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Para la juventud trans y no binaria: Sois hermoses. Sois importantes. Sois válides. Sois perfectes.

A lo mejor es la hierba o el hecho de que ya estoy más cerca de ser adulto, pero de pronto me siento envalentonado. Le susurro a Ez:

—¿Quieres darle un espectáculo al tío ese?

Señalo con la cabeza en dirección al viejo, que sigue rehusando apartar la mirada. Ezra sonríe y me acaricia el brazo arriba y abajo, y yo lo abrazo, apoyándole la cabeza en el hombro. Y Ez pasa de cero a cien cuando entierra la cara en mi cuello, y… Digamos que no es que yo tenga mucha experiencia con estas cosas (vamos, que nunca me han besado), así que sentir su boca ahí me vuelve un poco loco. Emito algo entre un jadeo y un gritito embarazoso, y Ezra se ríe, soltándome el aliento en el mismo puto sitio.

Levanto la vista para ver a nuestro público observándonos con los ojos muy abiertos, completamente escandalizados. Agito los dedos para saludar al señor con sarcasmo, pero este se lo toma como una invitación para hablar.

—¿Sabes? Tengo un nieto que es gay —dice con un ligero acento difícil de situar.

Ezra y yo nos miramos con las cejas alzadas.

—Ah, qué bien —respondo.

El hombre asiente.

—Sí, sí. Yo no lo sabía y un día se sentó con nosotros, conmigo y con mi mujer, Betsy, antes de que ella falleciera, y se echó a llorar y nos dijo: «Soy gay». Él lo sabía desde hacía años, pero no nos había dicho nada porque tenía miedo de lo que pudiéramos pensar. No lo culpo por tener miedo, porque se oye cada historia… Y lo de su padre… Un drama. Uno piensa que los padres quieren a los hijos pase lo que pase, pero… —Hace una pausa en su monólogo y mira en derredor cuando el metro comienza a detenerse—. En fin, yo me bajo aquí.

El señor espera a que las puertas se abran.

—Creo que os caería bien mi nieto. Parecéis dos chicos gays muy majos y buenos.

Y después de eso, desaparece entre la gente del andén, seguido por la mujer con el carrito de bebé.

Ezra y yo nos miramos de nuevo y yo suelto una carcajada. Él sacude la cabeza.

—Tío, esto solo pasa en Nueva York —dice—. En serio, la gente está de vuelta de todo en Nueva York.

Nos bajamos en la parada de Lorimer/Metropolitan, bajamos un montón de escaleras y después subimos otras para tomar la línea L. Es 1 de junio, el primer día del mes del Orgullo, así que los muros de azulejos están llenos de pegatinas de arcoíris que rezan Discriminación cero. El andén está plagado de hípsters de Williamsburg de piel rosada y el metro tarda una barbaridad en llegar.

—Joder, vamos a llegar tarde —dice Ezra.

—Qué se le va a hacer.

—Declan se va a rebotar.

A mí me da igual, la verdad. Declan es un capullo.

—Pero no podemos hacerle nada, ¿no?

Para cuando llega el metro, todo el mundo empuja a lo burro para subirse y nos metemos a presión, yo aplastado contra Ezra. El vagón huele a cerveza y a sudor. Arranca de una sacudida y traquetea de forma que cuesta mantenerse en pie hasta que por fin llegamos a Union Square.

Es una tarde típica, con el centro de la ciudad hasta arriba de gente. Las multitudes son lo que más odio del sur de Manhattan. En Brooklyn al menos puedes ir por la calle sin chocarte con veinte hombros y cincuenta bandoleras distintas. En Brooklyn al menos no tienes que preocuparte de ser literalmente invisible por tener la piel marrón. A veces busco a algún blanco y camino

justo detrás, para que cuando la gente se aparte a su paso no se choque conmigo.

Ezra y yo nos escurrimos entre la gente y nos metemos por la zona del mercado de agricultores, donde el olor del pescado nos persigue. Vamos vestidos más o menos como siempre: aunque es verano, Ezra lleva una camiseta negra remangada hasta los hombros para mostrar su tatuaje de Klimt, una reproducción del cuadro Judit I y la cabeza de Holofernes. También se ha puesto unos vaqueros negros ajustados que le llegan un poquito más arriba de los tobillos, unas Converse blancas y sucias y calcetines largos con retratos de Andy Warhol. Por último, lleva su septum dorado y el pelo negro, grueso y rizado sujeto en un moño alto, con los lados de la cabeza rapados.

Siempre que estoy con él, nadie se fija en mí, sino que se quedan mirando fijamente a Ezra. Yo tengo el pelo rizado y llevo una camiseta de tirantes, amplia y gris, que muestra las cicatrices de mi pecho, más oscuras que el resto de mi piel marrón dorada. También llevo unos vaqueros cortos que dejan ver mis tatuajes, dibujos pequeños y sin importancia que me hice por veinte dólares en Astor Place (a mi padre casi le da algo la primera vez, pero ya se ha acostumbrado a ellos), y unas deportivas gastadas sobre las que he escrito y dibujado con rotulador negro. Ezra cree que las he estropeado. A él le mola eso de conservar la pureza del concepto del diseñador.

Nos abrimos paso entre las multitudes que curiosean los puestos del mercado, donde venden tarros de mermelada, pan recién horneado y flores de colores vivos, y entre los hombres trajeados, los perros con correa y los niños en triciclo, que amenazan con hacernos tropezar. Logramos salir del barullo y llegar al camino que ataja por el verde césped del parque, donde hay tumbadas algunas parejas sobre mantas. Algunos críos se lucen con skates; en los bancos descansan chicas con vestidos y gafas de sol que sostienen libros que en realidad no están leyendo.

—Recuérdame por qué decidimos acudir al curso este de verano —dice Ezra.

—Para que las solicitudes para la uni nos queden bien pintonas.

—Ya te dije que no voy a ir a la universidad.

—Ah. Entonces sí que no sé por qué lo haces.

Me dirige una sonrisa burlona. Ambos sabemos que, cuando se gradúe, probablemente viva del dinero que le han dejado sus padres. Los padres de Ezra están podridos de pasta, hasta tal punto que le compraron un piso para que viviera en Bed-Stuy, Brooklyn, durante el verano en que iba a hacer el curso de arte. (Y actualmente los pisos como el de Ezra cuestan un millón de dólares). Los Patel son la élite estereotípica de Manhattan. Su vida transcurre entre copas de champán, galas benéficas, fiestas elegantísimas y nada de tiempo para su propio hijo, al que criaron tres niñeras diferentes. Es una puta mierda, pero admito que me da envidia. Ezra tiene la vida entera resuelta, mientras que yo tendré que luchar con uñas y dientes, a puño limpio, por lo que quiero.

Mi sueño siempre ha sido entrar en la Universidad de Brown, pero no es que tenga unas notazas: en los exámenes he quedado por debajo de la media y su porcentaje de admisión está en el nueve por ciento. No es que no lo haya intentado. Me hinché a estudiar para los exámenes y siempre tomo apuntes de todo lo que dicen los profesores en clase para que mi mente no divague. Como dice mi padre, mi cerebro funciona distinto. El hecho de que seguramente no entre en Brown a veces me hace pensar que no merece la pena intentarlo siquiera. Pero sé de gente que ha entrado con notas mediocres y, aunque mis notas sean una mierda, mis obras no lo son. Tengo talento y lo sé. El porfolio cuenta aún más para los alumnos que solicitan admisión en grados de arte y, como el curso de verano del Saint Catherine también da puntos, quizá pueda

—Vamos a darnos prisa y acabar —dice—. No quiero tirarme aquí todo el día. Felix, sostén ese reflector.

No me muevo. No me da la gana de acatar las órdenes de Declan Keane, y mucho menos si es con ese tono de desdén.

—Venga, Felix, que así acabamos —susurra Ezra.

Pongo los ojos en blanco, subo las escaleras y agarro el reflector de la caja de atrezo. Declan sigue sin molestarse en dedicarme una sola mirada.

—Bueno, sigamos —dice—. Marisol, creo que en esta no deberías sonreír. Yuxtaponer el retrato de Rihanna con una cara seria…

Paso de su culo. El 99,9% de las veces, Declan solo habla para deleitarse con el sonido de su voz. La sesión se reanuda: Leah da vueltas en torno a Marisol con la cámara mientras esta posa y mira al cielo (estupendo, porque así me es más fácil no hacer contacto visual con ella) hasta que tiene que ponerse el siguiente vestido. Sostengo una sábana en torno a Marisol, con los ojos clavados en el suelo, mientras Ezra la ayuda a ponerse otro de los vestidos que él mismo ha confeccionado. Este está cubierto de viñetas del manga Ataque a los titanes. Cuando Mari está lista, Declan vuelve a ladrar órdenes:

—Leah, colócate un poco más a la derecha. Felix, sujeta bien el reflector para que no se mueva.

—¿Y puedes no enfocarme con la luz, por favor? —Marisol se tapa la cara con la mano.

Mari y yo salimos una temporada. Bueno, un par de semanas, así que tampoco fue una relación muy larga, pero aun así, siempre me pongo un poco tenso cuando estoy con ella, aunque ya haga meses del tema. Ella hace como si jamás hubiera ocurrido nada entre nosotros, lo que para mí es como echar sal directamente en la herida. La forma en la que lo dejó conmigo tampoco ayuda.

Declan chasquea los dedos en mi dirección. Literalmente, lo juro, chasquea los dedos en mi puta cara.

—Te he dicho que sujetes bien el reflector. Presta atención, joder.

Levanto más el reflector.

—Puto asco —mascullo.

—Perdona, ¿qué has dicho?

Se ve que he hablado más fuerte de lo que creía. Cuando levanto la vista, todos me están mirando. Leah se muerde el labio, Marisol alza una ceja, Ezra niega con la cabeza desde el otro lado. Le veo articular: «No, no, Felix, por favor». Eso también me cabrea. ¿Por qué tengo que dejar que Declan nos trate como la mierda sin quejarme? Ignoro a Ezra y miro directamente a Declan:

—He dicho: puto asco.

Declan ladea la cabeza y se cruza de brazos con un amago de sonrisa.

—¿Qué es un puto asco?

—Esto. —Me encojo de hombros, sacudo el reflector—. Tú.

La sonrisa se convierte en una risotada incrédula.

—¿Yo doy asco?

—No tienes ni puta idea de cómo hacer una sesión de fotos de moda. Solo estás aquí porque tienes pasta y porque tu padre dona un montón de dinero al centro. No es que te lo hayas ganado precisamente.

Ezra mira al suelo y siento una punzada de culpabilidad, pero Declan no se da cuenta. Me sonríe, como si supiera que eso me cabreará más.

—Estás enfadado porque el director no eres tú y no puedes ponerlo en tu solicitud de Brown. «Encargado del reflector» no suena igual de impresionante, ¿verdad?

Odio que tenga razón. Me indigna que no pueda poner que he dirigido algo en mi solicitud, mientras que él sí que podrá añadir esta experiencia a sus notas casi perfectas y al pedigrí de su familia. Sé que también quiere ir a Brown. Sé que es su

primera opción, porque cuando éramos amigos ambos planeamos ir a Brown y sacarnos el grado conjunto con la Escuela de Diseño de Rhode Island. Ezra solía intervenir para decir que él se mudaría a Rhode Island para estar con nosotros, para que estuviéramos juntos, como siempre. Pero ese plan no duró mucho tiempo.

Por si fuera poco, la Universidad de Brown tiene la costumbre de concederle una beca completa, y solo una, a un alumno del Saint Catherine. Yo no puedo permitirme ir a la universidad sin beca: mi padre no puede pagarme la matrícula. Para estudiar Arte, tendría que endeudarme hasta las cejas con préstamos estudiantiles que tardaría toda la vida en pagar. En contraste, no se me ocurre una persona que necesite o merezca menos esa beca que el puto arrogante de Declan Keane. La simple idea de que le den la beca a él me da ganas de clavarme lápices en los ojos.

—¿Qué, no tienes nada que decir? —insiste Declan con su sonrisita.

—Déjalo ya —me dice Ezra.

Pero no puedo dejarlo. La gente como Declan está acostumbrada a hacer lo que le da la gana, a comportarse como si fuera mejor y más importante que el resto. Eso es lo que hace conmigo y con Ezra, que actúa como si no le importara, pero a mí me saca de quicio cada vez que veo a Declan y recuerdo cómo nos trató, cómo nos traicionó.

—¿Sabes qué? —le digo—. Que te den. Vas por ahí como si fueras mejor que el resto, pero no eres más que un impostor. Ezra sacude la cabeza, como si estuviera molesto conmigo, como si pensara que me estoy pasando, por mucho que sepa que Declan se porta como un capullo. Leah y Marisol siguen sin intervenir, incómodas, y miran a Declan para ver lo que hace o dice.

—¿Impostor yo? —Declan aprieta la mandíbula—. ¿Hablas en serio?

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