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Cuando la política golpea a la economía: la Argentina que dejó septiembre

Eliana SCIALABBA

Directora Ejecutiva CEEAXXI.

El gobierno de Javier Milei llegó a septiembre de 2025 sostenido en un delicado equilibrio. En sus discursos públicos, el presidente mostraba la misma firmeza que lo había llevado al poder: no negociar con la política tradicional, sostener un ajuste fiscal sin concesiones y repetir que “no hay plan B”. Esa narrativa, cargada de épica liberal y de confrontación, todavía lograba seducir a un sector del electorado y generaba expectativa en algunos analistas financieros de Wall Street. Pero puertas adentro, la situación era mucho más áspera.

La inflación, si bien mostraba cierta desaceleración respecto a los primeros meses del año, seguía en niveles altos que impedían consolidar expectativas. Los precios de los alimentos y bienes básicos mantenían presión, y los salarios, incluso en sectores formales, no lograban recomponer el poder de compra. La recesión era incipiente y se notaba en la retracción del consumo masivo, la cautela de la inversión privada y un freno parcial en la construcción, un sector muy dependiente de la obra pública.

El frente político tampoco ofrecía respiro. Milei había comenzado a gobernar con un recurso que se volvió marca de su estilo: los vetos presidenciales. Apenas instalado en la Casa Rosada, se topó con un Congreso reacio a convalidar su programa y decidió apelar a esa herramienta institucional para bloquear leyes votadas por la mayoría opositora. Vetó la ley de financiamiento universitario, la de emergencia pediátrica, la de emergencia en discapacidad y la que establecía un reparto automático de los ATN a las provincias.

Lejos de consolidar su autoridad, esos vetos funcionaron como un boomerang. La oposición, en una de las pocas ocasiones donde logró actuar de manera coordinada, avanzó en revertirlos con mayorías especiales. El Senado dio vuelta el veto a la emergencia en discapacidad; Diputados hizo lo propio con la financiación universitaria y la emergencia pediátrica. Gobernadores de distintos partidos se alinearon para reclamar la restitución de los ATN, mostrando que, frente a la presión fiscal, las provincias podían constituirse en un bloque de resistencia.

En cada sesión, la escena era la misma: un Congreso desafiante, que dejaba en evidencia la debilidad política de Milei y la fragilidad de un oficialismo con representación parlamentaria limitada. El discurso contra la “casta” encontraba su límite en los votos y en la aritmética legislativa. Ese desgaste político se combinaba con un frente económico cada vez más exigido. Y así llegó septiembre: un mes que iba a cambiar el rumbo.

El resultado que lo cambió todo

El 7 de septiembre, Buenos Aires votó y dejó un mensaje rotundo.

La Libertad Avanza obtuvo el 33,7 % de los votos frente al 47,2 % de Fuerza Patria, el frente alineado con Axel Kicillof. La diferencia de trece puntos no dejaba lugar a dudas: el oficialismo no solo había perdido la elección más importante del país, sino que además quedaba en evidencia que su proyecto carecía de anclaje territorial sólido.

La escena de la noche electoral mostró dos caras del país. En La Plata, Kicillof festejaba como si se tratara de una victoria nacional, rodeado de militantes que coreaban consignas contra el ajuste y agitaban banderas con entusiasmo. En la Casa Rosada, la atmósfera era de desazón. Ministros y asesores cruzaban mensajes en estado de alerta. Nadie esperaba un resultado tan contundente, y todos entendían que la derrota bonaerense iba a tener consecuencias más allá de lo electoral.

La lectura fue inmediata: la caída en Buenos Aires era también el reflejo del malestar social por la situación económica. La recesión, la inflación persistente y los recortes se habían traducido en votos de rechazo. Para un gobierno que se mostraba como implacable, ese fue el primer golpe que revelaba fisuras. Y en la Argentina, la política y la economía rara vez caminan por senderos separados: lo que ocurre en las urnas suele tener eco en los mercados.

La apuesta por el campo

Con ese resultado fresco, el gobierno decidió dar un golpe de efecto. El 22 de septiembre, a través del Decreto 682/2025, eliminó las retenciones a las exportaciones de granos y derivados hasta un tope de US$7.000 millones o hasta el 31 de octubre, lo que ocurriera primero. La medida fue presentada como una forma de liberar al sector agroexportador y de incentivar la liquidación de divisas que el Banco Central (BCRA) necesitaba con urgencia.

El impacto inicial fue positivo. En apenas tres días, las cerealeras agotaron el cupo, ingresando divisas de manera masiva. El dólar financiero se calmó, las reservas mostraron un alivio inmediato y el gobierno celebró el resultado como un éxito táctico. Para Milei, era la prueba de que con medidas audaces se podían sortear las turbulencias.

Pero el otro costado de la decisión fue evidente. La recaudación perdió entre US$1.200 y US$1.400 millones, un golpe directo al frente fiscal. En los papeles, el BCRA ganó reservas; en la práctica, el Tesoro perdió ingresos. Era la versión más clara de la manta corta: el alivio en el frente cambiario se pagaba con un déficit mayor. El respiro, como tantas veces en la historia argentina, fue efímero.

Un mensaje desde Washington

El 24 de septiembre, cuando la tensión todavía no había cedido del todo, una señal inesperada llegó desde Estados Unidos. El secretario del Tesoro, Scott Bessent, publicó en X: “Argentina es un aliado estratégico en América Latina y el Tesoro está listo para hacer lo que sea necesario para apoyar la estabilización.”

El mensaje fue recibido como una bendición. No era solo retórica: trascendió que se analizaba un paquete de US$20.000 millones, que incluiría un swap de divisas y hasta la posibilidad de que la Reserva Federal comprara bonos argentinos. Para un gobierno con reservas exhaustas, esa posibilidad era más que un guiño: era la promesa de oxígeno real. Los mercados reaccionaron en cuestión de minutos. Los bonos soberanos subieron con fuerza, el riesgo país retrocedió y, por primera vez desde la derrota en Buenos Aires, el gobierno tuvo una señal concreta para exhibir. En la Casa Rosada, el tweet de Bessent circulaba de celular en celular, como si fuera un salvavidas inesperado. Milei lo interpretó como un triunfo político tanto como económico: podía mostrar que tenía respaldo de la primera potencia mundial.

La foto de la euforia

El 25 de septiembre, en Nueva York, llegó la escena más comentada del mes. Javier Milei se reunió con Donald Trump en los pasillos de la Asamblea General de la ONU. La foto de ambos abrazados recorrió el mundo. Trump, fiel a su estilo, no se quedó en gestos: “Argentina no necesita un rescate, pero Estados Unidos ayudará si es necesario.”

Esa declaración, sumada al impacto visual de la foto, desató una ola de euforia en los mercados. Los bonos soberanos treparon hasta un 7%, el riesgo país cayó en torno a los 1.000 puntos básicos y los ADRs argentinos en Wall Street vivieron una jornada de fiesta. Para el oficialismo, esa imagen se transformó en un símbolo de respaldo internacional y en la excusa perfecta para mostrar que el rumbo no estaba tan aislado como muchos creían.

Durante unas horas, el gobierno transmitió la sensación de que el respaldo externo alcanzaba para compensar las debilidades internas. Era el momento más luminoso del mes, aunque la calma no duraría.

La vuelta de los controles

La ilusión se rompió pronto. El 27 de septiembre, el gobierno anunció la reinstalación de controles cambiarios. La medida establecía que quienes compraran dólares al tipo de cambio oficial no podrían operar en los mercados financieros durante 90 días. El argumento era evitar que las divisas del agro, recién ingresadas, se filtraran en maniobras especulativas. La contradicción fue evidente. El gobierno que había hecho del “fin del cepo” su bandera terminaba aplicando un cepo encubierto. Los mercados tomaron nota: la ortodoxia económica cedía frente a la urgencia política y cambiaria. La confianza, que había mejorado con el tweet de Bessent y la foto con

Trump, volvió a deteriorarse. En la Argentina, los gestos inconsistentes suelen pagarse caros.

El regreso de la fragilidad

Al cierre de septiembre, el panorama era claro. El riesgo país volvía a superar los 1.100 puntos básicos, los bonos devolvían buena parte de las ganancias recientes y las reservas netas del Banco Central seguían en niveles críticos. El alivio que habían traído las retenciones cero, el respaldo de Washington y la foto con Trump se había consumido en cuestión de días. Mientras tanto, Milei abría un canal con Mauricio Macri, reconociendo en los hechos que la gobernabilidad dependía de acuerdos con la misma “casta” a la que había prometido enfrentar. La épica libertaria se desdibujaba en la necesidad de pactar con viejos actores de la política argentina.

El mes terminó dejando una certeza incómoda: la política golpeó primero, la economía reaccionó con parches, y lo que quedó fue un país que había ganado tiempo, pero no estabilidad. Septiembre fue un espejo de la fragilidad argentina, donde cada alivio dura lo que tarda en desvanecerse el próximo dato, la próxima votación ola próxima corrida.

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