Las fantásticas aventuras de Saltarina Ardilla

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Saltarina Ardilla LAS FANTÁSTICAS AVENTURAS DE

Capítulo 1

La vida en el bosque

Bella Paloma, peripuesta y lozana, se levantó aquella mañana muy temprano, emitiendo pequeños gorgoritos que lograron despertar a la pequeña Saltarina Ardilla.

—¿A qué se deberán esos grititos? —se preguntó, medio adormilada. Bella era, seguramente, la paloma torcaz más inexpresiva y silenciosa de todo el Bosque Perdido. No se la oía, cómo a las demás, cantar o piar. ¿A santo de qué, pues, había amanecido tan parlanchina? Saltarina estaba francamente intrigada.

—¿No lo sabes? —dijo entonces su amigo Brinco, asomando su naricilla de Liebre— Hermosa Paloma es ya la feliz mamá de cinco bonitas palomitas.

¡Pues claro! Por eso Bella no dejaba de cantar. Su hermana Hermosa ¡acababa de ser mamá! Saltarina lo recordó de golpe. «¡Es tiempo de celebrar!», pensó. Cada nuevo nacimiento era recibido con gran alegría en el Bosque Perdido. Este no iba a ser una excepción.

—Creo que deberías arreglarte, Saltarina —habló Mamá Ardilla, como siempre tan bien peinada y perfumada.

Saltarina, que aún no se había movido de la cama, se puso en pie sobre sus patitas traseras, husmeó a derecha e izquierda y se rascó una oreja.

—¿Qué nos pondremos hoy? —murmuró.

Por supuesto, el bonito chaleco rojo con piedras de colores y el enorme lazo de seda carmesí en la cola. Eran dos de las mejores prendas de su armario y si había que conocer a las nuevas palomitas, habría que vestirse con elegancia.

Se miró en el espejo. Saltarina era una hermosa ardilla roja de divertidas orejas

puntiagudas y una lustrosa cola rojiza que constituía su mayor orgullo.

—¡Qué hermosa mañana! —exclamó con satisfacción mientras cogía las bellotas que Mamá había provisto para el desayuno.

De pronto, algo entró, disparado, por la pequeña puerta del hogar de los Ardilla.

—¡Au! —se quejó Saltarina cuando algo le dio en la pata.

—¡No gimotees! —contestó la voz airada de Luna Búho— suficiente hago con traeros el correo. ¡Me caigo de sueño!

—Perdona, Luna —dijo con voz contrita—. Me diste sin querer.

Luna ya se había marchado. Repartir el correo al alba era su última tarea antes de acostarse.

Saltarina se inclinó para recoger el pequeño trozo de tronco sobre el que Pico Carpintero había tallado la noticia del día. Gracias a él, todo el Bosque Perdido se hallaba, siempre, perfectamente informado.

—Se hace saber —leyó Saltarina en voz alta— que la feliz Hermosa Paloma es ya la orgullosa mamá de cinco dulces palomitas. Esta noche, al atardecer, bajo el Roble

Centenario, nos reuniremos para la celebración.

—¡Ya lo tengo todo listo! —oyó decir a su madre.

Seguramente se refería a las semillas, bayas y yemas que tan primorosamente había preparado, envueltas en un paño de grandes cuadros rojos, dentro de una bonita cestita de mimbre. ¡Un regalo realmente útil!

Saltarina miró al exterior.

—¡Me voy un rato! —dijo.

—¡Vuelve a tiempo para la celebración! —contestó su madre, que ya se había resignado a aceptar las interminables «excursiones» de Saltarina, que cada vez se prolongaban más.

Saltarina salió con aire decidido. Saltando de árbol en árbol, corriendo de rama en rama, pronto llegó a una zona despejada que se había convertido, desde no hacía mucho, en su favorita. Se detuvo un momento, bajó al suelo y cogió una piña. Luego, permaneció largo rato entretenida mientras devoraba satisfecha todos y cada uno de los piñones.

Desde siempre, Saltarina se había sentido diferente a las demás. La mayoría de las ar-

dillas que conocía se contentaban con independizarse y, algo más tarde, formar su propia familia. En cambio, Saltarina veía la independencia como una ocasión para hacer algo diferente. Su madre solía observarla mientras dormía, preocupada. Se acercaba el día en que Saltarina, como toda ardilla joven, debería marcharse y construir su propio hogar en su propia madriguera. Ella lo había pensado todo con detenimiento. «¿Por qué no debería Saltarina hacer lo mismo que sus otras hijas y casarse antes de independizarse?»

Corveta Ardilla tenía unas ideas sobre el matrimonio y la familia muy diferentes, al parecer, a las de la joven Saltarina, que soñaba con mundos lejanos y era, al decir de su padre, cómo el ausente tío Saltarín, de quien llevaba el nombre. Saltarín era el hermano mayor de Corveta, una ardilla lista cómo pocas, que un buen día salió en busca de aventuras para nunca regresar.

—Habrá que atarla corto —solía decir Corveta, en voz baja, para que Saltarina no la oyera. Saltarina había pensado mucho en ello. Dentro de cuatro meses llegaría su turno de independizarse. ¿Y qué haría entonces? Sa-

bía que, si se oponía al proyecto de sus padres, iba a causarles un gran disgusto. Pero ¿tenía acaso alguna otra opción? Ella no quería casarse, al menos todavía no. Quería ver mundo. Quizás encontrar algún tipo de oficio. Todo, menos casarse.

Saltarina suspiró comiéndose el último piñón.

—No sé qué voy a hacer —murmuró.

Pero Saltarina era optimista por naturaleza y confiaba en que, llegado el momento, encontraría una solución.

Pasó el día a su manera, cazando insectos, trepando por los troncos de los árboles, bebiendo agua del riachuelo y disfrutando del hermoso colorido otoñal del bosque en una soleada mañana de octubre. «¿Qué debe de haber más allá?», se preguntaba, mirando con ojos entrecerrados hasta donde le permitían ver. Había oído hablar del mar, de las montañas, de los campos. Pero si algo despertaba su curiosidad, era el hombre. ¿De verdad era tan malo como todos decían? ¿Tan horrible con las ardillas y demás animales? Había escuchado hablar de trampas y cazadores furtivos.

—La verdad es que no pinta muy bien —dijo, hablando con nadie, mientras miraba el cielo azul.

Pasaron las horas y, casi sin darse cuenta, Saltarina se quedó dormida, estirada sobre un macizo de flores, mientras jugaba a descifrar a qué podría parecerse cada nube.

—Despierta —dijo, de repente, una voz chillona. Saltarina abrió los ojos.

—¡Brinco! —exclamó.

—Cuando supe que te habías marchado, me di cuenta de que tenía que venir a buscarte si quería que llegaras a tiempo a la celebración —contestó Brinco.

Brinco era una hermosa liebre de bonito pelaje marrón, largas orejas y patas fuertes ¡Nadie saltaba tan alto cómo Brinco!

—Tienes razón —dijo Saltarina, adormilada, mientras su mejor amigo la ayudaba a levantarse— ¿Crees que llegaremos a tiempo?

—Si corremos un poco, seguro que sí —dijo Brinco con seguridad.

¡Y lo hicieron! Para cuando quisieron darse cuenta, habían llegado al lugar.

—¡Ven aquí! —dijo en voz baja Corveta, llevándose aparte a Saltarina para cepillar-

la, perfumarla y ponerle bien el chaleco y el lazo.

—¡Mamá! —protestó Saltarina con voz casi inaudible, mientras ponía los ojos en blanco.

—Ya va siendo hora de que aprendas a acicalarte convenientemente, Saltarina —la riño su madre en el mismo tono.

En lo más alto del Roble Centenario, Bello Palomo, el feliz papá, reverenciaba sin descanso a diestra y siniestra pareciendo un aclamado actor de teatro después de su gran y exitoso estreno.

—¡Qué exagerado! —pensó Saltarina, divertida.

La verdad es que Bello se sentía muy feliz.

¿Y por qué no estarlo? La llegada de un hijo, o varios, al mundo, siempre es motivo de regocijo.

—¡Qué hermosas son! —dijo Saltarina, sinceramente admirada, cuándo vio a las recién nacidas.

Bella Paloma, que estaba cantando, se interrumpió, con el pecho henchido de orgullo, al oír las espontáneas palabras de Saltarina. Después de conocer a las pequeñas, todo el Bosque Perdido quiso reunirse ante una

mesa muy larga, bien provista de frutos secos, fruta, insectos y agua fresca. ¡Allí había lo que se pueda imaginar y más! Y es que, sin una buena comida, aquello no habría podido llamarse celebración.

Saltarina, que no era muy amiga de las fiestas, tomó asiento junto a Brinco y Salto Liebre, sus mejores amigos.

—¡Otra vez con esos dos! —se quejó Corveta, mirándola y dándole un golpe con la pata a Cabriola, el padre de Saltarina.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Cabriola, quien casi siempre estaba de acuerdo con su hija— Brinco es el estudiante más brillante de la Escuela del Bosque; Salto, el mejor deportista ¡Son tan parecidos a Saltarina! Es normal que vayan juntos.

—¡Cabriola Ardilla! —dijo Corveta molesta— No creo que haga falta recordarte que Saltarina va a independizarse dentro de poco. Debería alternar con otras ardillas, buscando pareja. ¡Y no perder el tiempo con esos dos!

Cabriola movió la cabeza, no del todo convencido. «De todos modos», pensó, «las bellotas tenían un aspecto estupendo».

La celebración fue tan sonada que no hubo otro tema de conversación en los siguientes quince días. Todo fue meticulosamente desmenuzado, desde el chaleco de Saltarina Ardilla hasta la hermosa flor que lucía Bella, pasando por las frondosas hojas del Roble Centenario, el esplendor del Bosque Perdido en otoño y la frescura de las aguas del riachuelo. Erudito Búho, que era algo así como el más sabio entre los sabios y del que se decía que nunca se equivocaba, había augurado, con voz muy segura, toda clase de bendiciones para las recién nacidas: belleza, larga vida, fecundidad… ¡Todas las dichas! Después de eso, el Bosque fue volviendo lentamente a la vida cotidiana. La de Saltarina era de lo más rutinaria: clases matutinas de lunes a viernes, búsqueda de alimentos, construcción y cuidado el hogar por las tardes. Solo los sábados y domingos podía relajarse y marcharse de allí. A Saltarina esa vida siempre igual le resultaba pesada, como una carga invisible e incómoda de la que no se podía deshacer. Le molestaba, especialmente, el recordatorio casi constante de su madre de que había nacido para ser una buena

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