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A Gaia Saladrigas Jové, cuyos grandes ojos azules, bien abiertos, y su sonrisa, transforman el mundo al mismo tiempo que lo contemplan con el asombro de quien acaba de inaugurar una nueva vida encarnada.

«El amor es la nota principal, la Alegría es la música, el poder es el tenor, el conocimiento es el intérprete, el Todo infinito es el compositor y el público. Solo conocemos las discordias preliminares que son tan feroces como será grandiosa la armonía; pero con seguridad llegaremos a la fuga de las Bienaventuranzas divinas.»

PRÓLOGO

La existencia del ser humano aparece inmediatamente como un enigma, como un misterio. Los orígenes de nuestra vida, como persona y como especie, se convierten en un interrogante que nos acompaña fielmente, al menos desde que el pensar comienza a funcionar de un modo reflexivo. Pronto tomamos conciencia de que la vida desemboca en la muerte. Y entonces el problema se desplaza desde el origen hasta el término, desde el punto de partida hasta la meta. Ya no preocupa tanto el comienzo como el final. La filosofía se convierte en una meditatio mortis, una meditación acerca de la muerte, y en algunos casos el filosofar se concibe como un «ejercitarse en morir» (Platón). Finalmente caemos en la cuenta de que la certeza radical e inquietante que el ser humano posee acerca de sí mismo no es otra que el hecho de saberse un «ser-parala-muerte» (Heidegger), sea ésta lo que sea.

Ahora bien, el ser humano parece haberse resistido siempre a aceptar que su vida termina definitivamente. ¿De dónde brota ese terror a la desaparición, a la nada del dejar de ser? ¿De dónde procede ese irreprimible anhelo de inmortalidad? Para algunos basta con el instinto biológico de supervivencia para dar cuenta de las profundas raíces de este sentimiento. Para otros, por el contrario, se trata de una intuición anímica, una «oscura certeza», un presentimiento esencial, incluso un pensamiento axial que –más allá del temor personal– comprende que este viaje carece de sentido si al final

perecemos en el abismo. Todo verdadero peregrinaje implica un lugar sagrado.

La vida biológica pide supervivencia. La de la conciencia exige sentido. La de la razón clama por la comprensión del sentido. Si la muerte es nuestro final, todo sentido queda truncado. Ésta parece ser la intuición central que sobrecoge a muchos seres humanos. Si todos y cada uno de nosotros, pero quizás sobre todo las víctimas inocentes, llega a su fin con la descomposición del cuerpo físico, el absurdo se cierne sobre cada uno de nuestros actos impregnando cada instante, cada respiración, cada paso. Y esto no es solo cuestión de instinto biológico o de temor psicológico infundado –por inútil–, sino cuestión de sentido, de conciencia. Si todo termina con la muerte, Nietzsche vence a Kant, y la voluntad de poder vence al saber de la voluntad moral, que quiere y postula necesariamente la existencia de un orden moral justo. Ni justicia ni dignidad plenas sin inmortalidad personal diríase que es el siguiente paso de esa exigencia de sentido. Existe un heroísmo trágico (o acaso no sea ni lo uno ni lo otro) en la aceptación consciente de vivir como si la vida desembocase en la muerte, como si la luz de esta conciencia que se da cuenta de todo cuanto acaece estuviese destinada a apagarse definitivamente. De hecho, el paradigma dominante desde la modernidad ilustrada parecía conducir a eso, a un humanismo materialista (en el peor de los casos a una barbarie con rostro humano) que asume que somos polvo (de estrellas quizás) y en polvo nos convertiremos, que la Gran Explosión fue producto del azar –o mejor, que la pregunta por el azar o el propósito no tiene sentido– y que la aparición de la especie humana se explica suficientemente por exigencias de adaptación al medio y por mutaciones no menos azarosas. El nacimiento de la conciencia auto-reflexiva, la presencia de la auto- conciencia, no parece presentar

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