Bargas Fiestas 2020

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CONCURSO DE NARRATIVA

PREMIOS DE NARRATIVA DEL XLII CERTAMEN LITERARIO SALÓNICA JUAN JOSÉ MONTIEL GÁLVEZ PREMIO GENERAL Cuando llegó a media tarde, Livia estaba abstraída, bajo el peral. Se asustó al principio. Se había vuelto algo amnésico. Luego recordó que la sobrina había dicho que iría a acompañarlo siempre que pudiera, o a hacerle la comida, pues la última vez lo encontró tan consumido que llegó a sentir pena. No tenía que molestarse, había protestado él. No había para tanto. Pero ella comenzó a ir de todos modos. Al verlo llegar, ella soltó el libro sobre la hierba rala y fue a recibirlo, como esas mascotas fieles que celebran con efusividad la aparición de sus dueños. Lo mismo que hizo Hefesta, la pequeña beagle que llevaba con ella a todas partes y que se había pasado la tarde husmeando la tierra y la hojarasca, como si, con su prodigioso olfato, buscara algún tesoro. Comieron fuera, en la pequeña mesa de formica que había junto al porche, en el descuidado jardín. Nora y él habían comprado aquella casa precisamente por eso, «porque tenía tierra», como ella dijo, a diferencia del resto de viviendas que habían visitado. No era más que una estrecha franja de dieciséis metros cuadrados, con su ligera pendiente cubierta de césped, en la que crecían dos hermosos duraznos y un peral joven pero muy gallardo. Sin embargo, era suficiente. Para Nora, la tierra era importante. Oler la tierra, tocar la tierra, descansar sobre ella, desgranarla, atisbar la vida que bullía allí abajo. Tener tierra. Si se le preguntaba, contaba, de pasada, la historia de su abuelo, un chueta que terminó emigrando, primero a Malta, luego a Grecia, al norte, en donde nunca se le había permitido adquirir ninguna propiedad. La sobrina intercalaba, de vez en cuando, algún comentario superfluo, sobre la jornada. El resto del tiempo lo miraba mientras él comía, complacida por lo que consideraba un logro, una pequeña conquista personal. Tras la muerte de Nora, le parecía que su tío no se había dado tregua, que no había pasado el tiempo suficiente para dar salida al necesario duelo. Él, pese a la onerosa losa que lastraba su ánimo, se disculpaba diciendo que en el hotel habían sido benévolos en demasía, que no había personal suficiente para sustituirlo en la recepción y tampoco le parecía justo continuar abusando de sus compañeros. A veces ella lo retaba a que jugaran una partida de ajedrez. En ocasiones, la cosa terminaba abruptamente, con una victoria expeditiva por parte de Livia. En otras, en cambio, la contienda se prolongaba hasta el anochecer, y en tales casos, la sobrina interpretaba que el estado mental de su tío había mejorado, y que su presencia le estaba haciendo bien. Porque Rafael raramente hacía cumplidos o lisonjas. Y sin embargo, de haberle preguntado, él habría reconocido que Livia era, un poco, el cordón umbilical que lo ligaba al mundo, y que, sin ser de su sangre, como la dulce y juiciosa Noriko en «Cuentos de Tokio», era ella la que siempre quedaba la última, cuando todos los demás ya se habían ido. Una de aquellas tardes sonó el teléfono del salón, al que poca gente llamaba últimamente. Le pareció la voz de una mujer de edad mediana, que él no conocía. La mujer le preguntó si aquella era la casa de Eleonora Kouzouni. Eleonora. Él sintió una punzada, como otras veces, cuando había recibido llamadas parecidas. Llamadas en las que alguien preguntaba por ella, con su nombre completo, el oficial, por el que precisamente nadie se dirigía a ella. Y entonces él sentía el repentino vértigo que precede al anuncio de un mal. Enseguida se sintió

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