Gaudete No. 41 - 15 septiembre 2024

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Domingo 15 Septiembre 2024 • II Época, No. 41

Celebrar desde la fe la Independencia nacional

Memoria y Compromiso

México es nuestra patria, y tiene una historia de casi 500 años como nación mestiza, fruto del encuentro de culturas antiguas, los habitantes originarios de estas tierras y los pueblos europeos. La realidad no es sólo el momento que vivimos, sino que vivimos gracias a muchos acontecimientos que están en el pasado y que nos han dado una identidad y un futuro.

Celebrar las fiestas patrias es reconocer con orgullo nuestro pasado en sus aspectos más valiosos, de manera especial desde el momento en que comenzamos a ser una nación independiente gracias a lo que realizaron muchos hombres y mujeres que pusieron en riesgo su vida para dejarnos un territorio y una cultura. Como mexicanos y como cristianos tenemos un símbolo que nos acompaña desde los primeros momentos, como primera figura del mestizaje hace casi 500 años, y ha continuado presente

en los acontecimientos importantes, impulsando nuestro camino hacia la libertad, la justicia, la paz; se trata de Santa María de Guadalupe, con todo lo que significa su figura, su rostro y su inspiración.

No es mera casualidad que la Basílica del Tepeyac sea el centro espiritual de nuestra patria y que el estandarte guadalupano se haya convertido en la primera bandera del México insurgente; no es arbitrario que el prócer José María Morelos la haya declarado como “Patrona de nuestra libertad” (Sentimientos de la Nación # 19).

Celebrar con alegría nuestra fiesta nacional implica reconocer los méritos de nuestros antepasados y los valores de nuestra cultura presente, marcada indudablemente por una identidad cristiana. Fueron los sonidos de una campana de la Parroquia del pueblo de Dolores, agitada por el cura Miguel Hidalgo, desde donde inició el despertar de la conciencia independiente.

Mucho se puede y se debe discutir sobre los detalles históricos y las implicaciones de los personajes y las ideas, pero los hechos están allí, la culminación de la independencia se sellaría solemnemente con un Te Deum (Acción de Gracias a Dios) en la Catedral de México, en medio de una sociedad reconciliada y una Iglesia reencontrada con todos sus fieles. Por eso las fiestas patrias en México tienen un eco religioso que nos hace pensar en que la historia es también el espacio de Dios y el tiempo de nuestra salvación. Los conflictos y las divisiones surgen y se superan, suben y bajan, son momentos de una historia que también tiene encuentros y desencuentros. Cada año es una fiesta popular que no necesita de justificaciones ni de propagandas, mucho menos de ropajes ideológicos, es la fiesta de nuestra identidad, es la fiesta de nuestro orgullo nacionalista, donde celebramos esta cultura y este pueblo que se distingue

en el mundo por sus tradiciones, sus comidas, sus canciones y sus bailes, su religiosidad, su sensibilidad, sus rostros y sus manos, sus anhelos y sus logros, también sus tragedias.

Celebrar esta fecha especial nos lleva también a reconocer que somos protagonistas de esta realidad. La herencia se vuelve compromiso con el futuro: celebrar la Independencia nos lleva a pensar en que dos siglos de realizaciones deben ser mejorados con el talento y los recursos de una nueva generación. No es tiempo de desaliento, sino de esperanza, no es tiempo de pesimismo sino de fortaleza, no es tiempo de lamentos, sino de creatividad. No es tiempo para paralizarnos por el miedo ante circunstancias pasajeras, sino para lanzarnos con intrepidez hacia el futuro. No es tiempo de divisiones ideológicas sino de reencuentro en lo más genuino de nuestra identidad.

Hay quienes quieren convencernos de que no hay motivos para celebrar ya que estamos en medio de problemas y conflictos. Debemos responder que celebramos el pasado como una realización que recibimos con gratitud y valoramos el presente como el espacio para nuestra responsabilidad. Los problemas son para solucionarlos con determinación, las limitaciones son para buscar con talento y superación. Un pueblo que es consciente de su pasado, es también un pueblo con futuro. (Desde la Fe)

En esta hora en que movimientos ideológicos pendulares nos llevan al exceso del populismo es tiempo de repensar la la nación y el Estado, para ser sujetos de la historia, para recuperar el arrojo de nuestros próceres que murieron para darnos patria y libertad, para no vivir sometidos a dádivas que no lo son ni a esperanzas sin futuro, para construir una patria reconciliada que haga memoria del pasado con gratitud y vea el futuro con esperanza.

• Editor P. Armando Flores

La dimensión contemplativa del ser humano —que aún no es la oración contemplativa—es un poco como la “sal” de la vida: da sabor, da gusto a nuestros días. Se puede contemplar mirando el sol saliendo por la mañana, o los árboles que visten de verde la primavera; se puede contemplar escuchando música o el canto de los pájaros, leyendo un libro, delante de una obra de arte o esa obra maestra que es el rostro humano... Carlo María Martini, enviado como obispo a Milán, tituló su primera Carta pastoral “La dimensión contemplativa de la vida”: de hecho, quien vive en una gran ciudad, donde todo — podemos decir— es artificial, donde todo es funcional, corre el riesgo de perder la capacidad de contemplar. Contemplar no es en primer lugar una forma de hacer, sino que es una forma de ser: ser contemplativo.

Ser contemplativos no depende de los ojos, sino del corazón. Y aquí entra en juego la oración, como acto de fe y de amor, como “respiración” de nuestra relación con Dios. La oración purifica el corazón, y con eso, aclara también la mirada, permitiendo acoger la realidad desde otro punto de vista.

El Catecismo describe esta transformación del corazón por parte de la oración citando un famoso

Año de la oración

La Oración Contemplativa

testimonio del Santo Cura de Ars: «La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. [...] La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su

verdad y de su compasión por todos los hombres» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2715). Todo nace de ahí: de un corazón que se siente mirado con amor. Entonces la realidad es contemplada con ojos diferentes.

“¡Yo le miro, y Él me mira!”. Es así: en la contemplación amorosa, típica de la oración más íntima, no son necesarias muchas palabras: basta una mirada, basta con estar convencidos de que nuestra vida está rodeada de un amor grande y fiel del que nada nos podrá separar.

Jesús ha sido maestro de esta mirada. En su vida no han faltado nunca los tiempos, los espacios, los silencios, la comunión amorosa que permite a la existencia no ser devastada por las pruebas inevitables, sino de custodiar intacta la belleza. Su secreto era la relación con el Padre celeste.

Pensemos en el suceso de la Transfiguración. Los Evangelios colocan este episodio en el momento crítico de la misión de Jesús, cuando crecen en torno a Él la protesta y el rechazo. Incluso entre sus discípulos muchos no lo entienden y se van; uno de los Doce alberga pensamientos de traición. Jesús empieza a hablar abiertamente de los sufrimientos y de la muerte que le esperan en Jerusalén.

En este contexto Jesús sube a lo alto del monte con Pedro, Santiago y Juan. Dice el Evangelio de Marcos: «Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería

capaz de blanquearlos de ese modo» (9,2−3). Precisamente en el momento en el que Jesús es incomprendido —se iban, le dejaban solo porque no entendían—, y en este momento que Él es incomprendido, precisamente cuando todo parece ofuscarse en un torbellino de malentendidos, es ahí que resplandece una luz divina. Es la luz del amor del Padre, que llena el corazón del Hijo y transfigura toda su Persona.

Algunos maestros de espiritualidad del pasado han entendido la contemplación como opuesta a la acción, y han exaltado esas vocaciones que huyen del mundo y de sus problemas para dedicarse completamente a la oración. En realidad, en Jesucristo en su persona y en el Evangelio no hay contraposición entre contemplación y acción, no. En el Evangelio en Jesús no hay contradicción. Esta puede que provenga de la influencia de algún filósofo neoplatónico, pero seguramente se trata de un dualismo que no pertenece al mensaje cristiano.

Hay una única gran llamada en el Evangelio, y es la de seguir a Jesús por el camino del amor. Este es el ápice, es el centro de todo. En este sentido, caridad y contemplación son sinónimos, dicen lo mismo. San Juan de la Cruz sostenía que un pequeño acto de amor puro es más útil a la Iglesia que todas las demás obras juntas.

Lo que nace de la oración y no de la presunción de nuestro yo, lo que es purificado por la humildad, incluso si es un acto de amor apartado y silencioso, es el milagro más grande que un cristiano pueda realizar. Y este es el camino de la oración de contemplación: ¡yo le miro, Él me mira! Este acto de amor en el diálogo silencioso con Jesús ha hecho mucho bien a la Iglesia. (Papa Francisco, Audiencia general, 5 de mayo de 2021)

el Evangelio de Marcos: ¿Quién es Jesús? Pero esta vez es Jesús mismo quien la hace a los discípulos, ayudándolos gradualmente a afrontar el interrogativo sobre su identidad. Antes de interpelarlos directamente, a los Doce, Jesús quiere escuchar de ellos qué piensa de Él la gente y sabe bien que los discípulos son muy sensibles a la popularidad del Maestro. Por eso, pregunta: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (v. 27) De ahí emerge que Jesús es considerado por el pueblo como un gran profeta. Pero, en realidad, a Él no le interesan los sondeos de las habladurías de la gente. Tampoco acepta que sus discípulos respondan a sus preguntas con fórmulas prefabricadas, citando a personajes famosos de la Sagrada Escritura, porque una fe que se reduce a las fórmulas es una fe miope.

El Señor quiere que sus discípulos de ayer y de hoy establezcan con Él una relación personal, y así lo acojan en el centro de sus vidas. Por este motivo los exhorta a ponerse con

¿Quién es Jesús?

toda la verdad ante sí mismos y les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 29). Jesús, hoy, nos vuelve a dirigir esta pregunta tan directa y confidencial a cada uno de nosotros: «¿Tú quién dices que soy? ¿Vosotros quién decís que soy? ¿Quién soy yo para ti?». Cada uno de nosotros está llamado a responder, en su corazón, dejándose iluminar por la luz que el Padre nos da para conocer a su Hijo Jesús. Y puede sucedernos a nosotros lo mismo que le sucedió a Pedro, y afirmar con entusiasmo: «Tú eres el Cristo».

Cuando Jesús les dice claramente aquello que dice a los discípulos, es decir, que su misión se cumple no en el amplio camino del triunfo, sino en el arduo sendero del Siervo sufriente, humillado, rechazado y crucificado, entonces puede sucedernos también a nosotros como a Pedro, y protestar y rebelarnos porque eso contrasta con nuestras expectativas, con las expectativas mundanas. En esos momentos, también nosotros nos merecemos el reproche de Jesús: «¡Quítate de mi vista, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (v. 33).

Hermanos y hermanas, la profesión de fe en Jesucristo no puede quedarse en palabras, sino que exige una auténtica elección y gestos concretos, de una vida marcada por el amor de Dios, de una vida grande, de una vida con tanto amor al prójimo. Jesús nos dice que, para seguirle, para ser sus discípulos, se necesita negarse a uno mismo (cf. v. 34), es decir, los pretextos del propio orgullo egoísta y cargar con la cruz. Después da a todos una regla fundamental. ¿Y cuál es esta regla? «Quien quiera salvar su vida, la perderá». A menudo, en la vida, por muchos motivos, nos equivocamos de camino, buscando la felicidad solo en las cosas o en las personas a las que tratamos como cosas. Pero la felicidad la encontramos solamente cuando el amor, el verdadero, nos encuentra, nos sorprende, nos cambia. ¡El amor cambia todo! Y el amor puede cambiarnos también a nosotros, a cada uno de nosotros. Lo demuestran los testimonios de los santos. (Papa Francisco, Angelus, 16 septiembre 2018).

MATRIMONIO

El día 07 de septiembre de 2024 unieron sus vidas por el sacramento del matrimonio los novios.

José Raúl Ambríz Murillo y Mariana Barragán Sánchez en la iglesia parroquial de Santiago Apóstol. Asistió al matrimonio el P. Alejandro Zarate L.C.

El EvangElio dEl domingo marcos 8, 27-35

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