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Convertirse en la opción obvia requiere tiempo, no atajos ni insistencia

Por Martín Roldán

Durante

años, he observado un patrón curioso en el mundo del emprendimiento y la innovación: la mayoría de las personas hace lo obvio. Lo que todos esperan. Lo que ya está probado. Lo que no implica riesgo. Y por eso mismo, los resultados suelen ser previsibles. Mediocres, incluso. Porque hacer lo obvio rara vez conduce a lo extraordinario.

Lo obvio es cómodo. No exige demasiadas explicaciones. Nadie te cuestiona por seguir el camino marcado. Pero el problema es que cuando todos caminan por la misma ruta, el valor se diluye. Las ideas se repiten, los productos se confunden y las marcas se vuelven ruido en un paisaje saturado de promesas iguales.

Un nuevo producto, una idea o una tecnología realmente transformadora casi nunca es obvia al principio. De hecho, suele parecer extraña, innecesaria o incluso absurda. Pensemos en los primeros días de Airbnb: ¿quién iba a pagar por dormir en la casa de un desconocido? O en los inicios de Tesla, cuando la idea de un auto eléctrico de lujo sonaba a experimento costoso. Lo obvio, en aquel momento, era seguir con hoteles tradicionales o motores a combustión. Pero lo obvio, precisamente, no crea futuro.

El verdadero desafío de cualquier emprendedor es atravesar ese período incómodo en el que su propuesta todavía no es la opción obvia. Y entender que no hay forma legítima de saltarse esa etapa. No se puede forzar al mercado, ni imponer la percepción. No se trata de gritar más fuerte que los demás, sino de construir —pacientemente— las condiciones para que otros lleguen, por sí mismos, a la conclusión de que uno era la mejor opción desde el principio.

Escalar es, por tanto, un trabajo de maduración. No ocurre de golpe. Es una sucesión de pequeñas decisiones acertadas, de aprendizajes, de conversaciones, de momentos en que algo encaja en la mente de los demás. Es, como decía un viejo mentor, “hacer lo correcto antes de que parezca correcto”.

Saltarse pasos es una tentación constante. Queremos reconocimiento inmediato, adopción masiva, validación visible. Pero insistir en que somos la opción obvia antes de haberlo demostrado suele provocar el efecto contrario: desconfianza. La audiencia percibe la ansiedad detrás del discurso. En cambio, cuando un proyecto crece con coherencia, cuando el producto mejora, cuando los clientes hablan bien sin que se les pida, entonces ocurre lo inevitable: se vuelve obvio.

La obviedad, paradójicamente, es el punto final de un proceso invisible. Lo que hoy parece sentido común, alguna vez fue contracultural. Lo que hoy damos por hecho, en su momento requirió coraje, perseverancia y una fe casi irracional en una visión. Los emprendedores que entienden eso no compiten por atención; trabajan por comprensión. No buscan ser virales; buscan ser inevitables.

En mi experiencia, las ideas más poderosas no nacen gritando “mírenme”, sino susurrando “esto tiene sentido, aunque todavía no lo entiendas”. Esa diferencia entre insistir y construir marca el destino de muchos proyectos. Uno se desgasta en convencer; el otro se dedica a evolucionar.

Así que cuando alguien me pregunta cuál es el secreto para que una marca, una startup o una idea se convierta en la opción obvia, mi respuesta siempre es la misma: paciencia estratégica. Entender que cada interacción, cada mejora y cada acto de coherencia suma. Que el trabajo de escalar no es empujar, sino permitir. No se trata de demostrar que tenemos razón, sino de crear el contexto para que los demás lo descubran por sí solos.

Ser la opción obvia no es un punto de partida. Es el resultado inevitable de haber hecho, una y otra vez, lo que no era obvio.

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