PANCHO FIERRO Un cronista de su tiempo
y caballos de las haciendas y chacras que rodeaban la ciudad amurallada se entregaran al ruedo con naturalidad, algunas veces con el apoyo de sus amos y otras tantas arriesgándose a recibir el más cruel de los castigos por la audacia y desenfado. Pero entregaban su sangre caliente al espectáculo y Lima dejaba cualquier cosa que tuviera que hacer para acudir al llamado de la fiesta brava. Lo dice José Victorino Lastarria en 1850: “El negro y el cholo se abren entrada en la plaza aunque les cueste vender su colchón para conseguirla…”. Tal era la afición que las autoridades llegaban a declarar feriado el lunes de toros. ¿Y por qué lunes y no domingo? Domingo había que ir a misa, y toros era una competencia con Dios mucho más que desigual. Muchos preferirían la fiesta brava que la santa misa. Nuez Moscada fue un zambo que arrancó palmas, pues protagonizó momentos hilarantes en la plaza de Acho. Era figura más de la alegría que del toreo. De gran estatura, delgado y ya entrado en años, se ganaba la vida vendiendo en las calles de Lima cartillas para que los niños y analfabetos aprendieran las letras, amén de estampas religiosas y novenas. Durante años el público exigió que se lo contrate. En las últimas corridas de cada tarde, salía al ruedo montado sobre un borriquito, vestido de la manera más estrafalaria posible, rejón en mano. Los novillos casi siempre arremetían contra la graciosa dupla y esta, viejo zambo y enclenque borrico, rodaba por la arena, haciendo reír hasta a los gallinazos de Lima. Ángel Valdez sabía matar recibiendo. Era un fornido hijo de esclavos. No tenía parangón con el estoque. Tanto que le llamaron el Maestro. Dicen que la fuerza de sus brazos se la debía a la sangre de gallinazo con que solía frotárselos antes de cada corrida. Un encuentro ha pasado a los anales de la historia de nuestra tauromaquia. Es entre el Maestro y un semental enorme de diez años bautizado como Arabí Pachá, de quien decía un aficionado rimense que era peligrosísimo 76
JOSEFINA BARRÓN
el toro porque “sabía más que un catedrático de Salamanca”. Murió en segundos de mano del maestrísimo Valdez. Con sabor a libertad y olor ninguno a santidad fue alumbrada nuestra plaza. Un retrato captura su esencia: es la dama criolla, audaz, montuna e indomable, Mariana Belzunce, que fue dueña y señora de Acho cuando el coso de madera recién se pintaba de sangre; junto a ella una ventana da a la alameda que no existe más; terminaba el camino arbolado en nuestra plaza de toros y empezaba en el puente de piedra que cruzaba el río hablador, tramo que inspiró “Del puente a la alameda”, discurso de un connotado peruano que fue inmortalizado en el vals de Chabuca Granda. Fue entregada Mariana niña a un viejo noble quizás decrépito como esposa. Tenía ya cuerpo y exuberancias de mujer. Pero se negó la niña mujer a consumar el matrimonio y fue devuelta a casa de su tía. La muy rebelde fue comidilla de Lima cuando logró anular el matrimonio con el viejo y, apenas la tía murió, se casó con el esposo y tío. Heredó de su segundo marido las tierras donde se levantó nuestra plaza. Se perpetúa en el lienzo su sonrisa de pícara. Ha visto hacerse lo que le vino en gana, ha visto construirse Acho y en su arena la fiesta. Ha sido testigo doña Mariana de la zambería, de la mulatería y otras hierbas que le inyectaron kimba a la fiesta brava. Ella misma entonaba canciones de los esclavos que labraban sus vastas y riquísimas tierras costeñas. Acho fue desde su construcción, intensa como su esencia taurina. Acho, la plaza, de origen en el barroco limeño, nació en un tiempo de claroscuros pero en una Lima que no los lograba por su cielo gris, por su falta de sol y sombras. Por eso los colores fuertes, por eso en Lima el azul añil, el amarillo ocre, el rojo almagre, todo ellos protagonistas de las paredes de la plaza alguna vez. Quizás para contradecir el gris que cubre con su manto la ciudad, Acho fue y sigue siendo en su fondo y forma, intensamente picante y voluptuosa. Apasionada. Criollaza. Caliente. 77