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Primera edición Marzo de 2016

Decimotercera edición Marzo de 2025

Publicado en Barcelona por Editorial Navona Perú 186, 08020 Barcelona navonaed.com

Dirección editorial Ernest Folch

Edición Estefanía Martín

Diseño Alex Velasco

Maquetación Moelmo

ISBN 978-84-10180-16-1

Depósito legal B 17484-2024

Impresión Limpergraf

Impreso en España

© Flavia Company, 2016

© de la presente edición: Editorial Navona, 2025

Todos los derechos reservados.

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A

mi abuela Rosa, maestra zapatera, maestra de vida. Gran Maestra.

Yo soy el dolor del mundo. Yo soy el alivio del mundo. Yo soy tú.

HARU

La condición para que les cuente esta historia es que no me pregunten de dónde la he sacado y que acepten que habrá detalles que no conozca o para los que no tenga explicación.

Nos encontramos en tierras de Oriente. Hemos ido sin haber viajado nunca hasta allí.

Hay una casa pequeña, de madera oscura, rodeada de jardines y de huertos. Es temprano y el color del día es aún de un azul que el amarillo no ha rozado.

Haru está sola, sentada a la mesa baja de la cocina. De rodillas. Mira el plato de fruta fresca que quedó la noche anterior.

Si su madre no hubiese muerto le diría, Haru, ¿no te la comes? Le diría, la fruta es el cuerpo del silencio. Le diría, para comer fruta hay que sentir cómo late el corazón. Le diría, la vida es la fruta, Haru, y los años son la piel.

Oye un ruido a su espalda. Y una voz: deja de llorar. Su padre.

—No lloro, miro.

—Mirar es llorar, mirar es llorar; vete a arrancar las malas hierbas.

El padre, siempre vestido de negro, es el muro de piedra. Y la hiedra que se le aferra es salvaje.

—Arregla el jardín; te vas mañana.

Un día para irse. La madre dejó claro que, a su muerte, la hija única debía asistir a la escuela de tiro con arco.

Durante los últimos días de la enfermedad la madre le dijo al padre, no puede quedarse contigo, sería una carga innecesaria, tú tienes que seguir con nuestra obra, una niña de quince años no haría más que molestarte, échala.

Lo que Haru no oyó, porque huyó abrumada de detrás de la fusuma cerrada de la habitación de los padres, lo que no oyó son las palabras de después, cuando su madre dijo, Haru tiene que ser capaz de comenzar una vida, no puede convertirse en un apéndice tuyo o de mi muerte.Y tampoco supo que el padre contestaba, lo haré porque es tu voluntad, y porque soy consciente de que el camino no comienza hasta que no se pone un pie en él, un primer paso, que siempre duele y asusta.

El padre de Haru es un hombre silencioso y reflexivo. Escribe las cartas de todos los que no conocen el misterio de las letras. Es su trabajo.

Sabe los secretos de toda la población. Y toda la población deposita en él las esperanzas, las inquietudes, los deseos. Lo visitan para que les escriba una nota que explique los síntomas al médico de la ciudad pero acaban por confesarle los agujeros del alma.

La auténtica vocación de Osamu es el arte de la caligrafía. Y la obra a la que se refería su esposa, Kumiko, con quien la compartía, es la escuela de diez discípulos entre quienes, quizás, algún día podría encontrarse el trazo perfecto.

Haru ha querido ser alumna de los padres, pero Osamu siempre ha dicho que a la hija le falta paciencia, equilibrio

y fe, aptitudes sin las que es imposible ni siquiera intentarlo. Kumiko, sin estar de acuerdo con esta impresión, tampoco ha insistido en lo contrario. Débil desde que había parido a Haru, consciente de que la vida se le escapaba antes de tiempo, tenía claro que el animal que no se aleja de la manada es un animal asustadizo y vulnerable.

Tanto la madre como el padre de Haru habían sido distinguidos por la práctica excelente del shodo y contratados para la redacción de documentos oficiales delicados.

En uno de sus viajes a la ciudad, la madre conoció a Kazuko, Gran Maestra de uno de los dojos más célebres del país, quien accedió a recibir a Haru como alumna cuando Kumiko, ya gravemente enferma, muriese. Pacto de mujeres.

Kumiko comunicó la decisión a la hija, al regreso de aquel que se convirtió en su último viaje. Sentadas las dos a la mesa de la cocina, mientras cortaban una sandía. Haru se negó y dijo que, antes, se iría de casa y no volverían a verla. Kumiko sonrió con paciencia y le dijo, quien huye, tarde o temprano tiene que volver para poder marcharse.

Haru ha dejado su cuerpo fuerte y delgado en manos de la ira, una ira con la que ahora arranca de estirón en estirón las malas hierbas del jardín, sí, pero también flores rojas, amarillas y blancas; y pisa el suelo sin cuidado y mata con los pies descalzos a los gusanos y a las hormigas con las que tantas veces ha hablado; destruye con los ojos cerrados todo lo que encuentra con los ojos abiertos.

Ha llegado el día de irse, pero Haru no lo ve así. Haru piensa que la expulsan. Se sienta a los pies del cerezo que plantaron los tres juntos cuando ella cumplió cinco años e

imagina que tal vez su madre le diría, Haru, quien se siente expulsado, tarde o temprano tiene que volver para ser capaz de irse.

¿Cómo puede haber salido el sol un día más, después de su muerte?

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