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aire Cuando falte el te Úrsula Campos

Un thriller médico en Zaragoza

A todos los que se dedican a cuidar de los demás.
A Manuel Mota, in memoriam

Escenarios de la novela

Parque de Macanaz

Torreón de la Zuda

Murallas Romanas

Mercado Central

Puente de Piedra

Plaza de Nuestra Señora del Pilar

Plaza San Felipe

La Seo

El Tubo

ZARAGOZA

RíoEbro
Puerta del Carmen

«Los mejores médicos son los que previenen.»

«Es necesario empezar a ver la realidad de otra manera, porque solo en la medida en que somos capaces de ver la realidad de otra manera es posible cambiarla.»

Kafka

1 Zaragoza

Domingo, 18 de noviembre de 2018

Quina Larrea dormía profundamente cuando una llamada la despertó. En la mesita de noche los números iluminados del despertador marcaban las tres y veintiséis. Todavía medio dormida, descolgó el teléfono móvil, salió de la habitación y cerró con cuidado la puerta tras de sí.

—Dígame —susurró en el pasillo para no despertar a Santi.

—Hola, Quina. Perdona por las horas, siento interrumpir tu fin de semana —dijo su jefe al otro lado del aparato—. Han saltado las alarmas del Instituto, acaba de avisarme la policía. Por lo visto alguien ha entrado en el Instituto y ha destrozado el laboratorio.

Quina tragó saliva mientras intentaba asimilar lo que estaba escuchando.

—¿Estás ahí, Quina?

—Sí, sí, Vicente, te estaba escuchando —susurró con el susto metido aún en el cuerpo.

—Salgo para allá. Calculo que llegaré en cinco minutos, pero necesito que vengas lo antes posible.

—De acuerdo, jefe —respondió ella con la mayor determinación que pudo. Aquella llamada en mitad de la noche le había provocado un nudo en el pecho que la estaba asfixiando—. En veinte minutos estaré allí.

Después de colgar, se puso los vaqueros y un jersey negro de cuello alto y se dirigió a la cocina para prepararse un café que la

despejara. Mientras llenaba la cafetera escuchó a Charco acercarse por el pasillo.

—Buenos días, Charco. —Quina se agachó para abrazarlo y quitarle las legañas. Era un cocker spaniel que había adoptado nueve meses atrás, cuando todavía vivía sola. Acarició las orejas rizadas del cachorro y continuó peinándolo con los dedos—. Lo siento, hoy no puedo sacarte a pasear. Tengo que irme, así que te toca esperar a que se despierte el dormilón de Santi, ¿de acuerdo?

El perro la miró con sus ojos marrones. Pestañeó como si la entendiese, le lamió la mano y se dejó acariciar mientras subía el café.

En tiempo récord, Quina llenó de agua uno de los cuencos de Charco, echó algo de pienso en el otro y se bebió de un sorbo el café. Escribió una nota para Santi, se puso el cortavientos, cogió la mochila y salió disparada.

Una densa niebla envolvía Zaragoza desde principios de noviembre. Llevaban más de quince días sin ver la luz del sol, pero eso a Quina no le importaba. Se había acostumbrado al clima, le gustaba vivir en la Ciudad del Viento, como la llamaban algunos.

Trató de concentrarse en la calzada. Tenía que esforzarse para distinguir el camino. Por suerte, a esas horas había poco tráfico. Una vez en el carril bici, pedaleó con fuerza hasta alcanzar cierta velocidad y dejó que la inercia la arrastrara. Le gustaba la ciudad en momentos como aquel: fría, misteriosa y en silencio. A esas horas, la Gran Vía, que por el día acogía a miles de viandantes, estaba desierta y podía circular tranquila por el bulevar central. No había niños despistados cruzando ni tranvías. Nadie, solo ella. Habría disfrutado mucho del paseo si no hubiera sido por las circunstancias que la habían sacado de la cama.

Atravesó la rotonda de la plaza Paraíso sin cruzarse con ningún vehículo, recorrió unos metros hasta la puerta del Carmen

y se adentró en la avenida César Augusto, donde se encontraba el Instituto de Salud Pública del Gobierno de Aragón. En la entrada había dos coches de la policía aparcados sobre la acera. El corazón le dio un vuelco.

Estacionó la bicicleta en el aparcamiento de la calle, frente a la churrería de Paty, que en aquel momento subía la persiana del local para atender a los primeros clientes de la madrugada. La saludó con un gesto de la cabeza mientras aseguraba las ruedas con una cadena y pensaba en cómo aquella mujer era capaz de sonreír tanto a pesar de lo mucho que madrugaba.

El ispga estaba ubicado en un edificio antiguo. De su diseño original únicamente se conservaba la fachada. El interior lo habían reformado por completo y albergaba las oficinas y el nuevo laboratorio de Salud Pública.

El laboratorio estaba situado en la quinta y última planta del edificio. Era un referente nacional. Disponía de equipos analíticos de última generación y en él trabajaban varios grupos activos de investigadores. Contaba con acreditaciones internacionales y en él se habían realizado importantes investigaciones en el terreno de la seguridad alimentaria.

Con la mochila al hombro, Quina subió a toda prisa las escaleras de la entrada y atravesó la enorme puerta giratoria para acceder al vestíbulo. En el cubículo de cristal situado a la derecha, dos agentes uniformados de la policía charlaban con el guardia de seguridad mientras miraban de reojo los monitores. Los saludó con la cabeza, aproximó su tarjeta identificativa al lector y atravesó las puertas de cristal, que se abrieron enseguida. El protocolo exigía pasar la mochila por el detector de metales, pero en aquellas circunstancias lo mejor era continuar su camino en busca de Vicente.

Los despachos estaban situados en la primera planta. Mientras subía la escalinata de mármol, trató de ordenar sus

pensamientos. Aunque aparentaba mantener el control, la llamada la había sobresaltado más de lo que quería admitir.

No era la primera vez que asaltaban el Instituto. Una noche, hacía tres o cuatro años, unos jóvenes habían entrado por una ventana de la planta baja. Estaban de fiesta, habían visto la ventana abierta de par en par y, alentados por el alcohol y la oscuridad de la noche, aprovecharon para colarse en el ispga . Habían recorrido los pasillos y los despachos que no estaban cerrados con llave, habían revuelto algunos cajones y se habían disfrazado con unos trajes de protección biológica que encontraron en los almacenes.

La diversión terminó cuando subieron a la quinta planta y pretendieron entrar en el laboratorio. Al intentar forzar la entrada, saltó la alarma y todos escaparon a la carrera. Cuando llegaron los policías, peinaron el edificio y encontraron a uno de los chicos dormido en un despacho. Borracho como una cuba y asustado al ver a los agentes, confesó enseguida los nombres de sus amigos. Como eran menores y mostraron arrepentimiento, fueron condenados a realizar trabajos para la comunidad y ahí quedó todo.

En aquella ocasión el Instituto no sufrió ningún daño, solo se había tratado de una gamberrada de adolescentes que no calcularon las consecuencias. El guardia de seguridad, sin embargo, no tuvo tanta suerte. Confesó que había estado durmiendo mientras los jóvenes campaban a sus anchas por el edificio y lo despidieron unos días después. A Quina le dio pena porque había sido una chiquillada sin importancia y el guardia era un hombre muy amable.

Semanas más tarde, corrió el rumor de que una pareja se lo había montado en un despacho y que las cámaras lo habían grabado. Por lo visto, una copia de aquella grabación estuvo circulando de mano en mano para deleite de algunos trabajadores del ispga. El director emitió una orden que prohibía su difusión y

amenazó con sancionar a quien siguiera haciendo circular la cinta. Quina no llegó a ver las imágenes, pero dedujo que no eran solo rumores y que la película existía.

Encontró a su jefe hablando en el pasillo con una mujer. Vicente Uriarte era el director del Instituto desde hacía más de quince años y se enorgullecía de haberlo situado entre los mejores del país. Cada año luchaba con uñas y dientes para que su partida presupuestaria no se viese reducida. Aunque la crisis de la gripe A y el brote de ébola habían ayudado a que los políticos no olvidasen la importancia de la salud pública, gran parte del mérito era suyo.

Quina se acercó y los saludó. La mujer era delgada, de complexión atlética y muy morena. Llevaba el pelo recogido en la nuca y tenía las manos metidas en los bolsillos de la cazadora. Vicente sujetaba su maletín de cuero y aún llevaba puestos el sombrero y la gabardina que solía usar en invierno.

—Quina, te presento a la inspectora Lysander. Pertenece a la Unidad de Delitos Violentos. La doctora Quina Larrea es la jefa del servicio de Epidemiología y una de mis mejores epidemiólogas.

Quina se ruborizó. Apretó la mano de Lysander y la miró a los ojos. Eran pequeños, marrones y parecían muy vivos. La inspectora tenía un timbre grave.

—Encantada, doctora. Algunos agentes están realizando una inspección ocular de todo el edificio, visualizando las cámaras y recogiendo el testimonio del guardia de la entrada. En una primera impresión, parece que la peor parte se la ha llevado el laboratorio y algunos despachos, entre ellos, el suyo. Quina, ¿puedo tutearte?

—Por supuesto, inspectora Lysander.

—Llámame Eliana —carraspeó—. Como te decía, no sabemos todavía el alcance de los daños. La unidad de Delitos Telemáticos está avisada y vendrán en cuanto puedan. En las próximas

horas comprobaremos si están afectados los sistemas informáticos. Debemos averiguar si han hackeado el sistema y hasta dónde han llegado.

—Por lo visto, no es una chiquillada como aquella vez —lamentó Vicente, visiblemente afectado. Unos minutos antes de que llegase Quina se lo había explicado a la inspectora. Tenía los ojos enrojecidos y brillantes, como si llevara varios días sin dormir.

—No lo sabemos. Tendremos más pistas cuando hayamos analizado las cámaras de seguridad. También hemos avisado a la Científica. Buscaremos huellas o algún resto biológico que pueda ayudar a identificar a los posibles autores.

—¿Autores? —preguntó Quina.

—No estamos seguros, pero se han movido muy rápido, es probable que fueran varios y sospechamos que conocían bien las instalaciones.

—¿Vio algo el guardia de la entrada? —insistió.

—Dice que no notó nada fuera de lo habitual—contestó la inspectora.

—¿Estaba dormido? —preguntó al recordar el incidente de los jóvenes.

—Asegura que no. Creemos que pudieron hackear las cámaras y aprovechar el lapso de tiempo entre las rondas, cuando el guardia se queda en la garita. Si sucedió así, tuvieron casi dos horas sin que nadie los molestase. Hasta que el vigilante no hizo la ronda por los pisos, no se dio cuenta de que algo había pasado. Con un gesto nervioso, Quina se rascó el cuello debajo del jersey.

—¿Y cómo han entrado en el ispga? ¿Por la puerta de atrás?

—Tampoco lo sabemos. No han forzado ninguna de las dos entradas.

Quina intentaba procesar toda la información lo más rápido posible. Las preguntas bullían en su cabeza. De nuevo, el guardia

de seguridad parecía sospechoso. ¿Era posible que no hubiera visto ni oído nada? Supuso que lo estarían interrogando.

—¿Sabemos si han robado algo? —preguntó Quina pensando en los ordenadores y el resto de aparatos de los laboratorios. Podían ser valiosos, pero sacarlos del ispga y venderlos en el mercado negro requería una logística planificada. Las máquinas tenían un número de serie y un código fácil de rastrear, y algunas llevaban chips incorporados como medida de seguridad. Era demasiado arriesgado. Entonces cayó en la cuenta. Había algo de gran valor económico y fácil de robar.

—¡Las vacunas! ¿Han entrado en la cámara de vacunas?

Las vacunas podían sustraerse y venderse de forma sencilla y sin llamar la atención. En países donde la sanidad no era pública, se pagaba un dineral por ellas en el mercado negro.

—¿Se las han llevado?

La inspectora esbozó una mueca de asombro.

—¿Siempre haces tantas preguntas?

—Lo siento —se disculpó avergonzada mientras notaba que el cuello comenzaba a picarle de nuevo—. Es deformación profesional, en mi trabajo estoy acostumbrada a preguntarlo todo.

—Has dado en el clavo, Quina. Se han llevado las vacunas —aclaró Vicente—. La inspectora y yo acabamos de comprobarlo. Han entrado en las cámaras frigoríficas y no han dejado ni una caja.

Quina se quedó perpleja. ¿Ni una?

—¿No han saltado las alarmas de las cámaras? —insistió.

—¿Ponen alarmas en las neveras? —se extrañó Lysander.

—Así es, pero no para evitar el robo —confirmó Vicente—. Las vacunas deben conservarse en unas condiciones estrictas, a una temperatura entre cero y ocho grados centígrados, para mantener lo que llamamos «cadena de frío». Es muy importante que dicha cadena no se rompa hasta que se administren, a fin de garantizar su inmunogenicidad y eficacia. Como medida de

seguridad, nuestras cámaras llevan alarmas muy sensibles. Cuando la temperatura baja o sube fuera del rango de conservación, se activan de inmediato.

—Debían saberlo —susurró Quina.

—¿Qué?

—Los ladrones. Ellos debían de saber que tenemos alarmas en las cámaras, de lo contrario, hubieran saltado.

Una melodía procedente del bolsillo de la inspectora Lysander interrumpió la conversación.

—Un segundo —se excusó mientras se alejaba unos metros.

Vicente bajó la voz.

—Yo también lo creo, Quina. Han dejado las cámaras vacías. Lo que no entiendo es por qué, si querían robarlas, se han ensañado con el laboratorio y algunos despachos. ¡No tiene lógica!

Las pérdidas económicas son incalculables… —Se restregó la cara con las manos. De repente, Quina lo vio muy envejecido, como si los años le hubieran caído en aquel instante sobre el rostro y le hubieran dibujado surcos y arrugas profundas—. Es todo muy raro. De momento, parece que nadie sabe ni ha visto nada.

La inspectora se acercó de nuevo a ellos mientras guardaba el móvil en el bolsillo interno de su cazadora.

—Acaba de llegar el inspector Garrido, él se encargará del caso —anunció—. Voy a buscarlo a la entrada.

Quina se sorprendió.

—Pensaba que era usted la investigadora encargada.

—No. Yo soy la inspectora de guardia este fin de semana —respondió Lysander sin dar más explicaciones.

—La acompaño —se ofreció Vicente, y dejaron a Quina sola en mitad de un pasillo vacío.

Eran poco más de las dos de la madrugada cuando un taxi se detuvo a los pies de los dos leones de bronce que flanqueaban el puente de Piedra. El río Ebro se ocultaba en una nube de niebla, y al otro lado la basílica del Pilar se alzaba majestuosa en la oscuridad. El individuo pagó con un billete al taxista y, sin esperar el cambio, bajó del vehículo cerca de un local de copas de moda. El hombre ya había cumplido los treinta, era alto y con el cabello pelirrojo. Lucía barba de tres o cuatro días y, en el cuello, un elegante pañuelo de cachemir.

A unos metros de distancia escuchó el sonido de unos tacones y se giró para contemplar a una mujer con una llamativa melena rubia que se acercaba por el puente caminando con paso firme. La miró de arriba abajo sin disimulo y, tras un carraspeo forzado, le dedicó una sonrisa y la piropeó con un sutil acento inglés.

—¡Bonitas piernas!

La mujer desvió la mirada y pasó de largo dedicándole un gesto de desgana. El contoneo de sus caderas encandiló al hombre durante unos segundos. Contrariado por el desplante, pensó que todas las mujeres guapas eran unas engreídas que se creían el centro del universo. Aun así, no quiso perder la oportunidad y volvió a intentarlo:

—¿Tienes planes para esta noche?

La rubia, sin girarse, levantó la mano derecha, le enseñó el dedo corazón con un ademán firme y siguió su camino en dirección contraria.

—Qué borde —susurró el tipo dándose por vencido. Se encogió de hombros, miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie por la calle y echó a andar convencido de que con la próxima tendría más suerte.

Cerca del pub, se vio reflejado en un ventanal y se recolocó el pañuelo para evitar que el resfriado fuera a más. Llevaba unos días cansado y con dolor de cabeza, pero se había tomado un paracetamol y se encontraba mucho mejor. Si algo tenía claro era que un constipado no lo iba a dejar en casa un sábado por la noche. Tan claro como que aquella rubia arrogante no iba a desanimarlo.

Los dos corpulentos guardias de seguridad que se apostaban en la entrada del bar le dieron las buenas noches y le abrieron la puerta. Aquel lugar era uno de sus favoritos, la combinación perfecta de oscuridad y luces psicodélicas.

Nada más entrar, se topó de bruces con un grupo de jóvenes que bailaban muy animadas en medio de la pista. No paraban de reír y se movían de forma sugerente al ritmo de la música. Vestidas con minifaldas cortas y pantalones ajustados, dejaban entrever unos cuerpos firmes y curvilíneos.

Sonaba Let me love you de Snake. Sumergido en sus pensamientos, el inglés comenzó a sofocarse al imaginarse a las veinteañeras bailando solo para él. En su fantasía se humedecían los labios. Lo rodeaban. Lo manoseaban por todo el cuerpo. Reían, bailaban y le tocaban la barba, juguetonas.

Su respiración comenzó a agitarse.

De pronto, fue consciente de que estaba en medio del bar mirando de forma descarada a las chicas y decidió dirigirse a la barra para no llamar la atención. Aquella escena imaginaria lo había excitado. Se enfadó consigo mismo. ¡No podía dejar que

su mente se la volviera a jugar! Estaba nervioso. En el pecho notaba los latidos acelerados de su corazón. Respiró hondo y se esforzó por relajarse y controlar la ansiedad.

Pidió un John Collins al camarero y centró su atención en la bebida. Tras varios tragos consiguió tranquilizarse. Debía mantener la calma y tratar de aparentar que era un tipo normal si quería que todo acabara bien. Se quitó el abrigo, lo colocó con cuidado en el taburete de al lado y dejó la bufanda plegada sobre él. Aquella noche llevaba unos Levi ' s ajustados y una camisa blanca de marca. Se sentía guapo y distinguido, seguro de que cualquier mujer desearía estar con un hombre como él.

El local fue llenándose poco a poco de gente con ganas de pasárselo bien. Hombres y mujeres jóvenes que bailaban, reían y se movían de un lado a otro sin dejar de divertirse. La temperatura del bar aumentaba por momentos. Debido al intenso frío del exterior, habían puesto la calefacción al máximo y, conforme subían los grados, la gente se quitaba prendas de ropa.

El inglés permaneció sentado delante de la barra mientras miraba la enorme pantalla que proyectaba vídeos musicales. Le dedicó una sonrisa a una de las jovencitas de la entrada, pero la muchacha desvió la mirada fingiendo no haberlo visto. «Otra estúpida creída», pensó.

Volvió a recuperar el entusiasmo inicial con la segunda consumición. Seguro que cualquiera de esas chicas estaba deseando bailar para él, pero eran unas niñatas. Prefería a las mujeres de verdad.

Al otro lado de la barra, dos muchachas llamaron su atención. Ambas eran morenas. Aunque a esa distancia no podía asegurarlo porque el bar estaba demasiado oscuro, parecían bastante guapas. Una de ellas llevaba el pelo suelto. La otra, recogido en una coleta alta. Cuando era niño, le gustaba enfadar a las chicas de su clase tirándoles de las coletas, y todavía lo volvía loco la sensación de agarrarlas por el pelo y tenerlas bajo control.

Solo con imaginar esa escena en su mente, una oleada de calor le brotó de las entrañas, comenzó a agobiarse y sintió que le faltaba el aire. Tenía que tranquilizarse si no quería echarlo todo a perder y acabar solo en su cama. O lo que era aún peor, pagando por sexo.

Se levantó y se dirigió a los servicios con aire despreocupado, aunque sin perder detalle de las dos jóvenes que le habían gustado. Pasó por su lado aparentando indiferencia y pudo confirmar que eran espectaculares. Ambas sostenían una copa en la mano y charlaban alegres. El hombre percibió que una de ellas lo miraba de reojo, pero él siguió su camino fingiendo no haberse dado cuenta.

Por suerte, el baño estaba libre. Mientras se miraba en el espejo y se atusaba el cabello, fantaseó con que las chicas estarían rifándoselo, y le devolvió la sonrisa a su imagen. Se lavó las manos con tranquilidad mientras se imaginaba que quizá podría ligarse a las dos. Comenzó a visualizar la situación, pero de repente pensó en la posibilidad de que lo rechazaran y se le congeló la sonrisa. Aquella idea lo hizo enfadar y golpeó el dispensador de papel. El borde metálico le produjo un corte que ni siquiera notó. ¿Por qué lo atormentaban esos pensamientos? «Ni hablar», se dijo a sí mismo mientras cogía un trozo de papel y se limpiaba la herida que se había hecho en la palma de la mano. Él era un hombre poderoso y podía tener a la mujer que quisiera. ¡Esas niñatas no lo iban a ningunear!

Se miró al espejo y se secó el sudor de la frente. Su paciencia se estaba agotando. No iba a esperar más, había llegado el momento de pasar a la acción.

Cuando salió del servicio, las chicas ya no estaban solas. Un joven se les había unido y reía con ellas. Al pasar por su lado, las miró con descaro. La de la coleta le devolvió la mirada. Él le sonrió con dulzura. El juego siempre comenzaba así.

La suerte estaba echada, ya poco más podía hacer. Si le había gustado a la chica, pronto lo sabría. Se sentó frente a su vaso mientras mostraba una estudiada tranquilidad, bebió un trago y se giró hacia ella. La joven le echó una mirada furtiva, tímida, y él se la devolvió de forma insolente, provocándola. Sonrió para sus adentros. Por fin todo se ponía a su favor.

En su mente, el plan estaba trazado. La seduciría, la haría reír y que se creyera la mujer más afortunada del mundo. Entonces, cuando ella quisiera irse, como buen caballero se ofrecería a acompañarla a la parada de taxis. Saldrían del bar juntos, sin llamar la atención, como una pareja más. Los porteros lo observarían con envidia y comentarían su suerte.

Abrazados, caminarían por las desiertas calles de la ciudad y en algún callejón oscuro se besarían con pasión. Con suavidad, él le acariciaría la cara, la nuca y, cuando la joven estuviera totalmente confiada, le agarraría con fuerza la coleta y la haría suya como a él le gustaba.

Q uina vio alejarse a Vicente y a la inspectora, y aprovechó para acercarse hasta su despacho y comprobar la magnitud de los daños. Se asomó con prudencia desde la puerta y quedó horrorizada al ver su oficina destrozada. ¿Qué clase de gente había entrado en el ispga? Parecía que entre aquellas cuatro paredes se hubiera librado una batalla campal. Las sillas estaban volcadas, el cuadro del mapamundi desvencijado en el suelo y el escritorio del revés, con las patas hacia arriba. Habían arrojado el flexo contra la ventana y el cristal se había rajado. En la esquina localizó la pantalla del ordenador hecha añicos.

Un sentimiento de amargura se apoderó de ella. Trataba de procesar lo que estaba viendo cuando levantó la vista hacia la pared y se quedó sin respiración. ¿Cómo no las había visto antes? Cinco letras negras cubrían la pared casi por completo.

ZORRA

Sintió un escalofrío y una punzada en la sien. ¿El grafiti estaba dirigido a ella? Intentó poner sus pensamientos en orden. ¿Sería una amenaza? No encontraba ningún motivo, pero algo le decía que se trataba de un ataque personal.

Recordó algo.

Las palomas.

Intentó apartar la imagen de la cabeza. Aquello había sido una gamberrada, nada que ver, se dijo a sí misma…

Sentía el estómago revuelto. Tragó saliva y observó con más detenimiento los destrozos del despacho, tratando de imaginar qué habría ocurrido allí.

—Perdone —dijo una voz masculina, y notó que la sujetaban por el codo—. Es mejor que no entre ahí hasta que vengan a tomar las huellas.

Quina se giró. Sin darse cuenta, había avanzado unos pasos hacia el interior su despacho. Desconcertada, obedeció al hombre que acompañaba a Vicente y a la inspectora. Sobrepasaba los cincuenta años, pero era delgado y estaba en forma. Una nariz aguileña y unos grandes ojos azules aportaban atractivo a su rostro anguloso. Le ofreció la mano y le dio un enérgico apretón.

—Inspector Garrido, de la Policía Nacional. Usted debe de ser la doctora Larrea.

Quina asintió, todavía conmocionada.

—Luis es un amigo —explicó Vicente—. Nos conocemos desde hace muchos años.

Garrido esbozó una sonrisa.

—¿Tiene alguna idea de quién ha podido hacerlo? —le preguntó directamente a Quina—. ¿Se le ocurre alguien que pudiera estar detrás de todo esto? ¿Algún sospechoso que le venga a la mente así de primeras?

La mirada azul del hombre la escudriñaba. Estaba haciéndole preguntas y ella no podía articular palabra.

—Hace unas semanas un grupo de antivacunas amenazó en público a Quina —intervino Vicente.

—¿Podéis hablarme de ese grupo?

—Conocemos a esa asociación más de lo que nos gustaría. Cada cierto tiempo sus miembros presentan alegaciones y montan algún espectáculo para llamar la atención y ganar

simpatizantes —explicó Vicente—. Su presidente es un médico jubilado, se llama Jaime Montesinos. Nos conocemos desde hace años. Son muy insistentes, pero no unos matones. No creo que Montesinos y su gente hayan hecho todo esto. No es su estilo.

—Tampoco podemos descartarlo —apuntó Lysander.

El inspector anotó el nombre de Montesinos en una pequeña libreta e hizo algunas preguntas más. Quina tragó saliva. Nunca se había parado a pensar que Montesinos y los suyos pudieran ir más allá de aquellas protestas aisladas. De vez en cuando, algunos medios de comunicación les daban cancha y voz a sus declaraciones, pero a Quina eso nunca le había preocupado demasiado.

—¿Y contra usted, doctora Larrea? ¿Hay alguien que quiera hacerle daño de forma personal? ¿Qué opina de ese grupo de antivacunas que la amenazó hace unas semanas? ¿Conoce a Jaime Montesinos personalmente?

—Sí —admitió Quina.

Unos años atrás, muy a su pesar, ella misma había protagonizado un incidente con la prensa. Al conocerse la noticia de que en Francia sería obligatoria la vacunación para once enfermedades, un grupo de antivacunas se había reunido en la puerta del ispga para manifestarse en contra de la medida tomada por el país vecino.

Aquel día Quina entraba a trabajar al Instituto cuando algunos manifestantes la amenazaron, la acusaron de venderse a la industria farmacéutica y le tiraron un bolígrafo a la cabeza. Furiosa porque se pusiera en entredicho su integridad profesional y porque la agredieran de aquella manera, se acercó hasta los manifestantes e hizo unas declaraciones que recogieron numerosos medios:

—Soy la doctora Larrea, jefa del servicio de Epidemiología del Instituto de Salud Pública —había comenzado a decir con

una seguridad que no sentía en absoluto—. Ustedes tienen derecho a manifestarse, pero no tienen derecho a agredirme. Además, actualmente podemos afirmar sin un ápice de duda que las vacunas salvan vidas. Es una evidencia científica incuestionable y, por fortuna, vivimos en un país en el que podemos administrarlas a la población y a nuestras familias y amigos. Todos nos hemos beneficiado de ello, pues se han erradicado varias enfermedades y están a punto de eliminarse algunas más. —En ese momento Quina sintió la fulminante mirada de odio de Montesinos. Aun así, prosiguió con su discurso—: En nuestro país existe un calendario de vacunación evaluado por expertos. La seguridad y eficacia de cada una de las vacunas recomendadas en dicho calendario están científicamente demostradas. No se incluyen vacunas a la ligera; se estudia cada una de ellas y se valora el riesgo y beneficio antes de incorporarlas. Vivimos en un país con sanidad pública y somos afortunados al tener vacunas a nuestra disposición. Hay otros países y continentes que no tienen tanta suerte como nosotros…

En aquel momento alguien le había gritado que era una «puta vendida». No pudo distinguir quién era y, con rabia, había continuado su discurso reconociendo que la industria farmacéutica ganaba dinero con las vacunas. Pero, siendo realistas —había que admitirlo—, ¿es que alguien podría asumir su fabricación de forma gratuita? Eso sería imposible.

—La brigada Científica tardará en llegar —dijo el inspector Garrido después de mirar el reloj deportivo que llevaba en la muñeca—. Hasta que no analicemos su oficina, será mejor que no entre ahí, doctora. Me gustaría hablar con usted en un lugar tranquilo.

Vicente propuso que fueran a su despacho, que no había sufrido ningún daño, y se ofreció a llevarles unos cafés de la máquina. Una vez instalados alrededor de la mesa y ambos con un

vaso humeante en la mano, el inspector empezó a formularle preguntas a Quina.

Enseguida se dio cuenta de que la profesión del inspector Garrido no era tan diferente de la suya. Ella buscaba el origen de una enfermedad y Garrido, el de un delito.

Al poco de incorporarse al ispga , cayó en sus manos la investigación de un brote de salmonelosis que había afectado a varias heladerías de la ciudad. Quina y su equipo habían tenido que ingeniárselas para rastrear el alimento que lo había causado, que resultó ser una partida de huevos en mal estado que habían distribuido en varios establecimientos.

Pero no siempre lograban detectar el origen de los casos, como en aquella ocasión en la que un señor de un pueblo había enfermado de malaria sin que hubiera viajado fuera de España. Desde que trabajaba en el ispga, Quina se había sentido en varias ocasiones como si protagonizara la serie CSI. De vez en cuando se encontraban con casos que parecían sacados de un guion de película.

Para ella, tirar del hilo no era nada sencillo, porque la gente respondía de forma vaga, mentía o, simplemente, no recordaba nada. La doctora había aprendido a conseguir la información a base de experiencia, pero siempre resultaba agotador. Imaginó que el trabajo de la policía también debía de ser complicado y que no siempre tendría un final feliz, como sucedía en la ficción.

—¿Tiene alguna sospecha sobre quién ha podido entrar esta noche en el Instituto? —le preguntó de nuevo el inspector aprovechando que estaban a solas.

—No.

—¿Cómo se ha enterado del asalto?

—Estaba durmiendo. Me ha llamado Vicente, el director.

—¿Estaba sola?

—No, con mi novio. —Sintió que se le aceleraba el corazón. ¿Sospechaba de ella? Trató de calmarse. El inspector solo estaba

haciendo su trabajo. Como ella cuando hacía preguntas incómodas.

—¿Ha visto algo que le llame la atención y que quiera comentar?

Quina tragó saliva.

—El grafiti de mi despacho. —No podía dejar de pensar en eso.

—Sí, lo he visto. ¿Tiene alguna idea de por qué lo han escrito?

La epidemióloga negó con la cabeza.

—Supongo que es algo contra mí, pero desconozco el motivo.

—No se preocupe, doctora. Hábleme de su trabajo. ¿Cuál es su puesto?

—Soy la jefa del servicio de Vigilancia Epidemiológica.

—¿En qué consisten sus obligaciones?

—Los médicos de toda la comunidad notifican a nuestro servicio los casos de enfermedades contagiosas: gripe, salmonella o meningitis, por ejemplo. Aquí recopilamos los datos e investigamos el origen del brote y cómo se ha transmitido. Si es necesario, establecemos medidas para evitar que se propague.

—¿Qué tipo de medidas?

—Nos aseguramos de que las personas reciben el tratamiento adecuado y controlamos el foco de contagio dentro de lo posible.

—¿Establecen medidas que puedan enfurecer al personal? ¿Ponen multas? ¿Cierran establecimientos por motivos de salud pública?

—A veces, sí. Depende del caso y de la enfermedad. En alguna ocasión hemos clausurado hoteles y restaurantes, guarderías, centros residenciales... No es frecuente, pero a veces debemos ser contundentes.

—¿Ha tenido algún caso «conflictivo» —el inspector dibujó unas comillas en el aire con los dedos— últimamente?

—No, que yo recuerde.

—¿Hay alguien que quiera hacerle daño?

Quina bebió un sorbo de café mientras sopesaba qué contarle al inspector. Garrido la miró con la cabeza ladeada, como si esperara una respuesta de inmediato. La expresión de su rostro no se inmutaba mientras le hacía preguntas. Le pareció bastante seco, como si se tratara del interrogatorio de una sospechosa. Intentó tranquilizarse.

—No lo sé, inspector. Estos días he notado varias cosas extrañas, no sé si debería…

—La escucho. Cualquier detalle puede ser importante.

—El martes de la semana pasada encontré una paloma muerta en mi bicicleta. Alguien la había dejado ahí. Estaba colgada con una cuerda al manillar.

El inspector la miró con sus ojos azules, que resultaban intimidantes.

—Debió de asustarse.

—Sí. Ese día pensé que había sido una gamberrada y no le di importancia. Pero a la mañana siguiente encontré otra.

—¿No lo denunció o se lo comentó a alguien?

—No, solo le pregunté al guardia si había alguna cámara que grabara la zona de las bicis. Me dijo que no, que ninguna enfocaba hacia el aparcamiento, y no le di más importancia. ¿Cree usted que puede tener relación con lo que ha pasado?

Garrido se encogió de hombros.

—No lo descarto.

Ella esperó algún comentario más por parte del inspector, pero era un hombre de pocas palabras. Garrido consultó sus notas y suspiró mientras apuntaba algo ante la mirada atenta de la epidemióloga.

—Volviendo a su trabajo, ¿es usted la responsable de la gestión de las vacunas?

—No, se encarga una compañera.

—Pero ¿sabe usted qué vacunas se guardan en las cámaras frigoríficas? —insistió.

—Sí, claro. A veces necesitamos disponer de ellas en las investigaciones y las facilitamos directamente a los centros sanitarios.

—¿Cree que el robo de las vacunas es un motivo suficiente para destrozar el laboratorio y su despacho?

Quina dudó y jugueteó un instante con la cucharilla del café. Ese hombre estaba empezando a exasperarla.

—No lo sé.

Siguieron unos segundos de silencio mientras el inspector escribía en la diminuta libreta.

—¿Algo más que quiera comentar, doctora?

Ella negó con la cabeza y apuró el café, que se había enfriado ya.

—Este es mi número —le dijo el inspector al entregarle una tarjeta de visita con su nombre y su teléfono—. Si se le ocurre algo más, llámeme.

La doctora suspiró aliviada. Tal vez no fuese su intención, pero el inspector había hecho que se sintiera atosigada.

Los agentes de la Científica tardaron casi dos horas en registrar y analizar su despacho. Tomaron huellas y fotografiaron y filmaron cada centímetro. Más tarde Quina obtuvo permiso para ocupar su oficina y ordenarla. Para entonces ya había amanecido.

En un primer momento le fue imposible saber si se habían llevado algún expediente, porque las carpetas estaban revueltas. Tardaría días en revisarlo todo. Tras una primera ojeada solo echó en falta una cosa: la foto con su sobrino Hugo. La buscó por todos los rincones, pero no apareció.

Enfadada, buscó un trapo húmedo en el cuarto de la limpieza y frotó la pintura de la pared. Al cabo de un rato, algunas de las

letras estaban borrosas, pero la ofensiva palabra seguía leyéndose con claridad.

Se dio por vencida y buscó su teléfono en la mochila. Tenía varias llamadas perdidas de Santi. Al darse cuenta de que se había olvidado de avisarlo, sintió una punzada de remordimiento.

—¡Por fin das señales de vida! —exclamó su novio al otro lado de la línea—. Espero que tengas una buena explicación.

Estábamos muy preocupados. —Uno de sus trucos para hacerla sentir mal consistía en incluir a Charco en la conversación.

Quina se disculpó y le contó lo sucedido. Estaba en el ispga con el móvil en silencio y le había resultado imposible llamarlo.

—Son más de las diez de la mañana —le reprochó Santi con una actitud un poco menos combativa—. He preparado el desayuno y estoy muerto de hambre. ¿Vas a venir a desayunar?

Ella decidió aceptar la tregua. Estaba agotada. Vicente se había ido hacía un par de horas y la había animado a hacer lo mismo. Todavía tenía muchas tareas pendientes, pero, de momento, no podía más.

—En quince o veinte minutos estaré en casa —prometió—. Pasaré antes por la panadería.

—No es necesario, ya he comprado el pan.

—Vale, ¡ahora te veo! —Colgó deseando que al llegar a casa a su novio ya se le hubiera pasado el enfado. Lo que menos necesitaba aquel día era un conflicto de pareja.

Odiaba discutir con él. Prefería evitar el enfrentamiento, aguantarse el cabreo y esperar a que los ánimos estuviesen calmados antes de hablar del problema que fuese. Llevaban una mala temporada y, aunque su relación nunca había sido modélica, últimamente discutían por todo.

No podía negar que Santi era un gran apoyo en los malos momentos. Sabía que podía contar con él y eso le gustaba, pero vivía aferrada a la idea de que no necesitaba a nadie y que era autosuficiente.

Se habían conocido veintitrés años atrás en la facultad de Medicina. Ambos buscaban en el corcho sus notas del parcial de Embriología Humana. A ella le pareció extraño porque no lo había visto antes en clase. Él le aclaró que estaba en segundo curso y que Embriología era una de las asignaturas que arrastraba de primero.

—Me llamo Santi.

—Yo soy Quina.

—¿Quina de Joaquina? —preguntó riéndose tras hacer una mueca guasona.

Quina lo fulminó con la mirada y se marchó sin responderle. Él, abochornado, la siguió por el pasillo para pedirle disculpas y acabaron tomando algo en la cafetería de la facultad.

En la universidad, a Santi lo llamaban el Apuesto por un juego de palabras con su apellido, Lapresto, y en obvia referencia a que la mayoría de las chicas lo consideraban muy guapo.

Estuvieron saliendo durante el resto del curso hasta que llegó el verano y ella se fue a casa de sus padres, en Logroño. La distancia les pasó factura. Por aquel entonces, Santi era bastante inmaduro; no sabía lo que quería. Ella, muy orgullosa, tampoco lo llamó durante las vacaciones. En septiembre, cuando comenzó el nuevo curso, la relación se había enfriado por completo. Él estaba ya en tercero, empezaba a hacer prácticas en el hospital y ni siquiera coincidían entre clases. Quina, por su parte, estaba tan obsesionada con sacar buenas notas que tampoco se molestó en buscarlo. Ambos siguieron con su vida por separado.

Unos meses más tarde, Quina conoció a Manuel, un estudiante de Derecho con el que empezó a salir. Era inteligente y también un poco clasista, se convirtió en el compañero perfecto durante los años de la facultad. Lo hacían todo; estudiar durante la época de exámenes, pasear por los parques de la ciudad, recorrer los mercadillos navideños o desayunar chocolate con churros los domingos.

Quina descubrió un nuevo mundo de la mano de Manuel. Se enamoró de su forma de afrontar la vida, siempre con las cosas muy claras. El recuerdo de Santi quedó atrás, enterrado en una cápsula del tiempo. Ella no imaginaba que, en algún momento, él regresaría a su presente.

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