ardiente del dolor y la de estar cayendo. No sabía qué llegaría primero, la inconsciencia o el vómito, pero ojalá ocurriera en un orden que acabara con él de una vez por todas.

—Tengo que irme.

—No lo permitiré —dijo Renee—. Túmbate.

Le puso una mano en el hombro y dejó la otra en el costado para estabilizarle. Jean trató de resistirse durante un instante, pero flexionar los músculos del torso había sido un error que no tenía intención de repetir. Renee lo ayudó a recostarse despacio y lo tapó de nuevo hasta la clavícula. Le revisó los ojos, primero uno y después el otro, y, cuando Jean intentó apartar la vista, le agarró la barbilla con los dedos. Él la fulminó con la mirada con toda la ira de la que su cuerpo roto y exhausto era capaz.

—No te lo perdonará nunca —dijo—. Y yo tampoco.

—Jean —dijo Renee, con una dulce sonrisa que no le llegó a los ojos—. No hay nada que perdonar. Intenta dormir un poco. Te sentará bien.

—No —dijo Jean, pero ya se estaba quedando dormido.

Debería haber sido una pesadilla.

Si la vida fuera justa, Jean habría despertado en el Evermore, rodeado por la impaciencia del amo y el odio de Riko. Pero cuando se arrastró desde las profundidades de vuelta a la realidad, seguía en aquel dormitorio desvaído con una sola cama y Renee seguía observándolo desde los pies. Se había cambiado de ropa y la luz que se derramaba sobre la cama tenía el brillo suave de la mañana. Jean volvió a comprobar mentalmente el estado de sus extremidades antes de incorporarse con cautela. La expresión de Renee era tranquila, pero Jean nunca volvería a confiar en su actitud pacífica. Los había condenado a ambos.

—¿Dónde estoy? —preguntó con la esperanza de que la respuesta hubiera cambiado.

—En Carolina del Sur —dijo ella sin titubear—. Para ser exactos, estás en casa de la enfermera de nuestro equipo, Abby Win-

field. Hoy es 15 de marzo —añadió antes de que a él se le ocurriera preguntar al respecto—. ¿Recuerdas algo de lo que pasó ayer?

—Ayer fue cuando me trajisteis aquí —dijo Jean. No era exactamente una pregunta, pero aun así la miró en busca de respuestas. No estaba seguro de hasta qué punto Riko le había destrozado el cerebro y se sintió algo mejor cuando Renee asintió. Había perdido un día entero entre los destellos de recuerdos manchados de sangre y la última conversación que había tenido con ella, pero estaba dispuesto a achacar aquellas lagunas a momentos de inconsciencia.

Deslizó las piernas con cuidado hacia el borde de la cama. Con la derecha no hubo problema, pero tuvo que usar ambas manos para mover la izquierda. Cada respiración y cada movimiento lo sumergía en una oleada de dolor. Eran demasiados daños profundos y permanentes. La idea se le hundió en el pecho y le bajó hasta el estómago, destrozando lo poco que quedaba de él. El dolor era insoportable, pero había pasado por cosas peores. Sobreviviría, costara lo que costara.

—Jean —dijo Renee—. No deberías moverte.

—No puedes impedírmelo —dijo Jean.

—Te aseguro que sí. Es por tu propio bien. No estás en condiciones de ir a ninguna parte.

—Fuiste tú quien me movió —replicó Jean—. No deberías haberme traído aquí. Llévame de vuelta al Evermore.

—Me niego —dijo Renee—. Y si no estás satisfecho con eso: no podría, aunque quisiera. El señor Andritch te ha desterrado del Evermore hasta nuevo aviso.

A Jean le sonaba el nombre, pero no demasiado. Al ver que su silencio se debía más a la confusión que a una actitud beligerante, Renee añadió:

—El presidente de tu universidad.

—Mi… —El corazón de Jean amenazó con salírsele por la boca—. ¿Qué has hecho?

Renee se puso en pie y se colocó junto a la cama justo cuando él había conseguido llegar por fin hasta el borde, una barricada inapelable que le impedía levantarse del colchón.

—Lo invité a visitar el Nido sin avisar.

—No. —Jean se la quedó mirando—. No puede acceder; no tiene autoridad allí.

—Fue una sorpresa de lo más desagradable para él —admitió Renee con una sonrisa sombría tirándole de la comisura de la boca—. Hicieron falta media docena de llamadas al departamento de infraestructura y al equipo de seguridad para abrir la puerta y una vez dentro… —Hizo un gesto con las manos como para decir «es lo que hay»—. Exigió verte y los Cuervos no sabían que debían negarse. Riko estaba en la cancha en ese momento —explicó antes de que pudiera preguntar—. No fue lo bastante rápido. Ah, gracias.

El último comentario no iba dirigido a él. Jean no podía girarse para ver quién había entrado en la habitación, pero enseguida una mujer apareció en su campo de visión con una bandeja en las manos. Le resultaba vagamente familiar de una manera que implicaba que tenía algo que ver con el deporte. Seguro que la había visto en la banda o en algún banquete, lo que significaba que debía de ser la enfermera en cuyo hogar estaba preso. Jean la observó con los ojos entrecerrados mientras Renee despejaba la mesita de noche. Dos vasos de agua, un vaso de zumo claro y un cuenco de sopa estaban ahora al alcance de la mano.

Abby se aseguró de que la bandeja estaba estable antes de volverse hacia él.

—¿Cómo te encuentras?

Jean le devolvió una mirada inexpresiva, pero una mujer que tenía que lidiar con el carácter de Nathaniel y Kevin todos los días no iba a amedrentarse ante su ira. De hecho, se limitó a inclinarse hacia delante para examinar sus heridas. Lo miró con

ojo clínico mientras inspeccionaba las vendas y los puntos, pero su tacto era delicado cuando le tocó los hombros.

—¿Ha hablado? —Abby le preguntó a Renee.

—Tiene la voz ronca —dijo Renee—, pero no parece que haya ningún daño irreparable.

Renee tomó uno de los vasos y se lo ofreció. Jean no se había dado cuenta de la sed que tenía, pero se negaba a aceptar nada de ellos. Renee no parecía tener problema alguno con esperar con el vaso al alcance de la mano, sin forzarle a sostenerlo, mientras observaba a Abby trabajar. De repente recordó que se había quedado a medias con la explicación:

—Le di dos opciones a Andritch: dejar que te sacara de allí y dar su permiso para que te recuperaras aquí o aceptar que mi madre escribiera un artículo explícito y con todo detalle sobre lo que te había ocurrido bajo su supervisión. Para sorpresa de nadie, estuvo encantado de comprar mi silencio. Prometió que abriría una investigación y a cambio yo prometí mantenerlo informado de tu estado de salud. Dudo que vaya a haber cambios sustanciales en la Edgar Allan tan cerca del campeonato, pero por ahora habrá que celebrar los pequeños triunfos.

Jean olvidó que había decidido guardar silencio.

—Eso no es un triunfo, imbécil arrogante.

Abby torció el gesto al oír el estado de su voz y le tocó la garganta con los pulgares.

—Inspira hondo.

Intentó quitarse las manos de encima, pero el gesto le dolió más a él que a ella y Abby se limitó a esperar a que se asentara de nuevo. Huraño, obedeció sus instrucciones y Renee observó a Abby atentamente mientras la enfermera analizaba el movimiento del cuello bajo sus dedos. Abby ajustó la posición de las manos en la siguiente respiración, pero la presión que había sido apenas perceptible antes allí era como una puñalada y Jean hizo una mueca sin poder evitarlo.

Trató de ocultarlo tras un velo de irritación y la apartó con un gesto.

—Déjame en paz. ¿Cómo voy a volver a casa?

—No vas a ir a ninguna parte —le recordó Renee—. Andritch te ha sacado de la alineación, o lo hará una vez concluya su investigación. No va a permitir que vuelvas a la Edgar Allan después de verte así.

—Soy un Cuervo, ahora y siempre —dijo Jean—. No importa lo que diga un hombre insignificante.

—Quizás —dijo Renee con un tono desenfadado que indicaba que no le creía.

—Llévame de vuelta al Evermore.

—Lo repetiré hasta que me falte el aliento si es necesario: no dejaré que te vayas.

—No tienes derecho a retenerme aquí.

—Él no tenía derecho a hacerte esto.

Jean dejó escapar una carcajada, corta y afilada, y permitió que el dolor lo abrasara por dentro. Renee sabía más acerca de su relación con Riko de lo que debería gracias a la imprudencia e indiscreción de Kevin, por lo que debería saber que aquello era una mentira descarada. El amo compró a Jean hacía años, pero, con tantos Cuervos a los que gestionar, no tenía tiempo ni energía para disciplinar a un chiquillo enfadado. En su lugar, Jean se había convertido en un regalo para Riko y el amo había confiado en que su sobrino pudiera domarlo. Riko tenía derecho a hacer lo que quisiera con Jean, era de su propiedad desde ahora y hasta el día de su muerte. El amo machacaba a los Cuervos sobre la cancha por cualquier error y se desquitaba de sus frustraciones con Riko en cada centímetro de piel que no estuviera a la vista, pero Jean pagaba con creces toda esa agonía a manos de Riko al final de la temporada. Jean no había abierto la puerta a Andritch, pero si no fuera por él, Renee no habría ido a buscarle. Y ahora estaba a miles de kilómetros de casa por no saber tener la boca cerrada.

Jean maldijo el momento en que conoció a Renee. Se odiaba por haber cedido ante la curiosidad y haber respondido a sus mensajes en enero. Debería haber sabido que, si criaba cuervos, le sacarían los ojos.

—Nadie me ha hecho nada —dijo—. Me lesioné en un entrenamiento.

—Trabajo para los Zorros —le recordó Abby—. Y ni siquiera ellos son capaces de hacerse semejante destrozo en la cancha. Y Dios sabe que lo han intentado.

—No me sorprende en absoluto que sean mediocres en todo.

—Esto —dijo Abby mientras le tocaba el lateral de la cabeza con cuidado— no te lo has hecho entrenando. Imagino que incluso los Cuervos entrenan con protecciones. Mírame a los ojos y dime cómo consiguieron arrancarte el pelo con el casco puesto.

Jean levantó la mano sin pretenderlo hasta toparse con la de ella y luego con la zona dolorida del cuero cabelludo. Un recuerdo le resbaló por la mente: una mano tapándole la boca y la nariz para sujetarle la cabeza mientras la otra tiraba con todas sus fuerzas. Por un instante el recuerdo de la sensación de desgarro y la piel levantándose fue cegador y Jean tragó saliva para no echar bilis. Dejó caer la mano enseguida.

—Te he hecho una pregunta —dijo Abby.

—Llevadme de vuelta al Evermore —dijo Jean—. No pienso quedarme aquí.

—Abby —dijo Renee.

Dejó el agua de Jean en la bandeja y las dos salieron de la habitación sin decir nada más. Jean no prestó atención al sonido de la puerta al cerrarse, más preocupado con encontrar la manera de seguir con vida. Todo dependía de su habilidad de volver a Virginia Occidental.

No podía cambiar el hecho de haber sido secuestrado o de que Andritch se hubiera inmiscuido, pero demostraría su leal-

tad volviendo a casa lo antes posible. Tenía el código del estadio y del Nido, por lo que solo tendría que evitar al guardia de seguridad y colarse dentro. Daba igual lo que Andritch le hubiera dicho a los Cuervos, ningún miembro del equipo le negaría acceso. Nadie se marchaba del Evermore.

«Excepto Kevin. Excepto Nathaniel». Pensar en ello era inútil y solo conseguía que el pecho le ardiera como si hubiera bebido veneno. Jean se golpeó los muslos con todas sus fuerzas. El dolor le llenó la mente de un ruido blanco capaz de ahogar los pensamientos peligrosos y respiró hondo, tan despacio como pudo, hasta tener la mente de una pieza una vez más. Buscó su teléfono en los bolsillos, pero los encontró vacíos.

Tardó un momento en darse cuenta de que no reconocía los pantalones cortos grises que llevaba puestos. Grises, no negros. Jean no recordaba la última vez que le habían permitido vestir otro color. Quizás en Marsella, pero no podía estar seguro. Tenía catorce años cuando abandonó Francia, pero demasiados años en el Nido habían borrado todo lo anterior. Los días de dieciséis horas y la crueldad descorazonadora de Riko le habían arrancado la poco alma que le quedaba. Todo lo que vino antes era una montaña de fragmentos hechos pedazos, sueños que se desvanecían antes de poder recordarlos con claridad al despertar.

Por un instante el dolor fue más pena que miedo, pero Jean se golpeó de nuevo para volverlo más afilado. No importaba lo que fue en su día; el pasado, pasado estaba. Lo único que importaba era sobrevivir al día de hoy, y al de mañana y al que viniera después. Lo único que importaba era volver a casa.

«Soy Jean Moreau. Mi sitio está en el Evermore. Resistiré». Jean se acercó con cuidado al borde de la cama y bajó los pies hasta tocar la moqueta con los talones. Hicieron falta cinco intentos para ponerse en pie y tuvo que impulsarse con las

manos para levantarse del colchón. La puñalada de dolor que sintió con cada intento lo obligó a dar bocanadas temblorosas y desesperadas que le desgarraron la garganta.

Jean intentó dar un paso adelante, pero la pierna izquierda se negaba a sostenerle. Cayó como un peso muerto y trató de aferrarse a lo que fuera para frenar la caída. Golpeó la bandeja con la mano, lanzando el contenido por los aires. El frío helado del zumo y el agua no fue tan desagradable como el calor abrasador de la sopa. Lo peor de todo fue el dolor en el pecho y la rodilla al chocar con el suelo y Jean se mordió la mano hasta hacerse sangre para no gritar.

La terrible sospecha de que no estaba lo bastante fuerte como para volver al Evermore por su cuenta casi acabó con él.

Jean apretó los dientes con más fuerza, con la esperanza de llegar hasta el hueso, cuando de repente unas manos lo agarraron. Ni siquiera había oído la puerta.

—Oye —dijo la voz de un hombre junto a su oído y el entrenador Wymack le tiró de la muñeca hasta que Jean dejó de morder.

Un segundo después, Wymack lo agarró con ambos brazos y levantó a Jean del suelo y de vuelta a la cama con una facilidad sorprendente. Lo repasó con la mirada un instante antes de volver a salir de la habitación.

No tuvo la decencia de no volver, pero al menos cerró la puerta cuando lo hizo. Trajo consigo unos paños. Jean intentó arrebatarle uno, pero Wymack se limitó a agarrarle el antebrazo y limpiar las marcas de dientes sangrientas que se había hecho en la mano. A Jean le daban igual las heridas siempre y cuando los guantes las cubrieran, pero no tenía fuerzas para liberarse del agarre de Wymack.

El entrenador lo soltó una vez hubo acabado y se dedicó a limpiarle las manchas de sopa y zumo de los brazos y el pecho. Solo cuando hubo terminado lo miró con una expresión seria y preguntó:

—¿Se les ha olvidado mencionar que no deberías andar? ¿En qué estabas pensando?

—Quiero irme a casa —exigió Jean.

La mirada que le dedicó Wymack dolió más que nada de lo que Riko le había hecho nunca y Jean tuvo que apartar la vista.

—Descansa un poco —dijo Wymack—. Esta tarde hablamos. Toma.

Jean se planteó morderle los dedos cuando le acercó las pastillas a la boca, pero Wymack era un entrenador, lo que significaba que cualquier agresión estaba prohibida. Se tragó los medicamentos sin agua y contempló el techo mientras Wymack se levantaba de la cama. Jean oyó el sonido de cristales y cubiertos mientras Wymack recogía los restos de platos rotos del suelo, pero se quedó dormido antes de que saliera de la habitación.

Cuando despertó unas horas después, Wymack volvía a estar sentado junto a la cama, en apariencia absorto en su periódico. Había dos tazas en la mesita de noche y Jean olió el tentador aroma del café solo. Era un recordatorio innecesario de lo hambriento y sediento que estaba y se incorporó a velocidad de caracol. A pesar de todas sus precauciones, se había quedado sin aliento cuando se apoyó por fin contra el cabecero.

Se preguntó si sería capaz siquiera de soportar el peso de una taza llena en aquel momento. Ya era bastante horrible estar refugiándose ahí, pero si encima tenían que alimentarlo como a un inválido, lo mejor sería que se arrancara la lengua de un mordisco y acabara con todo.

Wymack alzó la vista.

—¿Necesitas ir al baño?

Ojalá pudiera decir que no.

—¿Dónde está?

Wymack dejó el periódico a un lado y se puso en pie.

—No apoyes el peso en la pierna izquierda.

Jean comenzó el delicado proceso de intentar levantarse de la cama. Wymack lo agarró de la parte superior de los brazos con firmeza mientras él intentaba ponerse en pie y Jean comprendió por qué cuando las piernas casi le fallaron. Wymack apretó hasta casi dejar moratones. Era doloroso, pero también evitó que Jean se derrumbara y Wymack se ofreció a sí mismo como muleta. Jean se mordió el interior de la mejilla para evitar hacer algún comentario.

El baño era la siguiente puerta a la izquierda, pero tardaron una eternidad en llegar. Wymack lo dejó apoyado contra la pared al lado del inodoro y salió para que pudiera hacer sus necesidades en paz. Regresó en cuanto oyó el agua del lavabo tras llamar a la puerta a modo de advertencia. Comenzaron el camino de regreso al dormitorio, más despacio que la velocidad de crecimiento del césped. Cuando llegaron a la cama, Jean estaba mareado y veía borroso.

Puede que fueran alucinaciones por culpa del dolor, pero ahora había un cuenco humeante de gachas junto al café. Su estómago lo traicionó con un rugido.

—Come —dijo Wymack—. No hemos conseguido que tomes nada aparte de agua en las últimas treinta horas.

Jean contempló los hematomas que le manchaban la mayor parte de las manos y arrastró la mirada con reticencia de vuelta a la piel desollada de los antebrazos. Riko lo había atado con las cuerdas de las raquetas, demasiado ásperas para la piel desnuda. Tenía seis o siete quemaduras de fricción en cada brazo y las muñecas destrozadas. Hacía años que Riko no malgastaba el tiempo en atarlo porque sabía que Jean se sometería a cualquier castigo que decidiera infligirle. La última vez que había tenido que recurrir a algo semejante había sido…

Jean apartó aquel pensamiento con esfuerzo, negándose a sumirse en recuerdos de los que no podría salir con facilidad. Había puertas que no deberían abrirse, incluso si uno tenía que romperse un par de dedos para mantenerlas cerradas. Si Riko lo había atado esa vez era porque se lo merecía. Había demostrado su deslealtad en cuanto intentó librarse de las manos que le rodeaban la garganta.

—Comeré más tarde —dijo Jean.

—Es puré de trigo —dijo Wymack—. ¿Sabes lo asqueroso que está eso frío? —No esperó a que respondiera: tomó el cuenco y se lo acercó a la cara hasta que Jean sintió el vapor lamiéndole la barbilla—. Yo lo sujeto. Tú encárgate de manejar la cuchara.

—No tengo hambre —dijo Jean.

—Como quieras, pero tengo las manos heladas, así que me voy a quedar aquí sujetando el cuenco.

Jean masticó las palabras que no tenía intención de pronunciar; exigencias y preguntas en cuyas respuestas no podía confiar. Sin duda aquello era un numerito, el cebo en la trampa, una manera de desarmar sus defensas para poder usar lo que encontraran al otro lado. Tenía que ser un numerito, pero Wymack hacía su papel como si hubiera hecho la misma rutina tantas veces que había olvidado cuándo acababa la función. Quizás había pasado demasiado tiempo fingiendo que los Zorros eran un proyecto real en lugar de una estratagema publicitaria.

Jean deseaba ignorar la comida, pero tenía tanta hambre que sintió náuseas. Al final decidió ceder, aunque fuera solo porque necesitaba recuperar fuerzas. Wymack tuvo la decencia de evitar parecer triunfante cuando Jean tomó la cuchara; se limitó a fijar la vista en la pared del fondo para que Jean pudiera comer sin la mirada de Wymack quemándole el rostro magullado. Los dedos le palpitaron de dolor alrededor de la cuchara y de repente agradeció la asistencia de Wymack.

Wymack intercambió el cuenco vacío por el café de Jean. Se había quedado tibio, pero Jean obedeció y se bebió más de la mitad. Cuando apartó la cara en un gesto de rechazo, Wymack se lo retiró y se bebió el suyo. Después de haber atendido sus necesidades fisiológicas, Wymack se recostó en su silla y se cruzó de brazos. Examinó a Jean y este fue lo bastante prudente como para no devolverle la mirada.

—Anoche hablé con el entrenador Moriyama.

Jean se quedó sin respiración.

—¿Cómo se atreve a molestarlo cuando está de luto?

—Seguro que lo está pasando fatal —dijo Wymack sin pizca de empatía—. No lo ha dicho tal cual, pero Andritch ya le había echado la bronca cuando le llamé. Le dije que pagaríamos tus facturas médicas, ya que intervenimos antes de que nos invitaran, y acordé mantenerlo informado de tu recuperación. Es el mismo acuerdo que hicimos cuando Kevin se mudó aquí. Sabe que soy discreto cuando me conviene.

Jean no estaba seguro de si lo que le revolvía el estómago era el remordimiento o la indignación. Wymack ni siquiera sabía lo precaria que era su situación. Al amo no le interesaba enfrentarse a los entrenadores y desestabilizar los equipos de primera división, por lo que, mientras Wymack forzara la situación, el amo no lo destruiría por muy molesto que fuera.

Jean se preguntó si Kevin lo sabía.

—¿Dónde está Kevin?

—En la Cordillera Azul —dijo Wymack—. Los Zorros han alquilado una cabaña durante las vacaciones de primavera.

—Kevin no —insistió Jean—. Nunca iría a ningún sitio donde no hubiera una cancha.

—Al parecer sí, con la motivación suficiente. —Wymack se encogió de hombros antes de continuar con su ridícula mentira—. Volverán el fin de semana, creo que el domingo. Si quieres hablar con él, le diré que venga en cuanto deshaga la maleta. Ha-

blando de nuestra reina del drama particular… —empezó Wymack, pero tardó un minuto en encontrar las palabras—. No sé si eres consciente de ello, pero sé perfectamente el tipo de personas que son tu «amo» —dijo con la voz llena de odio— y el cabrón de su sobrino. Kevin nos contó la verdad cuando llegó para que supiéramos en qué nos estábamos metiendo. Sé por qué crees que tienes que volver al Evermore, y sé lo que te espera si regresas. Estoy dispuesto a quemar esta casa hasta los cimientos antes de permitir que vuelva a tocarte.

Si algún día recuperaba el uso de las manos, Jean iba a estrangular a Kevin.

Renee había empezado a escribirle en enero, pero Jean se había pasado dos semanas sin responder a sus preguntas alegres. No fue hasta que dijo: «Kevin me lo ha contado todo» que Jean se vio obligado a romper el silencio por pura sorpresa. Descubrir que Renee sabía la verdad sobre la familia Moriyama fue duro, pero Jean supuso que Kevin había confiado en ella debido a su pasado. Descubrir que todos los Zorros lo sabían y no tenían el sentido común de estar aterrorizados era mil veces peor.

Estaban fatal de la cabeza, pero Jean no podía decir eso sin admitir que Kevin le había contado la verdad. Aun así, no podía evitar preguntarse qué les había provocado tantas lesiones cerebrales irreparables. Quizás fuera algo en el agua sureña. O puede que hubiera una fuga de monóxido de carbono en la Madriguera.

—Nadie me ha tocado —dijo Jean—. Me lesioné en un entrenamiento.

—Cierra el pico. No te estoy pidiendo que confieses —dijo Wymack—. No lo necesito, no con la pinta que tienes y sobre todo no después de haber tenido que recoger a Neil del aeropuerto en diciembre. Pero necesito que sepas que sabemos la verdad para que me creas cuando te digo que vamos a luchar. Renee sabía a lo que se exponía cuando fue a por ti. Tomó una

decisión siendo consciente de a quién se enfrentaba y estaremos a su lado cueste lo que cueste.

—No le correspondía a ella tomar esa decisión —dijo Jean—. Si no va a llevarme de vuelta al Evermore, devuélvame mi teléfono. Buscaré la manera de ir por mi cuenta.

—Tu teléfono lo he apagado y lo he metido en el congelador —dijo Wymack—. No dejaba de sonar y estaba hasta los cojones de escucharlo. Te lo devolveré cuando hayamos decidido qué vamos a hacer.

—Nada de «vamos» —insistió Jean—. Usted no es mi entrenador.

—Quieres decir que no soy tu amo.

Jean ignoró la réplica.

—Soy un Cuervo. Mi sitio está en el Evermore. Wymack se apretó el puente de la nariz como pidiendo paciencia. Jean, inocente de él, creyó que eso significaba que estaba minando sus defensas y que iba a ganar la discusión, pero entonces Wymack sacó el móvil del bolsillo y marcó. Se lo acercó al oído para comprobar que estaba sonando y luego puso el manos libres. Jean no tuvo mucho tiempo para preguntarse a quién llamaba; la persona respondió al segundo tono.

—Moriyama.

—Entrenador Moriyama, soy el entrenador Wymack otra vez. —Miró a Jean de manera perspicaz y este se dio cuenta de que se había puesto tenso de repente—. Siento molestarle, pero necesito su ayuda. Jean se niega a aceptar nuestros cuidados y no deja de intentar levantarse. Abby ha dicho que le quedan al menos otras tres semanas antes de poder plantearse siquiera viajar, pero él necesita una segunda opinión para calmar los nervios. ¿Le importaría decirle que se esté quieto de una puta vez?

Tengo el manos libres activado y está aquí conmigo.

El amo no titubeó y su respuesta fue justo lo que Jean se esperaba:

—Estoy seguro de que Moreau pondrá su salud por encima de todo. Sabe lo importante que es para todos en la Edgar Allan que se recupere cuanto antes.

Jean entendió el mensaje subliminal alto y claro: vuelve a casa lo antes posible o sufre las dolorosas consecuencias. Abrió la boca, pero Wymack se le adelantó con voz férrea.

—Con el debido respeto, no le he llamado para oír banalidades —dijo Wymack—. Si me interesaran las palabras vacías, habría ido a la papelería a comprar una tarjeta. No podrá jugar hasta dentro de tres meses como mínimo. Ahora mismo no puede sacarle partido y a nosotros no nos cuesta nada cuidar de él mientras tanto. Dígale que se esté quieto antes de que se haga aún más daño. Por favor.

La intensidad de esas últimas dos palabras se le coló por grietas que Jean ni siquiera sabía que existían. Se negó a pensar en ello, pero contuvo la respiración mientras aguardaba una respuesta.

—Su antagonismo gratuito resulta tan estimulante como siempre —dijo el amo—. ¿Moreau?

—Sí —Jean se mordió la lengua en el último momento y añadió—: ¿Entrenador?

—El entrenador Wymack ya tiene suficiente con controlar a su equipo de jugadores rabiosos. Haz lo que te diga y quédate donde estás por el momento. Ya hablaremos cuando estés lo bastante recuperado como para viajar.

—Entrenador, yo… —«Lo siento, perdóneme, por favor, le prometo que lo estoy intentando»—. Entendido.

Solo hubo silencio al otro lado de la línea durante un instante y Jean tardó en darse cuenta de que el amo había colgado. Wymack cerró el móvil con un movimiento rápido y los nudillos se le pusieron blancos por el esfuerzo de intentar aplastar el pequeño aparato con la mano.

—Ese hombre se merece un choque frontal a toda velocidad. —Fue a beber de su taza, pero recordó de pronto que

estaba vacía, así que golpeó la superficie con las uñas—. Eso te lo pone más fácil, ¿a que sí? Sabe que te tenemos secuestrado y no va a luchar por ti.

Wymack de verdad pensaba que había salido triunfante de aquella conversación. Jean deseaba odiarlo por ser tan ingenuo, pero estaba demasiado cansado.

—Puedo viajar —dijo Jean—. Mándeme a casa.

Jean no sabía cómo Wymack podía expresar tanta rabia y cansancio al mismo tiempo. Se preparó para recibir las represalias de su ingratitud, pero Wymack solo dijo:

—No.

—No pueden retenerme aquí.

—Te vas a quedar aquí —dijo Wymack—. Vas a superar esto, aunque tengamos que arrastrarte hasta la línea de meta. Y antes de que se te ocurra volver a salir de la cama, recuerda que tu entrenador acaba de ordenar que te estés quieto. Por el momento no vas a librarte de nosotros.

Wymack aguardó un minuto y, cuando se dio cuenta de que Jean no iba a responder, añadió:

—Voy a ver si Abby tiene una campanilla o algo que podamos dejarte por si nos necesitas. Mientras tanto, descansa todo lo que puedas. Deja que yo me encargue de tu entrenador. Tú encárgate de recuperarte y de nada más, ¿entendido?

Lo dijo con suma facilidad, como si Jean pudiera preocuparse por sí mismo sin pensar en el resto. Aquel hombre pretendía que lo mataran.

—Te he hecho una pregunta: ¿entendido? —repitió Wymack mientras se ponía en pie.

Jean tuvo al menos la suficiente prudencia como para clavar su mirada insolente en la pared del fondo.

—Sí.

Lo cierto era que no lo entendía, pero Wymack no tenía por qué saber eso. El entrenador lo dejó solo con sus pensamientos y

Jean se mareó de tanto darles vueltas. El amo había ordenado que no se moviera hasta que Abby y Wymack decidieran que podía viajar, pero ¿lo decía en serio? ¿Se trataba de una orden real o esperaba que Jean encontrara la manera de regresar a casa de todas formas? Jean se tocó la rodilla con cuidado, pero la más leve presión de los dedos fue suficiente para que la cabeza le diera vueltas. Abby apareció unos minutos después con un temporizador de cocina y un pequeño vaso medio lleno de agua.

—No tengo una campanilla, pero puedes hacer sonar el temporizador —dijo mientras lo colocaba a su alcance. Después le ofreció el vaso y lo sujetó hasta estar segura de que podía sostenerlo—. Hace un ruido horroroso, así que se oirá por toda la casa. Úsalo, ¿vale? Si te aburres, si tienes hambre, si te duele algo, lo que sea. David ha ido a comprarte más ropa, pero si se te ocurre algo más, dímelo y le enviaré un mensaje.

Esperó un instante para ver si decía algo antes de sacar un bote de pastillas del bolsillo. Al ver que no le tendía la mano, dejó dos a su lado sobre las sábanas.

—Esto te ayudará a dormir. Cuanto más descanses y menos te muevas, mejor.

—¿Qué me pasa en la rodilla? —le preguntó Jean.

—Te hiciste daño entrenando —le recordó ella con tono frío antes de responder de verdad—: Tienes un esguince en el LCL.

Wymack no estaba exagerando para convencer al amo. Entre la rodilla y las costillas, Jean iba a quedarse en el banquillo hasta mediados de verano. El amo le expulsaría de la alineación principal por esto y Riko le daría una paliza por no cumplir con las expectativas del número que llevaba en la cara. En cuanto se curara, él volvería a destrozarle.

Jean tomó las pastillas.

—Déjame el bote.

—Sabes que no puedo hacerlo —dijo ella antes de dejarle a solas con demasiados pensamientos en la cabeza.

Abuso físico y psicológico, referencias a agresiones sexuales, estrés postraumático, pensamiento autolítico, autolesiones, rechazo de comida, episodios de disociación y ansiedad.

Avisos principAles de contenido

Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.
27308c by Editorial Océano de México, SA de CV - Issuu